A los 25 años de la muerte del padre Llanos, os ofrezco mi artículo «Un jesuita en la periferia» publicado por la revista Razón y fe (n. 276), por si queréis leerlo en su totaidad. Creo que su visión profética fue realmente enorme.
UN JESUITA EN LA PERIFERIA
Actualidad y vigencia José María de Llanos, SJ
Por Pedro Miguel Lamet
A los veinticinco años de la muerte del padre Llanos su figura profética cobra una nueva e iluminadora dimensión. Cuando al pensamiento único neoliberal y la globalización se une el resurgir de los nacionalismos, mientras un consumismo deshumanizador y un materialismo egoísta, lejos de disminuir las desigualdades hacen crecer en nuestro mundo la marginación, la inmigración, el drama de los refugiados, la pobreza y explotación de los niños y los débiles, las ideas universalistas y el testimonio solidario de este jesuita singular, que se adelantó a su tiempo, parecen destinados a ahora mismo. Algo parecido habría que decir en contraste con otros fenómenos como los nuevos populismos, la radicalización política, la irrupción del Brexit, el levantamiento de nuevos muros, la omnipresente corrupción y adoración al dinero, el neopaganismo dominante o los diversos fanatismos religiosos, particularmente la yihad y la reciente persecución contra los cristianos, además de otras manifestaciones de intolerancia.
Por otra parte José María de Llanos se hubiera sentido a gusto ante algunos hechos positivos actuales, como cierta oleada de solidaridad, la ecología, el florecimiento de las ONG’s, y sobre todo con la nueva Iglesia del papa Francisco y su llamada a irrumpir en la calle y en las periferias. Un esbozo del perfil humano del padre Llanos y una evocación de su misión profética pueden ayudarnos a valorar la vigencia y actualidad de su figura, precisamente en las páginas esta revista con la que colaboró asiduamente desde muy joven[1].
Decía José Luis López Aranguren que “la vida del padre Llanos sintetiza cincuenta años de la historia de España”; y en el monumento erigido a él en una plaza del Pozo del Tío Raimundo puede leerse esta inscripción con que se definía a sí mismo: “Soñamos con un mundo unido, sin otra soberanía que la del pueblo universal. Vine a evangelizar al pueblo y el pueblo es el que me ha evangelizado. Entre Dios y los hombres reparto mi amor”.
“Llanos es Llanos”
Hombre de una gran complejidad, solo se podría comprender cabalmente sus aparentes contradicciones y grandezas, conociéndolo y tratándolo de cerca. Recuerdo que el destartalado tren de tercera procedente de Alcalá de Henares se detenía brevemente en Entrevías. Un mar de barro saludaba al viajero bajo la lluvia hasta llegar al horizonte gris de chabolas en que emergía como una pesadilla el Pozo del Tío Raimundo, donde habitaba José María de Llanos esculpido entre sombras, un intelectual en el suburbio, sentado en su cuchitril, envuelto en una manta mientras aporreaba incansable su vieja Olivetti, después de presidir cada mañana un insólito izado de banderas en medio de la enrarecida atmósfera del franquismo.
La enseña de la ONU junto a la bandera nacional diariamente ascendía en honor de un país distinto al son del respectivo himno después de dar lectura a sus características históricas, geográficas y políticas; incluida la bandera la URSS, que tuvo que rescatar en una ocasión de la Guardia Civil. Era el testimonio de su “ciudadanía del mundo” frente a los nacionalismos estrechos, los patrioterismos hueros y la miopía religiosa del nacionalcatolicismo. Lo hacía ante el señor Horacio, “el único alcalde democrático del franquismo,” que, escapado en su pueblo del fusilamiento, se había convertido en el edil del Pozo.
Recuerdo que un día —y así lo hice constar años después en un artículo publicado en El País[2] —, cuando llegué en plenas Navidades y pregunté por él, me dijeron: “¡Uff, Llanos no sale de su cuarto hace tres días!” “¿Por qué?”, inquirí. “Es que le han robado el Niño Jesús de la capilla”. Aquella anécdota de ”santo cabreo” me dio una clave para entender su alma paradójica, esa mezcla explosiva de delicadeza interior y malas pulgas, de niño y loco, de soñador y depresivo, de la que hacía gala. Llanos no era el típico misionero atleta que se adentra en la selva, ni el robusto cura obrero que acaba por encallecer el alma para hacerse sindicalista. Era un poeta, un intelectual y, en el fondo, un hombre frágil, pero con intuiciones y carácter de líder valiente y creativo. El teólogo José María Díez-Alegría, con el que charlé largas horas para escribir también su biografía, me corroboraba esta acepción de Llanos como poeta, y añadía que, artista como Picasso, su gran amigo y alter ego pasó de una “época azul” a otra “rosa”, a la vez que respecto a su carácter añadía que “como en la Iglesia tiene que haber de todo, él le decía: ‘Llanos, tú eres la vesícula biliar del Cuerpo Místico’”.
Precisamente con Díez-Alegría, y durante el destierro en Bélgica, donde ambos hicieron sus estudios de Filosofía, arranca el impulso creativo de este jesuita singular. Allí fundó un grupo de compañeros que con el nombre de “Nosotros” se dedicaba a lo que Llanos llamaba “vivir abismos”, es decir, formularse las grandes preguntas del hombre. Leían a Marechal, Heidegger, Le Roy, Karl Adam, Zubiri y los poetas de la Generación del 27 con el fin, como él decía, de “coger las grandes cabezas para despejar la mía”. Así se adelantó en mucho tiempo al Concilio; tanto, que los superiores se asustaron y disolvieron dicho grupo juvenil.
Aquel hombre desconcertaba desde el primer momento. ¿Era el mito vivo, el jesuita que a sus cincuenta años de edad, en 1955, dejó el centro de Madrid y su pasado de “cruzada” para vivir con los más pobres? ¿Qué le hacía tan hosco y sensible a la vez? ¿Cómo había pasado de capellán de la Falange a “cura rojo”? ¿Y de poeta exquisito a revulsivo del mundo obrero? ¿Qué quedaba del centenar largo de sus tandas de Ejercicios, incluida la que impartió al propio jefe del Estado, Francisco Franco; de sus marchas como capellán del Frente de Juventudes y el SEU; como director de los Luises y fundador de la Milicia de Cristo; de los campos de trabajo universitarios del SUT, del Cor Iesu y otras docenas de criaturas suyas? ¿Cómo compaginaba eso con un liderazgo revolucionario y su desconcertante levantar el puño junto a Carrillo en el primer mitin pecero de la democracia?
Del mismo modo es enigmático el significado de sus múltiples meriendas con la Pasionaria mientras entonaban juntos el himno eucarístico “Cantemos al amor de los amores”; o su deseo de que en la lápida de su tumba le pusieran su número de carnet de Comisiones Obreras. Al aproximarse su hora le dijo al jesuita encargado de las necrológicas: “Hermano, basta que me ponga el S.I. (Societatis Iesu)”. Llanos es sin duda uno de los personajes más paradójicos y complejos de la transición y la España del siglo XX. Como decía Lorenzo Gomis, tan incalificable, que solo puede definirse con una tautología: «Llanos es Llanos».
“Crece mi fe en Jesús”
José María de Llanos era un obrero de la pluma y se ganaba la vida escribiendo artículos. Defendía, siguiendo a Pío XII, la necesidad de la existencia de una opinión pública dentro de la Iglesia, y la ejercitaba sin cesar, a veces levantando tormentas. Pero a la postre nadie osaba callarle, porque nadie pisaba el barro como él ni decía misa en su destartalada iglesia durante invierno, enfundado en abrigo y bufanda y junto a una estufa de camping-gas.
Conservo cartas preciosas de mis tiempos de director de Vida Nueva, que acompañaban sus colaboraciones, y que él llamaba “desahogos” desde su “rincón” y desde un “Evangelio cada vez más sorprendente para este viejo”. “Lamet querido —confesaba—, no temas publicarlos, que el cura rojo tiene tan mala fama que todo lo suyo cabe en el cesto”. Y añadía: “De veras, no creo tener mala milk; solo es cuestión de años y chochez”. A raíz de su pública asistencia al mitin comunista de 1974, cuando levantó el puño, Llanos me escribía agradeciéndome que el director de Vida Nueva siguiera publicando sus artículos, porque aquellos días le acababan de echar del diario Ya “por comunista”.
Seriamente enfermo, me escribió en 1986: “Mi cansancio es feroz, pero creo también que en la otoñada crece mi fe en Jesús, y en mi memoria, mi afecto hacia ti. Me quiero ir definitivamente, pero también estaré allí contigo”. Ese era Llanos, el amigo de todos, en quien, por encima de sus ideas, cabían desde Marcelino Camacho a Calvo Sotelo; de Solana a Martín Artajo; de Tierno Galván a Álvarez del Manzano, pasando por Menéndez Pidal, Umbral, Fraga, Tamames, Arrupe, Ruiz-Giménez, Carmen Díaz de Rivera, la Pasionaria y un largo etcétera.
Entre papeles viejos he encontrado un artículo inédito del padre Llanos que, tras ser cesado director de la revista, no pude publicar. Este párrafo le retrata: “Perdonadme, pero resulta hasta grotesco salirnos con que Jesús en su mensaje vino a defender los derechos humanos. La misma paz citada y proclamada por él no se identifica del todo con lo que hoy pretenden los pacifistas, les supera. Y lo mismo se diría de la justicia —Jesús vino a salvar, después dijeron que salvar era justificar—, la cual, como la liberación, es algo tan profundamente humano que no cuadra sino con el mensaje evangelizador. ¿Por qué este afán eclesial de entrometerse en todo tarde e inoportunamente?”
Aquella libertad profética no podía proceder solo de su famoso “dolor de estrellas”, en palabras de Díez-Alegría, sino de una profunda y meditada fe: “Mi tema, aflorado y hasta desafiante, siempre fue Jesús”, me confesaba al final. Era el Llanos que igual leía salmos, teólogos de última hora, o recitaba a Alberti y Neruda en sus interminables eucaristías, como montaba guardia en la Dirección General de Seguridad para sacar de allí a un amigo. ¿De dónde surgió esta personalidad y qué significado tiene hoy para nuestro mundo?
Raíces humanas y cristianas
De padre militar y madre frágil y enferma, que lo dejó huérfano a los siete años, José María de Llanos nació en Madrid en la calle Serrano 48, el 26 de abril de 1906, ubicado en el burgués y entonces flamante barrio Salamanca, donde transcurrió toda su infancia y adolescencia, pues luego vivió en la calle Columela 3, cerca de El Retiro y de la iglesia San Manuel y San Benito, entornos que marcarían su vida.
Andando el tiempo investigó en sus ancestros y encontró raíces de las tres culturas: “Un hogar de militar, el de mi padre, con su segura pero escasa soldada y como extremo de un saga, tanto de Llanos como de Pastor, requeteburguesa, la propia de una abolengo de cristiano nuevo, raíces judeo-moriscas que me dio algún día por estudiar”. La orfandad de madre explica su extrema sensibilidad afectiva y la reciedumbre del padre militar su firmeza y solidaridad: “Recio y paciente, que sin discusiones ni táctica alguna me enseñó a tomar la vida en serio, a aguantar las privaciones, a aceptar la disciplina y sobre todo a crecer. A su lado comencé a tratar con Dios; a su lado doblemente, porque él fue también quien casi niño me llevó a las piadosas e ingenuas Conferencias de San Vicente, donde me asomé asombrado a ‘la otra vida’, la de los que lo pasan mal”.
Tres hermanos, uno malogrado por enfermedad de niño (Nico), y otros dos asesinados durante la guerra por su fe cristiana (Félix María y Manuel), y una hermana (Lola) completan aquella familia al cuidado desde niños de sus tres tías. Conoció las incidencias políticas de su tiempo en primera persona, cuando después de un frustrado intento de opositar a telégrafos estudia química y es compañero universitario de José Antonio Primo de Rivera, Pedro Arrupe y otros estudiantes que ocuparán importantes cargos de responsabilidad en el futuro. Era el joven que se tumbaba en El Escorial a contemplar las estrellas, con una inocente novia, Dolores, que abandona para ingresar en la Compañía de Jesús el 20 de junio de 1927 después de unos Ejercicios en que siente la vocación sin apenas conocer a los jesuitas. Con él lo hacen Alfredo López, que acabó en el Opus Dei; Javier Martín Artajo, que entró y salió —con Alberto, luego ministro, Llanos conservaría la amistad—, y su amigo Pepe, el que le había inducido a ingresar y acabó perdiendo la cabeza.
Investigar en los apuntes del novicio Llanos revela mucho de su identidad. Por una parte las dudas que el padre Maestro mantiene ante aquel joven enfermizo –una dolencia estomacal que le durará toda la vida y le obligará alimentarse poco más que de leche-, hipersensible, radical, neurótico depresivo, hasta el punto de que llega a pronunciar sus votos encontrándose en la enfermería. En sus archivos nos tropezamos con un sorprendente “voto de perfección”, además de los votos religiosos, donde renuncia “a todos los derechos que como hombre y como criatura tenía por tu bondad sobre las criaturas, sobre mi cuerpo y sobre mi alma”.
Del horror de la guerra al Llanos “azul”
Tras la quema de conventos de 1931 y la supresión de la Orden en España se ve obligado a abandonar la patria como sus compañeros y estudiar en Bélgica donde se estrena en su primer liderazgo, el ya aludido “nosotros”, un grupo de jóvenes jesuitas que suman al compañerismo una vigorosa puesta al día en la teología y la literatura del momento. Algo que los superiores vieron como un particularismo peligroso, lo que supone el primer desgarro en la vida de Llanos y el destino a continuar sus estudios no en Alemania, sino en Portugal, después de una interrupción y regreso temporal a España para hacer un servicio militar que, gracias al cargo de su padre, José María ocupa como profesor de la academia que sustituía el clausurado colegio de la Compañía.
Aunque el verdadero drama lo vive en Entre os ríos, la brumosa localidad cercana a Oporto, donde llegan con sordina la noticias de la guerra y especialmente el asesinato de sus hermanos Manolo, de cuyo heroico martirio escribiría un libro biográfico bajo seudónimo, y Félix María, por todos los datos fusilado en Paracuellos. Manolo besa el crucifijo, que los milicianos clavan en la boca a culatazos, mientras otro le arrebata la capa para “torearlo”. “De mi entraña has extraído / vino fuerte, vino y miel; / tú te llamabas mi amigo, / y eras mi hermano, Manuel”. Se escribe además con Fernando de Huidobro, el brillante jesuita discípulo de Heidegger, que como capellán de la Legión denunció ante las autoridades franquistas el indiscriminado fusilamiento de imberbes muchachos milicianos y que moriría en el frente víctima de un obús. Existe un emocionado diario manuscrito de esos tiempos, donde José María revela el profundo sufrimiento del estudiante de teología pendiente de las dramáticas noticias de España.
No es de extrañar pues que, de regreso a la España “victoriosa” de Franco, Llanos sea ordenado sacerdote en Granada en un ambiente nacionalcatólico, con una primera misa junto al sepulcro de los Reyes Católicos y junto su padre, uniformado de general, como monaguillo. Frustrado por no haber sido admitido como capellán de la División Azul, se convierte en un apóstol incansable de aquella España confesional. A través de la Congregación Mariana de los Luises, donde “se formó una tercera parte de lo que han sido hombres públicos en España”; como capellán del Frente de Juventudes; los “agapitos”, de numerosa cosecha vocacional; “Forja” una escuela y orden premilitar; como escritor, y en un sinfín de actividades universitarias arriba citadas. Pero de pronto despierta a “la otra España” la que quedaba del apóstol conquistador, y en la que, desde las almenas del castillo de Belmonte y luego a través de los campos de trabajo y el contacto con los obreros, descubre la sociedad real.
Del barro del suburbio al Llanos “rojo”.
Se decide pues a irse a vivir al suburbio y escribe al provincial una larga carta solicitando ejercer en ese mundo marginal un apostolado de presencia más que una actividad parroquial tradicional. “La casita sencilla y sin más de unos padres que viven en el suburbio trabajando en sus cosas y abriéndose ambiente de confianza con aquella gente, no en el plan clásico de las grandes organizaciones y obras complicadas, sino en aquel casi inútil y callado de Nazaret, donde vivió treinta años el Señor”. Pero Llanos no era un Abbé Pierre ni un Charles de Foucauld, sino un líder comprometido y activista. Construye una chabola en medio de aquel mar de barro e ignominia, ocupado por una primera andanada de inmigrantes entre 1948 y 1953, época en que se construyen 119 casas, aunque el gran salto se da en el trienio 1954-1956, en el que se asentaron en el suburbio 1.775 familias. En total por esas fechas sus pobladores alcanzaban ya la considerable cifra de 7.600 habitantes, de los cuales el 93 por 100 había llegado durante los últimos tres años, sobre todo procedentes de pueblos de Andalucía, Toledo y Extremadura.
Lejos de un testimonio exclusivamente religioso, Llanos se convierte en un líder transformador de aquella miseria, que no solo lanza su manteo sobre las chabolas ilegales para evitar su demolición, las llamadas “flores de luna” (solo podían ser construidas durante la noche), se ocupará de hacer llegar el agua y la electricidad, crear escuelas y un elemental dispensario, sino que se adapta a la religiosidad popular y mentalidad de los recién llegados organizando procesiones, equipos de fútbol y romerías. Es más, sirve de mediador entre el Madrid del centro y la periferia; acerca el mundo universitario y biempensante a aquella realidad molesta y sigue escribiendo artículos de denuncia y renovación eclesial con los que se gana la vida. Más tarde su alter ego el profesor José María Díez Alegría se une a estos ideales desde un carácter y una presencia distinta y complementaria.
Así surge el Llanos escritor de libros, el de El desfile de los santos y Treinta y cuatro aventuras hacia Dios, universalista, con carnet de ciudadano del mundo, el de “las domingueras” cuando los niños bien del Madrid opulento acuden al Pozo a ayudar a construir casas. “El compromiso con los poderes públicos origina confusión en el pueblo, debilidades teocráticas, humillaciones y venta de libertad espiritual, nacionalismo religioso que llega hasta el belicismo”, escribe. En sus escuelas Primer de Mayo insufla una ideología que hoy resulta de enorme actualidad: “Seré hombre libre, duro, íntegro. Amaré y conoceré los problemas de la clase trabajadora. El trabajo es un honor, un derecho y un deber del hombre. Soy cristiano e hijo de mi Padre Dios. Seré hermano de todos los hombres, sin distinción de raza, sexo o color político, y para demostrarlo izaré diariamente las banderas de todo el mundo. Me consideraré español, pero también europeo y mundial”.
Poco a poco en aquella turbulenta España monocolor comienza a caer en la cuenta de que estar con los obreros era también comprometerse con los sindicatos clandestinos, primero con los de signo cristiano, luego también con las Comisiones Obreras de Marcelino Camacho, al que visita en la cárcel y da a leer obras de Teilhard de Chardin. Escribe por entonces: “El consumo reinante es una explotación, como el intercambio de abalorios por oro que hacían los conquistadores a los indios, una alienación, porque deja de haber libertad”. Y añade: “Los dichosos nacionalismos, los patriotismos elevados al grado de absolutos, las visiones estrechas de los pueblos como unidades que en sí llevan toda su explicación, todo ese bagaje multisecular se ha ido oponiendo a la idea simple y casi infantil del mundialismo sincero [que] va a ser la única bandera por la cual va a ser digno y hermoso sacrificar la vida”, una frase soñadora que como otras tantas suyas contrasta con lo que hoy por desgracia está experimentado nuestro mundo. Traza un Plan de Paz que merece el Premio Juan XXIII y centra sobre todo en la educación: “La paz no es el orden público, la paz cristiana es contradicción, prueba, lucha y cruz”. Y ve el Reino de Dios como un reino transhistórico, porque viene a otro nivel, a otra luz, puesto que Jesús “vino a la historia para darle su extraña grandeza y su remate”. Llega a presentarse a la Dirección General de Seguridad para que le detengan, inútilmente, porque Llanos estaba en una lista de intocables firmada por Franco, que llegó a defenderlo públicamente en un Consejo de Ministros, aunque él se quitó de en medio cuando el “generalísimo” acude en persona a inaugurar la barriada nueva del Pozo. Y entonces, cuando se diluía el suburbio, quiso dormir en una litera en un dormitorio común de trabajadores con aroma a calcetines y vocinglería de coplas o palabrotas de anarquistas, gentes del PCE, incluso grapos. Eran los heroicos tiempos de Comisiones.
Después de la muerte del caudillo y el advenimiento de la democracia, el escándalo cumbre de Llanos estalla en el primer mitin del Partido Comunista del 9 de abril de 1977, cuando levanta el puño junto a Santiago Carrillo, mientras su compañero Díez Alegría, aunque también presente no lo hizo. A no pocos españoles se les atragantó el desayuno cuando vieron la foto en la primera página de El País. El provincial de los jesuitas Martín de Nicolás, que conocía el Pozo de cerca, tuvo una admirable reacción en un comunicado: “Su actuación personal se movió en el marco normal de un hombre que convive desde hace más de veinte años en una barriada popular”.
Pero había más que afiliación a un partido en sus gestos. Después de muerto, revolviendo en sus papeles y archivos –lo guardaba todo desde su brazalete de falangista y sus estampas de la Virgen del que era muy devoto, pues rezaba diariamente las tres partes del rosario, hasta todos sus carnets, cartas íntimas e innumerables recortes- encontré una tarjeta, que da cabal explicación a su labor con la famosa Pasionaria”. Este documento demuestra que Dolores Ibárruri murió católica. Le escribe ella el día de Epifanía de 1989: “A ver si los ‘viejitos’ que somos convertimos lo que nos resta de vida en un canto de alabanza y acción de gracias al Dios-Amor, como ensayo de nuestro eterno quehacer”. La Madre Teresa, religiosa que ha dado su vida al Pozo, corrobora que la Pasionaria recibió de Llanos los sacramentos de la confesión y la comunión, reavivando sus primeras raíces de católica ferviente.
Entre docenas de cartas significativas guardaba el padre Llanos además cartas de importantes personalidades que alaban su compromiso cristiano, como los obispos Alberto Iniesta y Pedro Casaldáliga, quien le escribe: “Llanos querido, lengua y pluma rancias de profeta, extremoso como la fidelidad, ‘jesuita’ en el más radical sentido de la palabra: reza por mí, nuestra Iglesia, por esta América entrañable, por el mundo. Seguiremos unidos, día a día. Y después nos encontraremos cara a cara, en la Luz”.
Y es que José María era sobre todo un creyente. Al cumplir sus 50 años de jesuita se siente: “Siempre en la Compañía, ¿la de Ignacio? Y bien, la de Jesús, cincuenta años y a muerte, ayer de cura, el rabaño después, y siempre el pueblo. Amén”. Y reconocía: “Soy consciente de que mi fidelidad a Jesús no solo “es cosa de hombre”, es también cosa suya”.
Un mensaje para ahora mismo
Luego, con los años vinieron los homenajes, las medallas, la dedicación de una calle en el Pozo, que él condicionó a que el Lele, el disminuido psíquico del barrio tuviera otra; su curiosa amistad en “trilateral” con el escritor “comecuras” Francisco Umbral y la “musa de la democracia” de vida dura y dolorosa muerte Carmen Díaz de Ribera. Su vejez, sus misas que duraban todo el día, su relación con los drogodependientes, que urtaban las escasas pertenencias de la pequeña comunidad de jesuitas. Pues, todo hay que decirlo, la convivencia cotidiana con él en calle Cabo Machichaco del nuevo Pozo, resultaba, por su carácter y manías, todo un desafío. Retirado finalmente a la residencia de mayores de la Compañía en Alcalá de Henares, afirmaba que le hubiera gustado haber sido misionero y reconocía algunos excesos: “En mi vida nunca he hecho otra cosa que ser cura, un cura que ayudaba a los trabajadores y que vivía con ello, pero nunca he sido obrero. Ingresé en PCE y trabajé con CC.OO, durante una larga temporada. Las circunstancias nos llevaron a hacer cosas, no malas, pero sí exageradas”. En insistía que la centralidad de su vida la había ocupado Jesucristo, que le contemplaba en su última habitación desde el crucifijo de sus votos junto a un muñeco de trapo que representaba un payaso y con el que se identificaba y querían que, como a él –un personaje de película– le llamaran sus amigos en los últimos años: Charlie. A las diez menos veinticinco de la mañana del 10 de febrero de 1992 José María de Llanos Pastor entregaba su alma al Dios cristianamente al que había dado su vida. Le faltaba poco más de un mes para haber cumplido los ochenta y seis años.
Su entierro, en loor de multitudes, fue como un gran acto de reconciliación de las dos Españas, pues al depositar su féretro se rezó un misterio del rosario y se cantó la Internacional, como una síntesis de la vida de este hombre puente, “azul” y “rojo”, que como otros raros sacerdotes, por ejemplo Díez-Alegría, Julio Lois, y en otro nivel José María Martín Patino, contribuyeron a hacer creíble la Iglesia durante la transición y demostrar que el evangelio está más allá de toda militancia e ideología política. La reacción mediática, la lluvia de telegramas, el elogio al padre Llanos fue masivo. Entre los testimonios aparecidos después de su muerte cabe destacar un artículo de Miguel Sánchez Mazas que a propósito de Llanos atacaba un nuevo orden moral injusto, discriminador, irracional y despiadado, que mueve a gritar: “La cultura no es una mercancía; la educación no es una mercancía; la vivienda no es una mercancía; la intimidad no es una mercancía; la moral no es una mercancía; el medio ambiente no es una mercancía; la salud no es una mercancía; la vida y la muerte no son una mercancía,; el hombre no es una mercancía”[3].
El mensaje de José María de Llanos, a los veinticinco años de su muerte, no solo mantiene una gran actualidad y vigencia, sino que ante los acontecimientos a los que asistimos en España, Europa y el mundo, parece cobra mayor denuncia y contundencia. Nos atreveríamos a decir, que propone frente a los nacionalismos, universalismo; frente a consumismo, solidaridad; frente a marginación integración; frente a la corrupción, honestidad; frente violencia, paz; frente a desigualdad, justicia; frente a populismo, pueblo; frente a ruptura, división y Brexit, unión; frente a dictaduras, democracia; y frente a fanatismo, tolerancia, diálogo y ecumenismo.
Sueños de fe y de Iglesia
He dicho que Llanos fue sobre todo un poeta, pero su poesía se fue convirtiendo en vida y pensamiento. La mejor síntesis de su fe está en su libro Creo, el credo que ha dado sentido a mi vida. Cientos de temas complejos de la Iglesia del momento pasaron por su pluma. Su análisis no fue siempre equiparable al de la “progresía” de la época, pues miraba a la Iglesia desde su ángulo crítico “como el seno de la madre que te acoge al final”, y pensaba que, pese a sus defectos, los obispos seguían llevando por todo el mundo “el movimiento de Jesús con toda legitimidad”; y “mientras la Iglesia no es poderosa, un movimiento de gente que cree y ama”, es espléndida. “Lo tremendo es cuando se concentra en un poder fáctico”.
Soñaba con una Iglesia que recuerda muchas propuestas y actitudes del papa Francisco, “menos emperadora”, “más dada a dialogar y proclamar a Jesús””, con menos boato, menos capisayos, para que el pueblo de Dios “viese que los curas y religiosos somos hombres como todos”. Por eso no le gustaba la sotana, aunque pensaba que los obispos deben llevar un signo, “pero basta con el anillo y el pectoral”. Estaba en contra del exceso de canonizaciones, y en contra de convertir a un santo en “un pequeño dios”, ya que el pueblo es el que “en el fondo canoniza”. Era de la opinión de que el celibato “es una gracia de Dios extraordinaria”, pero que no debía ser obligatorio sino opcional, y expresaba sin rodeos que para él no había sido una cruz, aunque en su soledad añoraba haber tenido nietos.
Atribuía el escaso éxito del diaconado permanente para conceder ciertas prerrogativas a hombres casados, pero no la fundamental que es la de consagrar y absolver los pecados. Creía que con el tiempo podría haber en la Iglesia Católica mujeres ordenadas, porque “de facto se van metiendo cosas en la Iglesia”.
En los aspectos relacionados con la sociedad, como su pronunciamiento en leyes concretas, creía que la Iglesia intervenía demasiado jerárquicamente, y que debía hacerlo sólo a través de partidos de inspiración cristiana, pues la Iglesia como tal “no debería meterse en política de partidos”, ya que la política tiene su propia dinámica y los católicos deben tener libertad de elegir. Sobre las campañas contra la Iglesia, sostenía que “si a Cristo le persiguieron, ¿cómo no van a perseguir a la Iglesia?” Para Llanos “la palabra ‘defender’ no cuadra con la fe”, pues podría convertirse en publicidad, y Dios quiere que se defienda la fe con la vida y la palabra “pero no hacer publicidad, como se hace con cualquier producto de mercado”. Jesús renunció a la defensa y la violencia, y la Iglesia tiene que seguirle, sin “bendecir cruzadas”. “Lo que tiene que hacer, insisto, es proclamar a Jesús a pesar de las injurias y a pesar de las persecuciones”. Lo mismo en cuestiones de dinero, debería depender de sí misma, no del Estado ni de nadie: “que se autofinancie como pueda”.
José María de Llanos distinguía entre “cristiandad” y “cristianismo”. Lo primero es un régimen político, lo segundo “no es nada más que la extensión de la fe en Cristo”. Pensaba el ex falangista que en España el nacionalcatolicismo, “una cristiandad, casi cristiandad”, “fue un querer servirse de la Iglesia para establecer un poder en la Tierra”. Y lo que hacía Franco, “con toda buena voluntad, sin duda, era utilizar a la Iglesia para su triunfo político”.
Para Llanos el cristianismo es un mensaje, “un mensaje de trascendencia” siguiendo a un Cristo no poderoso “que no tiene alianzas con el gobierno ni con el dinero, que quiere que se misione la esperanza en que al final triunfe Dios”. Defendía que la entrega a los otros por el amor “no la inventó Cristo”, porque los hombres ya se amaban antes. La novedad de Cristo fue amar hasta el extremo, “hasta a los enemigos”, lo que le condujo al horizonte total, “el perdonar”. Pidió que le siguiéramos: “No sé hasta qué punto es alcanzable, pero pidió que le siguiéramos y lo vivió, por lo que de algún modo se puede alcanzar”. El reino de los cielos no es una utopía, “existe”, “no tiene un topos material, pero existe”. Como dijo en un artículo de Vida Nueva: “el cristianismo hondo y masivo está por estrenar” socialmente; aunque lo han vivido algunos santos y en algunas circunstancias, por ejemplo —lo reconocía— en la Iglesia del silencio en los países del Este. “El cristiano es siempre un aprendiz en el taller de Jesús”.
Partidario acérrimo del ecumenismo y la unión de los cristianos, creía que Jesús eligió a Pedro y con él a una rama de la Iglesia para dirigirla, y cuando el Papa define algo ex cathedra tiene que haber un enganche con Cristo puesto que la infalibilidad en casos especiales “tiene una tradición grande y un gran sentido de mantener la pirámide en su sitio”.
Veía la salvación no como un problema únicamente personal, “tengo que salvarme”, sino que el acento hay que ponerlo “en el triunfo y el reino de Dios”. No en buscar “mi reino propio”. “Lo mío sin los demás no tiene sentido. Y los demás sin lo mío tampoco”. Para ello aconsejaba, y era uno de sus lemas preferidos, el “no hacer daño jamás a nadie, y dar la capa cuando te piden la túnica”. Aunque al final y después de la muerte pensaba que se salvará uno por uno y “el modo de salvarse es amar a los demás”. Jesús no dijo: “Ama a los demás para salvarte, sino ama a los demás como a ti mismo, de verdad”.
Así opinaba en síntesis sobre la fe y la Iglesia, aunque, como escribió Alberto Iniesta Llanos, “no es uno sólo, sino múltiple, poliédrico; tiene miles de prismas, de reflejos y aspectos. Es polimorfo, no perverso ni de perversión, sino del bien y la bondad. Es inclasificable, inagotable, incontrolable aun para él mismo, porque nunca se está ni estabiliza, sino que interminablemente camina, crece, busca y se transforma. Por eso hay tantos Llanos y por eso se equivoca quien crea que conoce a este o aquel Llanos, de tal tiempo o momentos”.
Eso sí, como el buen vino, su vida y testimonio, parecen ganar con el paso del tiempo. Todo lo hizo a su modo, a veces anárquica y contradictoriamente, con valentía y muchas debilidades. Pero nadie, ni siquiera sus máximos detractores, podrá afirmar que no se desgarrara por los demás, que no fuera autocrítico, que no pidiera perdón mil veces por sus errores, que no pusiera su corazón a la intemperie, que no le mordieran en su estómago y su alma de niño grande tanto éxitos como fracasos, amores y desamores, certezas y perplejidades.
Sólo cabe concluir con su dimensión de poeta, entraña última y olvidada del alma secreta del padre Llanos. Por ejemplo con este soneto, titulado “Mantén mi corazón entero”, en el que glosa el Salmo 85 y donde se define a sí mismo humildemente, como “un cristiano vulgar entre cristianos”, pero definitivamente rendido en brazos del Dios que fue el sentido y la razón de ser de toda su vida hoy más que nunca profética y esperanzadora:
Manténmelo, Señor, que se me agrieta, y agrietado se me va por este río de la vida tan sucia y tan inquieta que arrastra el corazón hacia el hastío. Manténmelo, Señor, entero, aprieta, y cíñeme con fuerza, que me fío de tu diestra, tu arco y tu saeta. Manténmelo, Señor, que es tuyo y mío. Por dentro no soy más que un mal capricho, por defuera problema a mis hermanos, ¿cara a ti?, lo sospecho, ¿qué me has dicho?, ¿Un cristiano vulgar entre cristianos? No me fiches aún, yo no me ficho... ¡Mantenme el corazón entre tus manos!
[1] Para referencias, fuentes y aparato crítico de este artículo, cfr P.M. Lamet, Azul y rojo: el jesuita que militó en las dos Españas y eligió el suburbio, La Esfera de los Libros, Madrid, 2013, su bibliografía y la amplia documentación que se conserva en el Archivo Histórico de la Compañía de Jesús de Alcalá de Henares.
[2] El País, 28 de septiembre de 2005
[3] EL País, 8 de mayo de 1991