Los intereses y la competencia que mueven a la publicidad la convierten en cierto modo en un termómetro de la sensibilidad del momento. Por ejemplo, gracias a los spots de TV, hemos descubierto lo barriobajeras y zafias que resultan las relaciones de las nuevas parejas. O la adoración que nuestra sociedad profesa a la juventud y la belleza física por encima de cualquier otro valor.
Pero últimamente indigna el olímpico desprecio por los ancianos como estorbo, que se desprenden de algunos anuncios. Por ejemplo, una marca de cerveza nos ofrece una escena de cumpleaños de la abuela de una «familia bien». Ha llegado el momento en que la anciana ha de soplar las velas. Como la pobrecita está muy vieja, se eterniza en este cometido, mientras el ejecutivo de turno se enfada porque, oh contratiempo, tiene que esperar. ¿Solución? Disfrutar de la cerveza.
Hay otros más sangrantes. Se trata de una serie que, en vísperas de verano, presenta a una familia bastante cutre, que sale en auto de vacaciones. El padre de familia no oculta su indignación por tener que cargar con el viejo de la familia. Pero, oh milagro, este esgrime una caja de no sé que canal de televisión de pago y, de este modo, consigue que no lo dejen tirado en la carretera.
Los antiguos se enorgullecían de sus ancianos. Entre ellos se elegía el senado, como su propio nombre indica. Cicerón elogiaba esta época de madurez y consejo en su De senectute como la más fecunda de la vida, y los viejos influían en las decisiones de sus tribus.
Ahora hemos conseguido prolongar su vida para arrinconarlos en asilos o centros de día. Me da vergüenza ver esos anuncios, y alabo otros, como los abuelos de los caramelos Berter o el fuet Tarradellas. Ellos me traen a la memoria una cita del gran cineasta Ingmar Bergman:» Envejecer es como escalar una gran montaña; mientras se sube, las fuerzas disminuyen, pero la mirada es más libre, la vista más amplia y serena». Algo que importa un bledo a mucho joven-viejo que anda por ahí.
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