La contaminación es noticia. En las grandes ciudades se hace la vida irrespirable: Pekín, Londres, París, Madrid. Entre nosotros ya se ha comenzado también a regular el tráfico para luchar contra ella a través de impedir la salida de automóviles con determinados números de matrícula. Es, junto con el cambio climático y la ecología una de las preocupaciones dominantes de los hombres del mundo desarrollado.
Pero junto a la contaminación ambiental, que también afecta, de rebote, a los pueblos en desarrollo, convertidos a veces en basureros de los países ricos o víctimas hambrientas de su abundancia, hay otra contaminación más profunda que tenemos olvidada.
Igual que se está prohibiendo cada vez más la circulación de vehículos contaminantes, ¿no se debería impedir la salida a la calle de mentes contaminantes?
El ser humano tiene un hondón impoluto, una zona que olvidamos que sigue, desde que salimos de fábrica, en contacto con la luz, limpia de negatividad: es el yo profundo que vive en conexión con la verdad, la alegría, la libertad. La inmensa mayoría de las personas no sabe ni siquiera que existe este “polo incontaminado” dentro de sí mismas. Por lo general viven en otro yo, el “yo mental”, el personaje que se ha inventado y que, con perdón, apesta.
Este yo pequeño y trivial está todo el santo día haciendo comparaciones con otros, alimentando su vanidad, su miedo de que le arrebaten algo, su angustia, su tristeza. Es como un escarabajo pelotero que se regodea en la porquería. Resulta fácil describirlo cuando te sorprendes torturado por esa vocecita que te dice al oído: “Eres una calamidad”. “Te estás poniendo enfermo”. “Fulano o mengana es un tal o un cual”, “Estoy envejeciendo”. “Soy más guapa que fulanito, mejor profesional que menganito” y un largo etc. que alimenta agresividad, egolatría, pesimismo. Tal runruneo mental nos autodestruye. Y ha cobrado tal fuerza que es como el machacante altavoz de una celda de castigo.
¿Qué hacer? ¿Cómo apagar tan desastrosa radio interior? ¿Cómo descontaminarnos mentalmente?
Solo hay una solución: cortar ese cable de ruidos. “Pero es que ya es un hábito en mí, no puedo dejar de escucharlo”. Existe un camino: desviar la atención hacia el interior. Se consigue respirando hondo varias veces, concentrarse en la inspiración y la expiración, contándolas, agarrándose a un mantra o frase inspiradora. Si los pensamientos vuelven, no turbarse y volver a contar respiraciones del uno al diez.
Este footing del alma, esta mística de andar por casa parece simple, pero, si se practica con constancia, es más eficaz que ponerse una careta antigás en las calles de Pekín. Después de cierta práctica basta un par de minutos, cerrar los ojos y regresar durante el día a ese lago remoto donde se mira Dios.
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