Siempre hace buen tiempo

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Mi sociedad protectora de ilusiones

Hace unos días recibí uno de los más bellos regalos de toda mi vida. Un compañero colombiano me envió una especie de tarjeta de crédito plastificada. En su frontispicio figura un curioso logotipo, una especie de sol presidido por una gran letra «i». La tarjeta, extendida a mi nombre, me convierte en miembro vitalicio de la «Sociedad Protectora de Ilusiones».

Cuando recibí este extraño carnet, me quedé boquiabierto. Allende los mares y sin conocerme, este jesuita y lector de mis libros me premiaba de la forma más sorpresiva y agradable que pudiera hacerlo nadie, con un pedazo de cartón, pero lleno de contenido para mí.

Siempre he defendido la necesidad de fomentar en la gente la capacidad de ensueño. Cuando empecé a escribir mis primeros versos recuerdo que algo se hablaba de poesía, incluso se leía poesía, aunque este género literario siempre fue de minorías. Ahora parece como si a los poetas se los hubiera tragado la tierra. En este supermercado de Occidente no cuenta lo gratuito, aquella hermosa inutilidad que atribuye Kant a toda creación estética. Un cuadro vale el regalo de mirarlo, simplemente, aunque no te lo lleves a casa.

Los hombres de hoy no saben mirar a la castañera de la esquina. Para ellos ¡oh error!- es una mujer que vende castañas. No es la anciana rugosa cuyo rostro es un mapa de humanidad y cuyo calor íntimo perfuma las calles de invierno.

En un mundo sin poetas, o donde los poetas no cuentan, no son posible las ilusiones. En un mundo sin poetas también desaparecen los profetas. ¿Recuerda el lector los años sesenta? Los jóvenes de entonces fijaban en sus paredes posters del Che, Marx o Jesucristo. En la Iglesia florecían las voces de Dom Helder Cámara, Pedro Arrupe, Monseñor Romero, Luther King, Teilhard de Chardin. Hoy los profetas han enmudecido. Las gentes se abrigan al amparo de las altas paredes fortificadas de las instituciones, las marcas, sus propiedades privadas, holdings y sectas.

Por eso me hace feliz ser el miembro 229 de la «Sociedad Protectora de Ilusiones». Encima de mi firma leo: «Valid Worldwide»: Válida para el ancho mundo. Sin fronteras, lenguas, religiones, partidos políticos, color de piel o nivel económico.

Por eso, aunque siempre he sido un tanto débil para compromisos que se encierran en la norma preestablecida, anuncio aquí solemnemente mi compromiso definitivo para contribuir a hacer recuperar en este mundo la añorada capacidad de ensueño. Quisiera llamar a muchos a esta tarea de preservar las ilusiones, tantas cosas pequeñas que pueden hacer felices a los hombres, tanta estrella empañada, tanto corazón en carne viva.

Entre todos intentaremos recuperar el regalo «inútil» de la sonrisa, el prodigio de una caña entre amigos en el bar, el resplandor de cualquier mirada y la nostalgia de la más leve melodía. Buscaremos voces perdidas en la noche, cartas que nunca llegarán a su destino, amigos que jamás soñaron con el prodigio de la amistad. Les diremos que vuelvan a mirar sin miedo al firmamento y las puestas de sol, prueban a repartir su pan y jugar a pídola con las dificultades de cada día, crean de una vez en lo que hay detrás de las apariencias del vecino. En una palabra, que se convenzan que salieron bien de fábrica, conectándose, para experimentarlo, con lo más profundo de su ser. Y, después de haber cultivado lo inútil y soñado un poco con lo imposible, cuando muera, tachado quizás de iluso o eterno adolescente, seré feliz si escriben en mi tumba: «Protegió las ilusiones. Aquí yace un pobre soñador»

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