La Belleza salvará al mundo
El legado humanista del jesuita Antonio Blanch
Mundo en resurrección es quien me salva. / Todo lo inventa el rayo de la aurora[1]
Estos versos de Jorge Guillén, uno de sus poetas preferidos, pueden sintetizar bien la peripecia humana y espiritual de Antonio Blanch Xiró. Pues él ha sido un convencido de que dormir es perderse, despertar es salvarse y que estar despierto al continuo milagro de la vida es un modo de resucitar. No olvidaré la sonrisa perfecta y el porte distinguido de este humanista que nos ha dejado con la elegancia y el espíritu de servicio a los hombres y a las letras con que siempre vivió. Ni el impacto de nuestro primer encuentro. Yo era entonces un estudiante de humanidades en la vetusta casa de formación que teníamos los jesuitas en el apacible y dieciochesco real sitio de Aranjuez, el de los cuadros de Santiago Rusiñol y la música de Joaquín Rodrigo. Aquellos imberbes juniores despertábamos al mundo de la literatura y el arte de la mano de profesores sobre todo partidarios de los clásicos latinos y griegos, cuando apareció el padre Blanch, que rompía los códigos del intelectual calvo y redondeado por el de un agraciado joven con cuerpo de deportista, curtido en la cancha de tenis y aspecto de actor de cine. “Es el padre Blanch –nos dijeron-, que acaba de doctorarse en la Sorbona”.
Pronto percibimos que sus clases, más que una introducción a autores contemporáneos, eran una inmersión analítica en obras inmortales, como el Hamlet Shakespeare o Crimen y Castigo de Dostoievski. Minucioso, exhaustivo, brillante, inauguraba una nueva manera más semiológica y estructural de enseñar la literatura y nos invitaba a hacer lo mismo en nuestras lecturas y trabajos. No olvidaré las puertas que nos abría a autores contemporáneos entonces, como Claudel, Mauriac, Valery o Graham Green. De su mano escribí mi primer ensayo sobre el sacerdote en El Poder y la gloria. Ni la risa con que nos provocó durante una clase sobre Pascal al llamarlo él “nuestro Blas”, ignorante entonces de que Blas era el labrador que se ocupaba de la huerta de aquella casa de formación.
Para nosotros Antonio Blanch parecía aterrizado de otro mundo. Hay que tener en cuenta de que aún no se había aplicado del todo en nuestros lares el Vaticano II y que el recién llegado profesor tenía, tras su apariencia exquisita, mucho de enigma y misterio. Con cariño le llamábamos sus alumnos “Antoine de la Sorbonne” y tras unas clases que impartió en Estados Unidos, “Anthony of Missouri”. Solo al cabo de los años y posteriores encuentros y colaboraciones pude acercarme a un hombre provisto en el fondo de un alma de niño y una acendrada espiritualidad, que unía, como quería Ignacio de Loyola ese difícil maridaje de “virtud con letras”.
Antonio Blanch había nacido en la Barcelona de principios del siglo XX (1924), cuando sus calles parecían otro Chicago, Primo de Rivera preparaba su golpe de Estado y toda una clase social, la antigua nobleza catalana, se encaminaba, sin saberlo, con elegancia, hacia su extinción. Crecido en una católica familia burguesa, ingresó en la Compañía de Jesús en 1943, cuando tenía diecinueve años. Sus superiores debieron advertir en él cualidades excepcionales para los estudios pues se esmeraron en darle una formación privilegiada. Obtuvo la licenciatura en Filosofía, en el Heythrop College de Londres, y luego en Teología, en Lovaina, para doctorarse en París con una tesis que acabó convirtiéndose en libro: La poesía pura española: conexiones con la cultura francesa, publicada en 1976 por la prestigiosa editorial Gredos. Obtuvo además el doctorado en Filosofía por la Universidad de Barcelona. Profesor de la UNED e invitado en varias universidades americanas, pero sobre todo de Literatura Comparada en la Universidad Pontificia de Comillas de Madrid, luego decano entre 1982 y 1985 y, hasta 2001 director del Instituto Fe y Secularidad, sucediendo en el cargo a los eminentes Alfonso Álvarez Bolado y José Gómez Caffarena. Durante todos esos años vivió en Madrid, donde tuve la suerte de compartir con él vivienda e inquietudes en la casa de escritores de la calle Pablo Aranda, de la que fue además durante seis años superior religioso. Al regresar a Barcelona, entre 2007 y 2010, fue responsable del Centro Borja de Sant Cugat del Vallès (Barcelona) y superior de la comunidad.
Dirigió la revista cultural Reseña que fundó en 1964, y era responsable, desde 1967, de la sección de crítica literaria de Razón y Fe. Además, colaboró en publicaciones como la Revista Latinoamericana de Cultura, en Cuadernos de Cristianismo y Justicia, de cuyo centro de estudios, promovido por la Compañía de Jesús en Cataluña, formaba parte, y donde en marzo de 2013 apareció su trabajo: León Tolstói, un profeta político y evangélico. Destacan además los libros La trascendencia lírica (1981), El hombre imaginario. Una antropología literaria (1995) y El espíritu de la letra. Acercamiento creyente a la literatura (2002). Entre 1987 y 1991 fue presidente de la Asociación Española de Críticos Literarios que presidió de 1987 a 1991, formando parte del jurado que concede el Premio de la Crítica en repetidas ocasiones. Era además miembro del Pen Club español. Recientemente, coordinó el ciclo «Libros que marcan época», organizado conjuntamente por la Fundación Joan Maragall y el Centro de Estudios Cristianismo y Justicia.
La búsqueda de la poesía pura.
Pero estos son solo los datos fríos de un currículo que no puede sino apuntar los hitos de su trayectoria vital y profesional comprometida con el hombre y con Dios. Esta arranca de su estancia en París, en donde, disfrutando de una beca March se adentra en la poesía pura, buceando en los creadores franceses y su conexión con el espléndido florecer de la poesía que desde Juan Ramón y Machado desemboca en la brillante generación del 27.
Su tesis doctoral en la Sorbona no es un mero ejercicio de investigación en obras, archivos, revistas dispersas y un análisis detallado de las concomitancias entre ambas poesías española y francesa, sino el encuentro de un alma exquisita con una obra exquisita. De la evolución de la poesía pura española, su conexión con Unamuno y Juan Ramón, su método y tendencias entra Blanch a analizar la presencia de las letras francesas en la vida literaria de la España de los años veinte para estudiar después la aportación de las letras francesas en la poesía pura española y particularmente en una fecunda comparación entre Jorge Guillén y Paul Valery.
Ambos poetas coinciden, según él, en el uso de términos abstractos y temas dominantes, como la luz, el aire, el horizonte, el mar, la playa, el cuerpo humano, el desnudo, la noche, el despertar. Pero también encuentra entre ellos divergencias. “Valery al despertar está receloso del mundo que irrumpe en su conciencia; Guillén, en cambio, está feliz por volver a recuperar el mundo. Valery quiere recobrar la claridad interior a partir de sí mismo; Guillén está contento porque su interior se ilumina con la claridad de las cosas…”[2] Aunque los dos poetas vuelven a coincidir en su volar desde la naturaleza concreta a la abstracción, mientras Valery se interroga y duda, Guillén admira la existencia y la perfección de las cosas más simples. De forma que Blanch concluye que “a pesar de los parecidos formales bastante chocantes a veces entre la poesía española y la de Pual Valery, en el fondo hay entre ellos una diferencia esencial, la que media entre la fe y el escepticismo frente a la vida”.[3] “Rien est plus beaux que ce que n’existe pas”[4], afirma Valery, mientras Guillén elegirá para su poemario el título de Cántico: fe de vida.
De tal manera que Blanch se pregunta al fin du su libro: “La poesía pura se orienta hacia un lenguaje absoluto e imposible, ¿cuál es la razón de este mito de pureza total en la expresión de sí mismo que atrae irresistiblemente al hombre?, ¿qué filosofía, qué moral y qué estética están implícitas en esta actitud?”[5].
Entonces un pudor académico le impedía responder a estas preguntas abiertamente. Pero él llevaba la respuesta dentro, en su personal actitud ante la vida: encontrar el sabor trascendente de la realidad que se pone sobre todo de manifiesto en el arte y de forma excepcional en la poesía pura.
Reseña: una aventura crítica en libertad y diálogo
Ya en Aranjuez, donde aterriza junto a un grupo de estudiantes jesuitas catalanes que hicieron una experiencia de convivencia con compañeros castellanos, y en Madrid, donde pasa a formar parte de la redacción de Razón y fe funda la revista Reseña de literatura, arte y espectáculos en 1964, junto a otros profesores de Humanidades que, a imitación de Letture la revista de los jesuitas italianos del Centro San Fedele de Milán, pretendían habilitar un espacio de comentario y crítica sobre la realidad cultural del momento. Las circunstancias coyunturales de la dictadura franquista y la censura, así como la escasez de medios de crítica cultural, justificaban la aparición de un órgano de reflexión cultural que no dependiera del régimen ni económica ni ideológicamente, a la vez que pretendía llenar un hueco demasiado grande. Su andadura y la rigurosidad de su trabajo la situaron muy pronto como destacada referencia dentro del mundo de la literatura, el cine, el teatro, la música y las artes plásticas. Sus fundadores, por encima de su pertenencia a una orden religiosa, abordaban los análisis desde un punto de vista ético-estético, atendiendo a la necesidad de explicitar los valores universales que nos ofrecen las grandes obras de todos los tiempos, a partir de un análisis serio y si se quiere pedagógico de lectura de las mismas. Así, pronto entendieron la conveniencia de convocar en sus páginas a críticos, que no perteneciendo a la Compañía o no confesando una religiosidad militante, elevarían la calidad y pluralidad de las opiniones, finalidad última de Reseña.
Me cabe el privilegio de haber sido secretario de redacción de la revista que dirigía Antonio en aquel periodo fundacional y comprobar cómo el espectro de críticos, obras y temas se iba abriendo paulatinamente en la medida que el país iba evolucionando en sus libertades. Recuerdo a Blanch como un detallista director, pendiente del último punto y coma y sobre todo de la calidad de los escritos que se publicaban. Una anécdota sobre las dificultades de aquellos tiempos me viene a la memoria: En una ocasión del director general de Cultura del ministerio de Información y Turismo, Carlos Robles Piquer, cuñado del entonces poderoso ministro Manuel Fraga Iribarren, nos invitó al director de Reseña y su consejo de redacción a una comida en el Club Internacional de Prensa. Solo mediado el almuerzo, descubrió Robles sus cartas: Nos ofrecía descaradamente adquirir un buen número de suscripciones para Iberoamérica, si nos comprometíamos por nuestra parte a no publicar comentarios a la obra de Alberti, Neruda, Buñuel y otros autores críticos o disidentes. Naturalmente Blanch y todo su equipo optamos por la libertad de expresión y opinión ante aquel impresentable chantaje, permaneciendo pobres y minoritarios, pero libres.
La revista Reseña realizó sin tapujos ni medias palabras su andadura crítica, no sólo desde sus páginas sino también desde los libros que se publicaron, La cultura española durante el franquismo (1939-1976) o Doce años de cultura española (1976-1987), ofreciendo un balance claro y razonado de periodos muy difíciles para la creación en nuestro país. Vestigio y permanencia de esa labor editorial son la colección de libros Cine para leer, y su correspondiente página web, donde el equipo de críticos de cine, lógicamente ampliado, ha continuado hasta hoy esta labor. Por eso, el lector de Reseña, independientemente del acierto o desacierto de cada opinión crítica concreta, valoraba el esfuerzo honesto y libre, y el crítico agradecía, rara avis, el poder disponer de un espacio en el que le era posible expresar lo que realmente pensaba.
Durante sus cuarenta años de existencia, Reseña, dirigida después por los jesuitas Norberto Alcover, Cristóbal Sarrias, Ángel Pérez Gómez y Luis Úrbez, fue fiel pues a sus principios fundacionales, adaptándose a los tiempos y a la evolución política y social, lo que le permitió llegar a un público exigente que no se regía por la comercialidad o los índices de recepción masivos; un público que, como el de la mejor cultura, es obligadamente minoritario. Pérez Gómez recordará siempre “su caballerosidad y gentileza en el trato personal, su capacidad intelectual y, sobre todo, que introdujera a tanta gente joven en la revista. Yo mismo me considero uno de los agraciados por esa gran generosidad suya. Memoria perpetua para quien ha ayudado a tantos”[6].
Sólo con la lamentable devaluación de la creación literaria y artística en aras de la cultura de masas y su subordinación a la dictadura del mercado, tuvo que desaparecer Reseña, como tantas otras revistas culturales, incluso sostenidas en sus deudas obvias por instituciones estatales como La Estafeta Literaria, Poesía Española, Cuadernos Hispanoamericanos, y un largo etcétera. Hoy asistimos, con escasas excepciones, a una banalización de la obra, convertida en objeto mercantil y de consumo, más que valor en sí mismo.
Soy testigo de cómo en aquel periodo y en toda la trayectoria de la revista, lejos de pretender juzgar la obra desde una perspectiva confesional, apologética o moralizante, los críticos de Reseña, bajo la inspiración de Blanch y sus sucesores, analizábamos la creación en sí misma, convencidos de que toda obra de arte que merezca tal nombre, como decía Eugenio D’Ors “o es un dios o un cachivache” sin que se necesite, desde una estética coherente, pretender bautizar nada.
También pude comprobar personalmente la labor de Antonio Blanch en la revista Razón y fe, pues fui así mismo su secretario de redacción en los tiempos en que la dirigió Tomás Zamarriego. Esta revista, considerada una especie de órgano oficioso de la Compañía de Jesús, abordaba, como sigue haciendo ahora, temas más amplios, que abarcan desde la educación a la política, la filosofía a la teología y múltiples cuestiones relacionadas con la actualidad permanente. El criterio de Blanch, como en general el de los redactores jesuitas de aquella época, fue un acicate en el desarrollo de las libertades y el diálogo que desembocaron en la transición española. Antonio se distinguía por su espíritu abierto y equilibrado al mismo tiempo, que se ponía de manifiesto en múltiples artículos y editoriales.
Hacia una antropología literaria.
Pero su actividad más destacada la desarrolló Antonio Blanch como profesor universitario. Mucha de esta constante labor profesoral aparece luego en sus libros. El primero es El hombre imaginario (1995)[7], que dedica a su hermano cuatro años menor, Carlos Blanch Xiró, jesuita como él, que falleció prematuramente a los cuarenta y cinco, víctima del cáncer, siendo apreciado rector del colegio de Sarriá y a quien quería entrañablemente. Un hecho que marca su vida. Traza el libro la imagen del hombre que arroja la literatura occidental. Como decía Ernest Cassirier, contraponiéndola a las ciencias naturales, “la literatura es la mejor revelación de la vida interior de la humanidad”. Y lo hace desde un enfoque antropológico centrado en lo imaginario, como conocimiento simbólico y su peculiar lenguaje, que se adentra en el deseo y los sentimientos, como raíz de todo arte, donde el ser humano “se experimenta como un ser inacabado”. Desde esta perspectiva traza una antropología literaria del individuo en busca de sí mismo a partir de las imágenes del deseo y el discurso amoroso; de su cara sombría a través del miedo, la abyección y la muerte, para entrar finalmente en “el hombre desbordado y desbordante”, el de la fantasía, la utopía, el mito, el paraíso y la trascendencia religiosa.
Valgan algunas muestras de su interpretación del absoluto. Por ejemplo, en la Oda a una urna griega de Keats no solo advierte la armonía clásica sino el salto de lo finito a lo infinito hasta alcanzar la contemplación de lo absolutamente bello. De ahí que concluya su poema con aquel famoso epigrama: Beauty is truth, truth is beauty / that is all you knew on earth and all you knew to know[8]. A Juan Ramón Jiménez lo ve situado entre dos polos, a veces contrapuestos y otras veces en perfecta armonía: por un lado, el Yo (y la Obra) y, por otro la Naturaleza, contemplada como plenitud de belleza, que experimenta sobre todo ante el mar donde se unifican tres significaciones absolutas, el universo, el yo y dios. Los que en Rilke será “espacio interior” al que se accede desde la esencial apertura a todo lo creado; y en T. S. Eliot parte del vacío existencial hacia la máxima armonía. Bucea en el Canto Cósmico de Ernesto Cardenal, donde “toda la materia es vista, aun en su realidad subatómica, como un formidable sistema dinámico en expansión, que canta y danza desde su origen sagrado, y va conformándose en infinidad de seres, cada uno de lo maravilloso en sí mismo, como cada hombre y cada mujer. Y es que aunque somos “polvo de estrellas”, somos también santos por “la santidad de la misma materia”. La creación se convierte así a su vez en monumental poema; puesto que, antes del big-bang energético, antes de todas las cosmogonías míticas, existía la Palabra, es decir, comunicación, amor: Somos palabra en un mundo nacido de palabras […] Te repito mi amor, Yo soy tú y tú eres yo”.
Pero la cumbre es para Antonio Blanch, como para tantos, el Cántico espiritual de San Juan de la Cruz, que parte del deseo, un deseo que para nuestro autor es clave de su tarea de humanista: ”el vehemente deseo de ver y de conocer”.
Y veánte mis ojos
Pues eres lumbre dellos
Y solo para ti quiero tenellos.
Blanch considera que estamos tocando techo en el rastreo de las posibilidades humanas, concluyendo que el último esclarecimiento de la la identidad humana nos lo ofrecerían los autor místicos de todos los tiempos y culturas, desde los Upanishishads, el Zazen y los presocráticos, a Jesús de Nazaret y tantos místicos cristianos subsiguientes de la talla de los últimos poetas aquí comentados”[9]. La conclusión del libro de Blanch es que la literatura del hombre agranda considerablemente la visión de lo humano.
“Buscando a Dios entre la niebla”
En esta dimensión trascendente profundizará más Antonio Blanch en el tercero de su grandes libros, El espíritu de la letra: acercamiento creyente a la literatura, publicado en el 2002[10], que recoge orgánicamente conferencias, lecciones y artículos impartidos entre los años 80 y el 2000 y que divide en dos partes: Claves para la lectura de algunos autores, desde Goethe, Shakespeare y Calderón, hasta Kafka, Péguy, Miguel Hernández, Gracia Lorca o Antonio Machado y Saramago, pasando por Kantzankis, Baudelaire y siempre Juan Ramón o los autores del 98 y el 27. En la segunda analiza la fe y la increencia en la literatura moderna siempre sin intenciones apologéticas, respetando el proceso y la autonomía interior de los autores, como las dramáticas contradicciones de un Baudelaire sufriente: “Mis humillaciones han sido gracias a Dios”[11]; un dolor que es sacramento en Dostoievski: “El infierno es el dolor de no ser capaz de amar”[12]; las preguntas sobre el Dios de Kafka, el laberinto espiritual de Antonio Machado, “siempre buscando a Dios entre la niebla”[13], o la secreta esperanza que subyace en los poemas de García Lorca, cuando pasa una temporada en el infierno, el Nueva York de los negros, los pobres, los excluidos[14]; y desde luego la fe en el hombre del que hasta la guerra había sido un católico convencional: Miguel Hernández:
Florecerán los besos
sobre las almohadas (…)
El odio se amortigua
detrás de la Ventana.
Será guerra suave.
Dejadme la esperanza.
Lector impenitente sobre todo de la novelística europea y de cuanto de relevante se publicó en su época, son de particular interés sus estudios sobre la “Inversión de valores en la literatura moderna”, “Mito y religión en la literatura europea del siglo XX”[15] o su reflexión “De cómo los relatos del increencia desplazaron a la novela católica en España (1945-1985)”. Este fenómeno de la pérdida de fe de muchos de nuestros autores en las últimas décadas tiene para él una respuesta: Por una parte reconoce los defectos del catolicismo español, “por lo que convierten sus escritos en fáciles alegatos exculpatorios de sí mismos, más que expresiones de una sentida y lúcida confesión”. Por otro y yendo a la raíces, “si para creer, hay que estar dispuesto a entregarse libre y amorosamente a un Absoluto experimentado como real, como benevolente y como liberador de nuestros males más profundos, es lógico que quienes conciben la vida como una apropiación, más que como una entrega, o quienes adoptan una actitud de permanente sospecha racional y pragmática, vayan progresivamente excluyendo de su horizonte vital todo el mundo de lo sagrado y de lo espiritual, reduciendo así la vida a lo material y sensiblemente tangible”[16].
Pero creo que el trabajo que, en la línea de un Charles Moeller, sintetiza mejor la tarea de Antonio Blanch es el titulado “Para una interpretación de la literatura secular desde la fe cristiana”, donde supera los parámetros de la cultural confesional, traza un método teológico-antropológico y lo aplica al caso concreto de La peste de Camus, para concluir que “para quien sabe leerlas en profundidad puede descubrirse la presencia de un alma, viva y dinámica, en la entraña de las muy brillantes y a veces patéticas figuraciones y argumentos”[17]. Viene en resumen a decir nuestro autor lo que Antonio Machado: “El alma del poeta se orienta hacia el misterio” o a expresar la radical inquietud de todo ser humano en palabras de Octavio Paz: “La voz del deseo es la voz misma del ser, ya que el ser no es sino el deseo de ser”.
Tólstoi y Chesterton, dos escritores conversos
Los años fueron llenando de nuevas experiencias y contactos la vida del profesor y el jesuita Antonio Blanch, particularmente en su periodo de responsable del instituto Fe y secularidad, donde se sentaban a dialogar reconocidos intelectuales y creadores en uno de los foros más abiertos y comprometidos de la España de la transición. Las cabezas mejor pensantes de este país, desde Aranguren a Laín, de Sábada a Savater encontraron en él, más allá de sus creencias, un interlocutor abierto y profundo, que purificaba de gangas el concepto de Dios.
En sus últimos años ya en Barcelona, aparte de su fecunda colaboración con la fundación Joan Maragall[18], dedicó particular interés a dos grandes conversos de la Literatura: Leon Tolstoi y G. K. Chesterton. Del primero publicó un cuaderno titulado León Tolstoi, un profeta político y evangélico[19], donde analiza el gran cambio experimentado por el novelista ruso, después de una gran crisis personal, hasta convertirse en “un hombre nuevo”, “un espíritu apasionado por mejorar la situación injusta de los trabajadores y campesinos rusos, rebelándose contra los poderes reales que la causaban, mientras se sentía por primavera vez especialmente inspirado por la súbita aparición en su conciencia de Jesús y de las revolucionarias sentencias del Evangelio”[20].
Con cincuenta años y a punto de ahorcarse por el sinsentido de la vida, descubre que la fe del pueblo es un modo de conocimiento que le permite vivir en paz. Su conversión es crítica con la forma de vivir la fe de la Iglesia ortodoxa, que llega a excomulgarle. Pero que dará el fruto de su gran novela Resurrección (1899), que es también una resurrección política contra la corrupción y la injusticia social, pero sin violencia y a través del perdón y la misericordia. Así a pesar de haber sido un oficial del Zar, repudiará la guerra y defenderá un socialismo utópico no basado en el odio sino en el amor, incluso en la mística y el populismo. Todo ello hace afirmar a Blanch que el conde León Tolstoi fue “un gran profeta evangélico, además de moral y político”[21]. Sin ansias de poder, movido por una fuerza superior, sintiéndose enviado de Dios para una gran revolución: “Nos hallamos en el umbral de una vida nueva […] Para alcanzarla solo hay que liberarse de la superstición de que es necesaria la violencia, y aceptar en cambio el eterno principio del amor”[22].
No deja de ser curioso que el artículo póstumo de Atonio Blanch, publicado en la revista El Ciervo, verse sobre otro converso: Por qué Chesterton se hizo católico[23]. Su inquietud religiosa y la experiencia en Italia ante la imagen de una Madonna, junto a los buenos oficios del padre O’Connor acabaron pro determinar la entrada de los esposos Chesterton en la Iglesia católica, con la consiguiente incomprensión y el rechazo de sus amigos, lo que le mueve a escribir los textos que componen la obra ¿Por qué soy católico? La angustia provocada por el puritanismo, su inclinación a gozar de la belleza del mundo, los acontecimientos políticos en el Reino Unido, los plutócratas, la aparición de la Rerum Novarum de León XIII, la universalidad del catolicismo, lo que el denomina el “divino materialismo” de los sacramentos y la corporeidad de la liturgia, el culto a los santos y la religiosidad popular acabaron por convencerle. Blanch ve en esta conversión cierta ingenuidad, pero alaba su sólido optimismo de converso y añade: “Después de tantas ansias y dificultades, sus ojos volvieron a ser los de un niño. Milagro que tal vez necesitamos hoy muchos cristianos viejos, con la vista muy cansada”. Palabras significativas que quizás el profesor jesuita puede aplicar a sí mismo en ese momento final de su vida y refleja en este artículo póstumo, que aparece un mes después de su fallecimiento.
La Belleza salvará al mundo
Comparando al joven Blanch que traté en los albores de Reseña y el último Antonio con quien conviví antes de que regresara a su Barcelona natal, he de reconocer que se produjo un cambio evolutivo. Nunca perdió su exquisitez, su sonrisa y sus relaciones entrañables con amigos y colaboradores, pero de aquel recién doctorado en la Sorbona, que yo sentía un tanto lejano y enigmático por su nivel intelectual y su elegancia algo distante, al amigo de los últimos años medió un abismo, el que hay entre el profesor y el hermano, entre la superioridad del maestro y la cercanía de un padre. Esto me lo demostró, como supongo que lo haría con otras muchas personas, con la atención prestada a todos mis libros, su orientación exquisita ante mis dudas e incluso al aceptar prologar mi obra poética recogida en la antología El mar de dentro. En ese prólogo titulado “Sobre el infinito indecible”, decía entre otras cosas: “El deseo de lo puro absoluto, entendido como lo claro y lo nítido, lo incontaminado y lo incorruptible, es una aspiración que se halla no solo en las grandes religiones dl mundo, sino en casi todas las culturas, según opinan hoy los mejores antropólogos. Es, pues, una apetencia universal, que por desgracia muy pronto se desvanece al contacto con las más tristes impurezas de la vida mundana. Pero mientras muchas gentes parecen haber pactado —por los menos en Occidente— con esa contaminación ambiental, sólo algunas personas santas y algunos pocos poetas parecen querer mantener este anhelo siempre encendido en su vida y en su obra”[24]. Se refería en ese prólogo al doble salto metafísico que el poeta puede llegar a realizar, desde la muy fuerte actitud admirativa de la belleza de los seres reales, hasta lograr intuir la presencia de un Ser supremo, Dios creador volcado sobre sus criaturas”[25]. Una primera fase de transparencia de las cosas contempladas para el segundo gran salto, el de la transcendencia.
Pues bien, poco antes de morir, en uno de sus últimos viajes a Madrid, ciudad con la que seguía manteniendo contactos esporádicos con vínculos creados durante sus muchos años de permanencia en la misma y los numerosos círculos de amigos con los que seguía reuniéndose periódicamente, me entregó un regalo, que considero una especie de testamento: un texto inédito titulado Breve iniciación al misterio de la belleza. Fruto de una serie de conferencias[26] retocadas y completadas, su trabajo arranca con la frase proferida por aquel personaje neurótico de El idiota de Dostoiewski: “La Belleza salvará al mundo”, escrita así con mayúsculas. Se pregunta el profesor Blanch qué sentirían los primeros seres humanos ante su primera visión de la cúpula estrellada, el sol que moría y volvía a nacer, la melodía de un pájaro, los vivos colores de su plumaje o la gracia de una muchacha cimbreándose. Así nació el artista como “salvador” en sus primeras manifestaciones, objetos no pragmáticos que contenían verdad y bondad. Ante el actual panorama pedestre, Blanch anima a humanistas y educadores a “recuperar la verdad ética y estética de la Belleza, que pueda rearmar nuestro espíritu y “salvar” de alguna manera nuestro mundo.
Con este fin recupera el autor el patrimonio estético universal en Oriente y Occidente hasta la edad moderna y su conciencia egocéntrica en Hegel, Heidegger, Hölderin y Rilke, hasta definir al poeta como “el que acierta a decir el Ser-en-sí”. Y sobre todo a partir de la contemplación en gratuidad de la Naturaleza, que ilustra Blanch con los versos de Silesius:
La rosa es sin porqué,
Florece porque florece.
No se cuida de sí misma
Ni le importa si la ven.
O la belleza armónica del cuerpo humano en su interacción con el resto de la naturaleza, el paisaje, la música de los astros, o el equilibrio entre las energías apolíneas y dionisiacas. Cree Blanch que la Belleza humaniza y favorece la vida, porque une en el sentir griego con la bondad (kalós k’agathos), un binomio en detrimento hoy por “la deshumanización de la vida en sociedades materialmente más desarrolladas”, obsesionadas con el beneficio económico, lo que nos impide disfrutar a fondo de la hermosura. Por eso Antonio nos exhorta a recuperar la vida estética en nuestro mundo. Como lo hicieron Schiller tras el deterioro de la revolución francesa o Marcuse, después de la Segunda Guerra Mundial, frente al pensamiento instrumental: Los políticos deberían pasar por la estética, pues aquello que conduce a la libertad es la Belleza”[27]. Añade en fin su aspecto lúdico y humorista, por ejemplo, de un Charles Chaplin en El dictador y Tiempos modernos o la aportación de la escuela filosófica del vitalismo, representada sobre todo por Dilthay junto a la razón vital de Ortega y Gasset. Una Belleza que acentúa también nuestras sensaciones de carencias, en palabras del Theodor Adorno: la música nos hace llorar porque nos hace sentir una armonía y una unidad que nosotros todavía no tenemos. “Esta carencia nos conduce a sabernos débiles y pobres; y por eso lloramos”. “Belleza y bondad –concluye Blanch-; belleza que inspira libertad y vivifica; belleza muy lejana y casi imposible; belleza que nos hiere y entristece; belleza que es consuelo como promesa luminosa que es, y suscita una gran esperanza. Todas esas caras y algunas más ofrece el muy rico misterio de la Belleza”.
No voy a desarrollar las aportaciones que recomienda en este ensayo para mejorar nuestra experiencia de lo bello desde las cosas más humildes y cotidianas del desarrollo de la imaginación y la intuición estética junto a la importancia del símbolo, devaluado por los posmodernos, que lleva a la experiencia religiosa propiamente dicha y culmina en la frase de San Agustín: “Gracia a tu luz, Señor, he podido ver mejor la luz de las cosas creadas,” o la contemplación para alcanzar amor de San Ignacio y el “Descubre tu presencia / y máteme tu vista y hermosura” de Juan de Yepes.
E insisto en que este texto es una especie de testamento, porque concluye con un epílogo-relato titulado “El peregrino y la Belleza”, un viaje en tres fases, la Bondad, la Verdad, y la Belleza, que viene a ser como un trasunto de la propia vida:
“Y acaeció que, al ir superando nuevas cotas en esa ascensión hacia la cumbre, el peregrino, cargado en años y ligero de equipaje, al retirarse una noche a descansar el borde del camino, se sume en un profundo sueño. Se siente llevado a un espacio de luz misteriosa, donde estas tres damas, insignes compañeras de viaje, cubiertas ahora de hermosas túnicas, iguales aunque de distinto color, y unidas en un delicado abrazo, armónico y traslúcido, son transfiguradas por un potente foco de luz blanca, en una única y suprema Presencia de una asombrosa Majestad. El peregrino, sorprendido en la noche y extasiado ante tanta Verdad, Bondad y Belleza, espera, aunque indigno, ser acogido en lo más alto; mientras se le aparece la figura humano-divina de Cristo crucificado, que le descubre, bondadoso, toda la verdad de su hermosura”.
Con este testamento inédito y fundiéndose en esa transcendental luz trina y una, nos dejó el peregrino Antonio Blanch, haciendo síntesis mística de lo que había sido su vida en su doble dimensión de humanista y sacerdote. Vivió su enfermedad con la misma elegancia que había derrochado desde muy joven, sin molestar, sin dejar nunca de ser joven, pese a contar ya con ochenta y nueve años. Todos sus compañeros coinciden en elogiar la trayectoria que aquí hemos analizado. El superior de los jesuitas en Sant Cugat, Francisco Xicoy, SJ, destacó su amabilidad y bondad, así como su capacidad de entablar relación con las personas. En idéntica línea, Pedro Borrás, SJ, superior de los jesuitas en Barcelona, lo define como «hombre de cultura y de espíritu muy abierto». Mientras Llorenç Puig, SJ, director del Centro de Estudios Cristianisme i Justicia, del que formaba también parte Blanch, destacaba una vez más su papel en ese difícil diálogo entre fe y cultura.
“Cargado de años y ligero de equipaje”, buscador y pedagogo hacia el misterio de la Belleza, de la que este mundo es camino y reflejo, Antoni Blanch fue un mediador hacia ella y un excelente compañero, que supo barruntar las huellas de Dios en el sacramento misterioso de todas las cosas, como expresaba bellamente nuestro común amigo, el también jesuita y poeta catalán, Juan Bautista Bertrán: “A veces por las venas de las cosas sube una luz azul, cual de presencia”. Una Belleza que esperamos disfrute ya en plenitud, sin velos de ocultación y cara a cara[28].
Pedro Miguel Lamet
[1] “Amanece, amanezco”, en Cántico, (1950), p. 262.
[2] A. Blanch, La poesía pura española, Madrid, 1976, p. 297 ss.
[3] Ob. cit. p. 302.
[4] Variété, V, (1945), p. 113.
[5] La poesía pura española, p. 307.
[6] Carta al autor de este artículo (27-V-2014).
[7] A. Blanch, El hombre imaginario: Una antropología literaria, PPC-Universidad Comillas, Madrid, 1995.
[8] “Belleza es verdad, verdad es belleza / eso es todo lo que conoces sobre la tierra y tú necesitas conocer”. Ibídem., p. 418.
[9] Ibídem., p. 433.
[10] A. Blanch, El espíritu de la letra: acercamiento creyente a la literatura, PPC, Madrid, 2002
[11] Ibídem., p. 113
[12] Ibídem., p. 123.
[13] Cfr. “Antonio Machado en su laberinto”, Razón y fe, n.1093, 1989, pp. 387-402.
[14] “Federico García Lorca: una temporada en el infierno”, intervención en el Coloquio Internacional de Críticos Literarios (AICL), celebrado en Lisboa en 1995 y publicado en La Litterature et la Ville, Lisboa, 1996, pp- 37-43. Totalmente remodelado en El espíritu de la obra, cap. 15, pp. 242-253.
[15] “Mito y religión en la literatura europea del siglo XX”, ponencia en las Jornadas Interdisciplinares de ASINJA, Málaga, septiembre 1993 y publicado en Europa, raíces y horizontes. Universidad Pontifica Comillas, Madrid, 1994, pp- 149-178. El espíritu de la obra, cap. 21, pp. 345-371.
[16] Ibídem., p. 390.
[17] Ibídem., p. 424.
[18] En Quderns de la Fundació Joan Maragall publica también el opúsculo Poesia i trascendencia, lectura de “Les elegies de Bierville” de Carles Riba, Fund. Joan Maragall, edit. Claret, n. 69, Barcelona, 2004. Y coordina el libro De Ramon Llull a T, S. Elliot, Grans obres literàries del cristianisme, Proa, Barcelona, 2006. Incluye dos estudios de Blanch sobre La Divina Comedia y Los hermanos Karamazov.
[19] Cuadernos de Cristianisme i Justicia, n.183. Barcelona, marzo, 2013.
[20] Ibidem, p.3
[21] Ibidem, p.23
[22] El fin de siglo, 1950. (Ibidem, p. 26)
[23] El Ciervo, Revista mensual de pensamiento y cultura, Año LXII, enero-febrero, Barcelona, 2014, pp. 36-37.
[24] P.M. Lamet, El mar de dentro. Antología poética (1962-2006), ed. Sal Terrae, Santander, 2006, p. 16.
[25] Ibídem., p. 19.
[26] Texto corregido y ampliado de tres lecciones pronunciadas en Centro Pignatelli de Zaragoza (21, 22 y 23 de mayo de 2012).
[27] Cfr. H. Marcuse, Eros y civilización (1953), Seix Barral, 1960.
[28] Fragmentos de este artículo fueron pronunciados por el autor del mismo durante el homenaje a Antonio Blanch, celebrado en el salón de actos de la Fundación Joan Maragall de Barcelona el 2 de junio de 2014. Publicado en la revista Razón y fe, t .270, nº 1394, pp. 583-597, Madrid, 2014.