La bruma es azulada, del color de diciembre, como andar por la vida donde tienen los hombres apariencia de sombras sin saber dónde van entre los árboles. Quizás también un punto a veces encendido, como un fuego lejano casi siempre apagado.
En la bruma los besos sabor tienen a brea a helada soledad y también las palabras que dicen su querencia cuando rozan lo eterno a estopa saben, a cosa pasajera.
Todo palpita con un deje aterido a incierta presentida muerte, frágil vuelo de hoja que sabes va a caer llevada por el viento.
Porque azul es la bruma, por eso transparente, con la pura inocencia de un niño tembloroso que va buscando abrazos y se bebe la vida en un vaso de niebla.
De esa bruma estoy hecho, de nubes de silencio, un borbotón de nada que anhela ser del todo, una ceguera lúcida que no ve lo que siente.
Cuando en la noche viene el pensamiento a robarte la paz desde la loca mente, o, sin saberlo, atruena al subconsciente de voces con el ímpetu del viento,
y ese miedo a la vida que fomento entre sombras, se hace tan presente que no eres tú, sino el latir caliente de ese otro yo que invade el sentimiento,
recuerda que naciste de un misterio, desnudo como flor de la mañana para alegrar la vida de este espejo,
y que solo soltando el cautiverio del poseer, abrimos la ventana a la luz de ser Uno en tu reflejo.
Después de leer un periódico o ver un telediario no puedes evitar sentir una sensación de angustia
No dar protagonismo a esa voz permanente que nos hace daño
Conectar con el yo profundo, la zona interior en silencio
Hemos de fluir conscientes de que hay algo permanente y feliz detrás de todo y no después, en la otra vida, sino ya en esta, si cerramos los ojos y eres lo que eres
No darle cabezazos a la vida
Comprometernos en la medida de nuestras posibilidades
“Nunca quizás estuvimos tan cerca de Dios, porque nunca estuvimos tan inseguros”
En estos días las noticias trágicas, duras, incomprensibles y sorprendentes llenan los informativos y nos trabajan el subconsciente con su negatividad. Las guerras se multiplican y son cada vez más amenazantes para comprometer el futuro de la paz mundial. Las tragedias ecológicas, consecuencias del cambio climático, devastan el planeta, como la Dana que nos ha asolado recientemente en nuestro país. Las migraciones, el hambre, los campos de refugiados y las enfermedades, la droga, se cobran nuevas víctimas. La política mundial se decanta en los últimos tiempos a sustituir la democracia por posturas dictatoriales y el populismo, como la incertidumbre que presenta para el mundo la reciente reelección de Trump. Las mentiras de las fake news se imponen sobre todo entre los jóvenes. En fin, no hay que enumerar muchas más para que después de leer un periódico o ver un telediario no puedas evitar sentir una sensación de angustia.
¿Qué hacer para, por una parte, no desentendernos del necesario compromiso, y por otra no sucumbir psicológicamente ante esos impactos?
Vivimos un siglo de aglomeraciones y ruido. Nunca como ahora las gentes huyen de los pueblos, vacían las aldeas, se concentran en grandes ciudades, atiborran los supermercados, invaden las playas, las carreteras, las terrazas, los restaurantes. Se diría que los individuos de hoy aborrecen la soledad.
Tal fenómeno responde a una necesidad, que se agravó por el síndrome de la postpandemia: evitar como sea el encierro y el silencio. A ello contribuye una sociedad meteórica, que invita a seguir corriendo, no detenerse, quizás para evitar encontrarnos con nosotros mismos, el runruneo de nuestros propios pensamientos, y para drogarnos con nuevos tragos de ruido y multitud.
“El hombre se adentra en la multitud por ahogar el clamor de su propio silencio”, decía Tagore. Y es cierto, si no hay vida interior, el silencio atrona.
La naturaleza, como esta foto, no enseña siempre más que mil palabras. Las aves aunque lo hagan con otras vuelan solas, y cuando reposan, miran al mundo como estas cigüeñas, desde el retiro de sus quietas alturas. De forma consciente o inconsciente todos necesitamos lo mismo. Quizás por ello se han puesto de moda las mascotas, porque acompañan sin hablar.
Cierto aislamiento es imprescindible para despertar y volver, desde el yo interior, a comulgar con el Todo. Más que nunca orar es callar en conexión silenciosa con nuestro cielo interior. “Pero tú, cuando ores, entra en tu aposento, y cuando hayas cerrado la puerta, ora a tu Padre que está en secreto, y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará” (Mt.6,6).
TENGO UN VELERO “El reino de los cielos dentro de vosotros está” (Lucas 17, 20-25) Tengo un bonito velero embarrancado en la arena olvidada de aquel tiempo, en que de niño zarpaba cada tarde desde la triste playa de mis sueños a navegar a solas sin más norte que el ansia de abrazarte en cualquier puerto.
Han pasados los años, las borrascas del dolor, la angustia y hasta el miedo; y tú, Señor, sin más me has enseñado que ningún horizonte estaba lejos, ni bogar a otro mundo me hace falta cuando toda la Mar la llevo dentro.
En los años ochenta, cuando yo dirigía el semanario Vida Nueva, escibí durante mucho tiempo una breve sección que consistía en un comentario semanal a una imágen relacionada con el evangelio de cada domingo, una especie de «fotopalabra», donde intentaba hacer aflorar su secreto mensaje, su evocación, su sabor a más.
Con el tiempo descubrí que aquellas fotos comentadas -la mayoría en blanco y negro- eran como un alto en el camino, un reposo que liberaba a muchos lectores en medio de sus angustias y problemas. Algunos incluso las recortaban y coleccionaban con cariño.
Entre ellos se encontraba Jesús María Quintero Gómez, que comenzó a escanearlas y rescatarlas vía Internet. Pues bien, ahora, con un ímprobo trabajo, las ha alojado en esta web para disfrute de todos nuestros lectores. Jesús María es una persona muy especial. Maestro rural en un pueblo perdido por vocación, artesano del esparto por devoción y solitario al servicio de los demás gracias a su anchurosa fe, es una mezcla de monje laico y creyente libre. Desde aquí le agradezco esa fidelidad a mis queridas y entrañables imágenes, que resucitan gracias a él en esta página.
«¡Qué bien le viene al corazón su primer nido!», dice el poeta, saboreando el recuentro de la casa de la infancia. Los primeros balones, los «hijo mío, no llegues tarde» al salir de paseo, las vueltas del cole con el peso de los libros y las lágrimas del cate, el sabor a hogaza crujiente y a madre y hermanos tras el frío del invierno y los desengaños, las noches de sobremesa y los cuentos del abuelo a la luz de la lumbre.
La casa de la infancia.
¡Qué alegría del regreso desde el lejano país, la mili o el viaje! ¡Y qué tristeza la del adiós!
«De aquella ventana del adiós no te has ido, madre, todavía», canta Bertrán, o Juan Ramón: «Parece que, en un trueque de pasión, el corazón se trae roto el nido, que se queda en el nido, roto el corazón!»
Parece que la cal, el tejadillo, la puerta, la ventana, habitan nuestra alma en vez de habitar nosotros la casa aquella enjalbegada de la infancia…
¿Qué será recuperar el color, el sabor y el calor de la primera de las casas que ya hemos olvidado, la luminosa y feliz casa del Padre? Todos llevamos dentro un primer nido.
De pronto irrumpe en nuestra vida un nuevo año y con él la sensación implacable del paso del tiempo. El autor del Eclesiastés ya meditaba sobre ello:
“Todo tiene su momento oportuno; hay un tiempo para todo lo que se hace bajo el cielo (3:1),
un tiempo para nacer, y un tiempo para morir;
un tiempo para plantar, y un tiempo para cosechar;
un tiempo para matar, y un tiempo para sanar;
un tiempo para destruir, y un tiempo para construir;
un tiempo para llorar, y un tiempo para reír…”
Y el Salmo 39:
“Hazme saber, Señor, el límite de mis días, y el tiempo que me queda por vivir; hazme saber lo efímero que soy. Muy breve es la vida que me has dado; ante ti, mis años no son nada. ¡Un soplo nada más es el mortal!”
El paso del tiempo y la brevedad de la vida suelen provocarnos angustia.
Pero el creyente tiene una ventana abierta a la luz:
Ahora, ya mismo, soy todo, soy eterno.
“Y sabemos que para los que aman a Dios, todas las cosas cooperan para bien, esto es, para los que son llamados conforme a su propósito”. (Rom, 28) “¡Alabado sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo! Por su gran misericordia, nos ha hecho nacer de nuevo mediante la resurrección de Jesucristo, para que tengamos una esperanza viva” (1Pe 1-3).
Cierro los ojos, respiro, me sumerjo en lo profundo de mi ser y nado en la eternidad que ya soy, un ahora infinito con apariencia de tiempo.
Detrás del efímero pasar, caminar, vivir, sufrir y hasta morir, palpita un “estar” sin límites, saboreado aquí y ahora en el fondo del alma.
(Foto: «El Doncel de Sigüenza». Una escultura que solo tiene un poema: Jorge Manrique: «Nuestra vida son los ríos…»)
Contaba una joven monja que muy agobiada fue a consultar a su director espiritual: “Mire, padre, estoy muy preocupada. Es que, cuando estoy mejor en la capilla, es cuando no hago nada, ni pienso en nada; simplemente estoy”. El sacerdote sonrió: “No se preocupe, hermana, acaba de descubrir el silencio”. La religiosa no se fue muy convencida. ¿Cómo podía alcanzar aquella paz interior sin pensar, reflexionar, sin leer algo? Y, sin embargo, estando así simplemente, saboreaba una quietud y una alegría que nunca hasta entonces había disfrutado.
Vivimos más que nunca ensordecidos por el ruido. Hay un ruido exterior que no para: en el bar, en el coche, en casa, en la calle. La radio, la tele, el móvil, mensajes, publicidad nos embotan los sentidos.
Pero hay otro ruido interior más peligroso, el de la mente, que runrunea dentro de nosotros desde un personaje que creemos ser y no somos. Te da la tabarra con la culpabilidad del pasado, que ya no existe, y, por tanto, se convierte en una tortura inútil. O con las preocupaciones de lo que va a venir, un futuro lleno de miedos que nos adelantamos también inútilmente de forma masoquista, porque aún no sabemos realmente cómo será. La mente siempre nos contamina con sus ruidos, alejándonos de lo que es.
Solo el silencio nos libera. Pero le tenemos pavor, porque lo identificamos con soledad y vacío, sin apreciar que es una soledad acompañada del Universo y un vacío lleno. Escribe Benedetti:
Contemplo a la gente en vacaciones y se parece mucho a la estresada de la vida cotidiana. Viven el tiempo como una carrera; en verano, carrera del disfrute, desde el miedo a perder el minuto. Con lo cual este modo de huir nunca es un verdadero descanso, ni para el cuerpo ni para la mente.
Nadie para. Todo el mundo huye de algo, probablemente de sí mismo: de la tortura de un pasado que no se acepta y el miedo a lo que va a pasar en el futuro. El problema parte de una desconexión central. El yo del ser humano es como una cebolla, con capas superficiales que nos subyugan con incentivos múltiples y alimentan el pequeño ego, el del éxito, el apego, la inmediatez.
Hacer turismo, por ejemplo, es disparar fotos como una metralleta: cuanto más vemos, menos miramos, y las imágenes no calan en el interior. Se acumulan en la memoria del smartphone.
Solo se vive plenamente conectando desde la almendra de la vida, el silencio profundo, la capa que se oculta en lo innombrable. En un rincón hondo donde siempre hay Presencia. Desde la Presencia la vida es ahora, toda la Vida. Ese “yo soy” conecta con la libertad, la luz, la hermosura, la verdad. Pero no la puedes calificar. Si le pones un nombre, la estropeas. La parcelas, la conceptualizas. Es, es simplemente.
Morder una fruta, contemplar una flor, hundirte en un crepúsculo, ahondar en una mirada. Todo es gracia, todo es plenitud. Pero para vivirlo hay que dar el salto de la utilidad, la propiedad, el dominio o poder, el miedo a perder o la obsesión del tener.
El “negarse a sí mismo” del Evangelio, es un “no” a ese pequeño ego superficial y agobiado, y un sí genial al “yo” conectado con la Presencia. Aunque sea un instante, rompe con la mente y desde el silencio saborea la Presencia, más allá de tiempo.
“El reino de los cielos dentro de vosotros está” (Lc 17, 20-25)