Contemplo a la gente en vacaciones y se parece mucho a la estresada de la vida cotidiana. Viven el tiempo como una carrera; en verano, carrera del disfrute, desde el miedo a perder el minuto. Con lo cual este modo de huir nunca es un verdadero descanso, ni para el cuerpo ni para la mente.
Nadie para. Todo el mundo huye de algo, probablemente de sí mismo: de la tortura de un pasado que no se acepta y el miedo a lo que va a pasar en el futuro. El problema parte de una desconexión central. El yo del ser humano es como una cebolla, con capas superficiales que nos subyugan con incentivos múltiples y alimentan el pequeño ego, el del éxito, el apego, la inmediatez.
Hacer turismo, por ejemplo, es disparar fotos como una metralleta: cuanto más vemos, menos miramos, y las imágenes no calan en el interior. Se acumulan en la memoria del smartphone.
Solo se vive plenamente conectando desde la almendra de la vida, el silencio profundo, la capa que se oculta en lo innombrable. En un rincón hondo donde siempre hay Presencia. Desde la Presencia la vida es ahora, toda la Vida. Ese “yo soy” conecta con la libertad, la luz, la hermosura, la verdad. Pero no la puedes calificar. Si le pones un nombre, la estropeas. La parcelas, la conceptualizas. Es, es simplemente.
Morder una fruta, contemplar una flor, hundirte en un crepúsculo, ahondar en una mirada. Todo es gracia, todo es plenitud. Pero para vivirlo hay que dar el salto de la utilidad, la propiedad, el dominio o poder, el miedo a perder o la obsesión del tener.
El “negarse a sí mismo” del Evangelio, es un “no” a ese pequeño ego superficial y agobiado, y un sí genial al “yo” conectado con la Presencia. Aunque sea un instante, rompe con la mente y desde el silencio saborea la Presencia, más allá de tiempo.
“El reino de los cielos dentro de vosotros está” (Lc 17, 20-25)
by