Un grito le sobresaltó. Desde la puerta del vestíbulo, Rufo, el esclavo, chillaba
desencajado:
—¡ Dominus: Roma está ardiendo!
Era una espléndida y calurosa noche del 18 al 19 de junio. El centurión Marco Julio
Severo había retrasado su horario habitual de acostarse y sentado en la sella curilis levantó
los ojos de la lectura, una tragedia de Sófocles, pues era desde joven muy aficionado a la
literatura griega, por lo que ni siquiera había advertido los resplandores rojizos que
flameaban en el horizonte desde la ventana. Se levantó y corrió a la terraza. No sabría
expresar qué sentimiento le arrebató con más fuerza, si la indignación o la belleza del
espectáculo. Roma crepitaba a lo lejos convertida en una monumental hoguera y las calles
cercanas vomitaban multitudes ululantes, un enorme alud humano desesperado en busca
de salida. El fuego, como lengua de dragón, lamía la ciudad devorando todo a su paso
mientras comenzaba ya a cabalgar enfurecido por el valle entre las colinas Esquilina y
Palatina.
—¡Dicen que empezó hace una hora, en uno de los talleres próximos al Circo
Máximo! –aclaró Rufo.
—Pero ¿cómo ha sido? ¡Lo que no puedo entender es por qué nadie me ha
avisado antes de esta catástrofe! ¡Menos mal que Livia y los niños están en la villa! Espero
que allí no les alcance el fuego.
Julio, que desde hacía un año era el prefecto de Vigiles, responsable de la
seguridad —la policía urbana y los bomberos de Roma—, no se explicaba cómo aún no
había tenido noticia oficial del desencadenamiento de aquella tragedia. A los pocos
minutos se presentó Fabio, su lugarteniente, con un reducido destacamento.
—Pero, ¿cómo has tardado tanto?
—¡Me ha sido imposible llegar antes, centurión! —resopló sudoroso— El pueblo
está enloquecido. Se ha lanzado a la calle en masa, a la desesperada; es un río humano
que obstaculiza el paso. La gente se apelotona, grita; las personas caen unas sobre otras,
pisotean cadáveres para huir del fuego. Hemos visto niños y ancianos machacad os. ¡Algo
terrible! ¿Qué hacemos, centurión?
Aunque ostentaba a la sazón la categoría de tribuno y prefecto, sus subordinados
le seguían llamando centurión por los tiempos en que se hizo famoso como legionario.
—¿Han llegado las llamas a los castra pretorianos?
—No lo sabemos, señor.
Julio dio la orden a sus esclavos de preservar los objetos de valor en las despensas
del sótano de su casa, y salió al frente de sus soldados hacia los cuarteles del centro de la
urbe. No le fue fácil llegar. El mar de fuego serpeaba sin freno por las retorcidas
callejuelas tras la muchedumbre despavorida. Una doble corriente de viento, el Siroco y
el Direcio, lo alimentaba con ferocidad de norte a sur y de noreste a sureste. El prefecto y
sus soldados se protegían con los escudos para poder avanzar arrollando a su vez a la
multitud horrorizada. El anfiteatro de madera en construcción era también pasto de las
llamas. Los animales de los vivaria o reserva rugían, sumados a la tragedia. El centurión
no recordaba un incendio de tal magnitud, aunque era consciente de que Roma no dejaba
de ser siempre una ciudad construida sobre todo en madera, y que la población de los
barrios pobres, llenos de tenderetes y tiendas de grano y paja, cocinaba en hogares
abiertos; por tanto, los incendios no eran infrecuentes. Tenía en la memoria dos fuegos
anteriores hacía dos y cinco años respectivamente. También que el pequeño
destacamento de bomberos a sus órdenes era del todo insuficiente para sofocar flamas
de tal magnitud. Pero nada comparable a lo que estaba viviendo en aquel instante. Las
ínsulas o edificios de pisos caían incandescentes como tabletas de cera, y sus habitantes
se lanzaban al vacío al comprobar que las escaleras se desmoronaban convertidas en
teas. Algunos romanos corrían con la túnica envuelta en llamas.
Después de movilizar sus fuerzas por barrios, convocar los soldados de remplazo o
miles subitarii y poner los medios a su alcance para sofocar en lo posible el incendio, se
dirigió a la Domus Augustana o palacio del emperador para recibir órdenes.
—¿Y Nerón?
—¿El emperador? ¡No está, señor. Se encuentra fuera de Roma —le espetó un
guardia en la puerta.
Se cuadró ante el general Corbilón que aparecía con armadura y casco en
la sala de armas. Ambos subieron las escaleras palaciales y se asomaron al balcón para
contemplar desde el Palatino los barrios cercanos, que eran ya un sobrecogedor mar de
fuego. La ciudad más grande del mundo conocido, con más de un millón de habitantes, se
estaba consumiendo antes sus ojos como una pavesa. Roma bramaba y gemía cual
gigantesco animal herido.
¿Por qué? Aquello no parecía un mero accidente. Varias veces había oído decir al
rubicundo y seboso Neron que su sueño era cambiar el caos urbano por la ciudad más
bella del mundo. Pero ¿podía alguien fiarse de sus heladores ojos azules? Todo el mundo
opinaba que Claudio César Augusto Germánico, más conocido como Nerón, estaba
enloqueciendo hasta asesinar incluso a sus familiares más cercanos, mientras desafinaba
con su creciente manía de cantar al son de la cítara y componer versos, ataviado de actor.
¿Hasta dónde llegarían sus desatinos?
—¿Quién crees que ha sido, Corbilón?
—¿Quieres que te diga la verdad? –pregunté.
–No hace falta —sonrió—. Los dos la sabemos. Nerón hace dos días
discutió con su consejero Ofonio Tigelino sobre la traducción de una obra griega. El
emperador opinaba que el drama no debía comenzar diciendo: “Cuando yo muera, que el
fuego devore al mundo”, sino “Mientras yo viva, el fuego ha de devorar el mundo”. No
era la primera vez. La fealdad de los edificios de la ciudad ofendía a sus ojos imperiales.
—¿Y dónde anda ahora?
—En el sur, en la costa del Lacio. Oficialmente se ha ido a su pueblo, a
Atium. Pero otros aseguran que está escondido en algún lugar cercano para disfrutar y
cantar con su cítara la belleza del espectáculo.
Julio organizó como pudo la extinción, aunque sabía que todo era inútil. Las
llamas cabalgaban hacia el foro de César y al de Augusto, subían por la colina palatina,
mordían ya el templo de Apolo y amenazaban los atrios del palacio de Augusto.
Perseguían a las gentes como perros salvajes, pisaban sus talones, mientras se
multiplicaban horrorizadas por todas partes entre mulos y caballos desbocados.
El centurión consiguió desviar a algunos de los que huían hacia el Campo
de Marte, los jardines de Salustio y el Pincio, aunque la mayoría corría desbocada en
busca del río. Cruzaban, convertidos en una amalgama humana, los puentes de madera,
mientras las barandas cedían a su paso y muchos se precipitaban al Tíber que era ya un
mar de cabezas agitadas debatiéndose por conseguir flotar. Sus aguas enrojecidas del
resplandor se dirían estancias del mismo hades, que se tragaba cuantos entre aullidos no
conseguían nadar. El fuego a su paso empezaba a engullir también las casas ribereñas al
Tíber.
Julio no tenía tiempo de pensar ni planificar cabalmente una estrategia. Condujo
como pudo a grupos de personas hacia Vía Salaria para salir por la Porta Colina. Pero todo
parecía inútil. Sus tropas se tenían que limitar a transportar muertos y curar heridos
durante los cinco días que duró el incendio. El sexto sus tropas lograron abrir una brecha
derribando edificios, pero las chispas abrían nuevos focos. Al medio día Roma empezaba
a ser un rescoldo de lo que había sido. De los catorce distritos de la ciudad sólo cuatro
quedaron incólumes. Chamuscado, exhausto, el centurión cabalgó hacia la villa para
abrazar a su esposa.
—Por todos los dioses ¡estás vivo! ¡Qué horror! —dijo Livia estrechándole con
todas sus fuerzas.
Tras los pinos de la lejanía el resplandor de la ciudad competía con el sol poniente.
De pronto sin saber por qué le vino a la mente la mirada profunda de un hombre
menudo, calvo y de barba puntiaguda que había custodiado desde Cesarea durante su
viaje en barco a Roma para ser juzgado como ciudadano romano. ¿Qué sería de él? ¿Le
habrían también devorado las llamas? ¿Por qué lo recordó en ese momento? Quizá el
fuego, sí, fue el fuego que desprendían sus ojos.
*** *** ***
Por entonces hacía tiempo que aquel hombre no estaba en Roma. Hundía su
mirada en el azul del mar. No era ni alto ni bien parecido, más bien enclenque; de frente
espaciosa y cejijunto, peinaba algunas canas y caminaba con las piernas arqueadas. Hacía
menos de un año que había arribado a los “confines de Occidente”, los puertos de
Hispania, uno de sus sueños más acariciados, a pesar de la oposición de las escasas
comunidades cristiano-judías de la urbe, que lo tachaban de arrogante. Tras quedar libre,
gracias a su ciudadanía romana, lo que le había permitido hasta entonces una prisión
domiciliaria, aquel hombre dotado de un carácter inquieto y fogoso, decidió embarcarse
de nuevo. En ocho días de navegación podía estar en Tarraco o en apenas cuatro en
Gades, si hubiera partido del puerto de Ostia. Saulo o Pablo de Tarso, como le llamaban,
no tardó mucho en darse cuenta de que los iberos no hablaban griego, ni apenas latín, a
excepción de la minoría que se relacionaba con los romanos ocupantes. Pronto supo
además que quizás se había precipitado, como le había ocurrido en otra ocasión con los
nabateos. ¿No había preparado con tiempo la proclamación de la buena noticia en
aquellos pueblos?
Un grato recuerdo sin embargo le había empujado a viajar hasta Córdoba en la
Bética. En Corinto años antes había conocido a un cordobés, un tal Junio Anleo Galión,
que realidad se llamaba Marco Antonio Novato, pero que había cambiado su nombre en
honor de su protector romano apellidado Galión. El padre de este cordobés, hombre
culto, había emigrado a Roma, donde fue profesor de retórica, con sus tres hijos. Los tres
jóvenes hicieron honor a su estirpe y llegaron a ser auténticas lumbreras, uno de ellos el
famoso Séneca, preceptor del entonces joven Nerón, a quien aconsejó acertadamente
mientras este quiso hacerle caso. Quizás el filósofo influyó para que el senado, en
tiempos del emperador Claudio, nombrara a Galión procónsul de Acaya en Grecia, con
residencia en Corinto. Allí llevaba Pablo año y medio, cuando los judíos quisieron tenderle
una trampa acusándole ante Galión de “ir contra la ley judía”, pensando que el procónsul
bético andaría muy despistado. Pero fracasaron completamente en sus pretensiones.
Galión conocía bien a los judíos de sus tiempos de Córdoba y Roma, y no admitió la
acusación: “Allá vosotros con vuestra ley. No veo delito en este hombre”. Total que quien
a fin de cuentas acabó recibiendo una gran paliza de manos los propios judíos fue
Sóstenes, el jefe de la sinagoga.
Desde entonces Pablo deseaba, y lo había manifestado repetidas veces llegar a los
confines de la Tierra, viajar a Hispania. Después de desembarcar en Tarraco y dirigirse a
Tortosa le habían recomendado bajar a la Bética, porque allí había florecientes industrias
como las ánforas de Écija, los vinos de Jerez, las almadrabas de Baelo Claudia en Gades, y
por tanto comunidades que podrían entender su mensaje en latín o griego.
Ya había alcanzado las Columnas de Hércules y predicaba a un grupo sentado en
una roca frente a la bahía gaditana. Su escaso cabello blanco troquelado sobre el cielo se
encrespaba con la brisa del mar.
—Sé que voy envejeciendo, hermanos. Pero sabed que aunque el hombre exterior
se desmorone en mí y todo hombre tenga la experiencia de la debilidad, el hombre
interior se renueva de día en día por la gracia de Dios. La alegría y la libertad me han sido
dadas por la manifestación de este amor.
De pronto apareció un muchacho sudoroso que le interrumpió:
–Pablo. ¡Ha llegado un barco con noticias de Roma!
Corrieron hacia el puerto, que azuleaba sobre las blancas casuchas desde un mar y
cielo de azul esplendoroso. De la embarcación, un navío de carga mal calafateado y
elementalmente equipado con dos velas y remos, descendía una columna de portadores
con ánforas al hombro.
El muchacho condujo a Pablo al capitán del barco, un navegante griego de piel
curtida y greñas aceradas.
—Tengo noticias para ti, Pablo. Roma ha sido pasto de las llamas. El mayor
incendio que ha sufrido la urbe en su historia. Corre el rumor que lo ha provocado el
mismo Nerón en persona. Toma esto.
Y le alargó un papiro enrollado. El anciano se sentó con su grupo de creyentes
sobre unos fardos del muelle y leyó en voz alta:
Del centurión Julio Cayo Severo, a su amigo Pablo, predicador de la Buena Noticia
entre los hispanos. Los graves acontecimientos acaecidos estos días en Roma me obligan
a enviarte esta misiva con gran urgencia, gracias a los buenos oficios de mi amigo el
marinero griego Nausicles.
De un tiempo a esta parte el emperador Nerón parece poseído por una creciente
locura. A sus veintisiete años ha acusado un cambio fatal en su vida. Desde que se ha
sacudido de encima a sus dos preceptores Séneca y Afranio Burro, los salvajes instintos
que ha heredado de su madre han despertado la bestia que lleva dentro. Uno tras otro ha
ido desembarazándose, sediento de sangre, de cuantos estorbos va encontrando en su
camino: Británico, Octavio, hasta su madre Agripina. Séneca no ha querido cubrir con su
autoridad el matricidio y ha preferido retirarse a su granja y esperar, como su hermano, la
orden de “muerte voluntaria”. Dicen que Burro ha escogido la vía del veneno, aunque
algunos de estos antecedentes supongo que te serán más o menos familiares de cuando
te encontrabas aún en Roma en prisión domiciliaria o a través de otros informes o
noticias.
Ignoraba que habías partido hacia los confines de Occidente, como era tu
propósito, cuando de improviso ardió Roma con un incendio sin precedentes, a todas
luces provocado por el propio Nerón, según había insinuado él mismo a sus
colaboradores más cercanos. El desafortunado pueblo llegó a ver correr criados
imperiales con antorchas de aquí para allá. Por mi cargo tuve que asistir a escenas
infernales que no tengo humor ni tiempo de referir. Basta añadir que siete días estuvo el
fuego devorándolo todo.
Cuando las columnas de humo alcanzaron el Aventino y las laderas del Janículo,
corrí secretamente, tras decir a mis hombres que regresaba a mi casa, para socorrer a mis
amigos los cristianos. Muchas de sus pobres cabañas estaban incendiadas y entre el humo
creí ver la sombra de Pedro cruzar como un fantasma entre otros conocidos que huían.
Me consta que no pocos sucumbieron. Pero los que sobreviven sufren un fuego peor: el
del odio de Nerón, que les ha atribuido la autoría del incendio. El emperador necesitaba
delincuentes en los que echar las culpas de la catástrofe, atribuirlo a alguna secta oriental
acreditada y despreciada. Los judíos supieron zafarse astutamente de los dedos
acusadores y señalar a los cristianos que hasta entonces, como sabes, subsistían bajo el
techo protector de la sinagoga. No me extraña que personas influyentes como Tigelino,
Altiro y la prosélita Popea hayan sugerido al emperador esta cabeza de turco, una religió
illicita, una confesión no autorizada por el tolerante panteón romano, según ellos
afirman, los discípulos de un tal Chrestos.
Les acusan de comer carne humana, basándose en lo que oyen sobre la fracción
del pan y el “comer todos de él, porque esto es mi cuerpo”. El resultado es una
persecución en regla contra la que no he podido hacer nada. El emperador representa
obras como Hércules en las llamas, con fuego real en cuerpos de cristianos; Ixión
despedazado en la rueda, Orfeo despedazado por los osos. En fin aseguran que el propio
Nerón ha utilizado sus jardines para el espectáculo y, disfrazado de toro bravo, ha querido
interpretar la entrega de Parsifae como un libertino, con Dirce atada a la res por las rocas
del Helicón. En una ocasión lo vieron mezclado entre el público, encaramado en un carro
y vestido de carretero para disfrutar más directamente del espectáculo. Aseguran que
Séneca sigue en su granja indignado por estas tropelías como la del palo metido por el
ano que sale por la boca, o los miembros destrozados por carros que tiran en sentido
contrario de la víctima. He visto cientos de cuerpos que, después de crucificados o
despedazados por fieras, son colgados y quemados como antorchas en medio de la
noche.
Muchos de tus amigos a los que dirigiste tu carta ya no existen, amado Pablo,
tanto los que te querían como los que no predicaron con buena intención. Solo Áquila y
Priscila y algunos más han escapado del peligro. Ignoro cuantos. Lo que puedo asegurarte
es que el nombre de cristiano está aquí asociado al horror y la infamia. ¿Pedro? Aún no sé
qué ha sido de él. Ya sabes que sólo lo he visto de lejos, ni le conozco ni lo he tratado
personalmente. Esto es lo que en síntesis puedo contarte de las espantosas jornadas que
hemos vivido en Roma.
¿Regresarás pronto? Tus amigos lo anhelamos ardientemente. En todo caso, por
muchas que sean tus ocupaciones, no te demores.
Dilectísmo, Julio
Pablo empalideció. Algunas mujeres lloraban impresionadas por la crudeza del
relato. Luego se sumieron en un largo silencio y oraron mientras el viento azotaba
blandamente las velas arriadas y Gades parecía un ánfora de plata arrojada al mar.
*** *** ***
Por la tronera de la cárcel apenas entraba luz. Era consciente que se había metido
en la boca del lobo. Su primer impulso había sido acudir en socorro de sus hermanos de
Roma. Luego pensó que debería regresar a consolidar antes las comunidades de Grecia y
Asia a ver si, mientras tanto, se tranquilizaba la situación en la capital del imperio. Y así lo
hizo. Finalmente, antes de que el invierno le impidiera navegar por el Egeo y el Adriático,
con el pesar en el alma de dejar a su amigo Trófimo enfermo, se embarcó en miserables
naves de cabotaje hacia Roma, donde logró arribar a duras penas antes del otoño.
La ciudad le pareció un mar de soledad, un ceniciento montón de escombros, pues
apenas había comenzado la reconstrucción. Entró en la urbe a pecho descubierto. Su
carácter no le permitía ir ocultándose en busca de los cristianos por los arrabales, pues
continuaban en sus escondrijos miserables. Caminó derecho hasta sus casas más
conocidas en los barrios extremos. Los que encontró le miraban temerosos:
—¿Acaso ignoras lo que hemos vivido aquí? Vete y déjanos en paz.
Pablo experimentaba de lejos la desconfianza de los suyos, sentía que le miraban
como un extranjero alborotador. ¿Se había excedido pensando que él podría liderarlos
para reconquistar el terreno perdido? Ellos habían sufrido demasiado para poder seguirle
después de la tragedia. Pronto corrió la voz, y en un recodo del Tibertino una patrulla de
centinelas le rodeó por sorpresa. Arrestado y conducido a aquella tenebrosa y húmeda
mazmorra donde no pocos presos habían fallecido de hambre y enfermedades infecciosas
incluso antes de ser juzgados, apenas podía recibir visitas.
Hasta que un día chirriaron los cerrojos y los carceleros le sacaron a empellones.
–Preguntan por ti.
Pablo se restregó los ojos. Frente a él sonreía su amigo, el centurión Julio, que le
habló en un susurro.
—¿Estás loco? ¿Cómo se te ha ocurrido regresar? Ya es tarde. Las cosas han
cambiado mucho desde la última vez. A pesar de mi cargo, me va a ser imposible
protegerte, Pablo. De nada te va a servir ahora esgrimir tu ciudadanía romana. ¿Quién va
a testificar a tu favor? Tus amigos están aterrorizados y desconfían de ti. ¿A qué has
venido, insensato, a vengarte de Nerón?
Estas últimas palabras las pronunció muy pegado a su oído.
—Nada te pido. Me alegra volver a verte. ¿Sabes que alguien ha venido estos días
a visitarme?
–¿Quién?
—Mi amigo Onífero, el griego.
—¿Cómo se han enterado?
—Por Tíquico y Trófimo. Ha viajado desde Éfeso exprofeso a verme. La única
alegría en esta soledad. No se ha avergonzado de mis cadenas, Julio. Nada más llegar a
Roma se dedicó con ansia a buscarme hasta que me encontró. Ha traído consuelo a este
prisionero, te lo aseguro.
Julio imaginó el trabajo que le costaría a Onífero dar con Pablo en una ciudad de
un millón de habitantes sin nombres de calles y números de casas, y en medio del caos
del desastre reciente.
—Ese hombre ¿también ha perdido el juicio? ¿No te das cuenta qu e su vida corre
peligro?
Pablo se asustó y se dio cuenta de su inconsciencia.
—¡Por el amor que me tienes, Julio, corre a protegerle!
Julio no lo dudó, saltó a su caballo y galopó hacia el Aventino donde, según las
indicaciones del encarcelado, se refugiaba el griego. Los desarrapados vecinos se
ocultaban a su paso en cabañas medio destruidas, o huían despavoridos entre los árboles
chamuscados. Imaginaban al ver su uniforme que era el comienzo de otra redada, una
nueva orden de persecución. Finalmente dio con Priscila, que le reconoció con ojos de
espanto.
—¿Onífero? ¡Has llegado tarde, Julio! Ya no tiene solución —balbució entre
sollozos.
Le indicó que la siguiera y le condujo hacia unos matorrales. Priscila los apartó y
mostró la entrada de una cueva, una oquedad que daba a unos secretos pasadizos.
Después de caminar un trecho en la oscuridad vio cómo al fondo titilaban luminarias y un
suave canto iba creciendo hasta retumbar en las oquedades, por donde se ensanchaba la
caverna. Un grupo de hombres y mujeres rodeaba a un gran catafalco de tosca piedra
donde yacía el cadáver del amigo de Pablo. Al ver al soldado los congregados se
estremecieron e interrumpieron bruscamente sus himnos.
—¡No os alarméis, hermanos! Es Julio, un amigo, que viene a visitarnos —aclaró el
más anciano.
Descubrieron el cadáver, que había sido lavado cuidadosamente y ungido con
perfumes y ungüentos. El cuerpo de Onífero, un hombre joven de pelo ensortijado,
mostraba una gran brecha en la frente.
–¿Cómo ha sido? –preguntó el centurión.
El anciano de barba blanca que dirigía la ceremonia se adelantó.
—Le avisamos que no se arriesgara tanto, que tuviera cuidado. Pero él se resistía a
dejar de acudir diariamente a visitar a Pablo. Ha sido ayer, al salir de la cárcel. Unos
hombres lo sorprendieron al doblar una esquina. Le han matado de un mandoble en la
cabeza. Ya ves: su amor a Pablo le ha costado la vida. El Señor le acoja en su seno —aclaró
conmovido Pedro.
Julio les rogó con un gesto que continuaran la ceremonia. Los rostros encendidos
al claroscuro de las candelas orquestaban un círculo de quietud y recogimiento en torno
al túmulo. Unos cerraban sus ojos para orar, otros alzaban las manos y entre el humo y
los cánticos, las lágrimas se fundían en un himno de arropo, una sensación de extraña
presencia, como si Onífero siguiera vivo y presente allí de otra manera en medio de ellos.
Después de la fracción del pan el más anciano llamó aparte a Julio.
—Sé que eres amigo de Pablo y que le has ayudado y protegido cuando te ha sido
posible. Mira esto.
Le mostró un paquete de papiros enrollados y atados con cintas.
–Estos manuscritos corren peligro. Te queremos pedir un favor. En ningún lugar
pueden estar más seguros que en tus manos. Nadie puede sospechar de ti. Consérvalos
con cuidado hasta que vengan tiempos mejores. Son cartas y documentos de inmenso
valor para nosotros. Sólo Dios sabe lo que nos espera. Conservamos copias, pero en los
tiempos que corren contigo estarán más seguros. Confiamos en ti, Julio. Salva, por favor,
este tesoro nuestro para la posteridad.
Cefas lo dijo con un gesto serio y una mirada acuosa. Aquel anciano, que apenas
veía, poseía un rostro surcado por un extraño cruce de dolor y mansedumbre. Sus manos
eran rudas y sus espaldas anchas. Julio se apresuró a guardar en un morral el legado.
Priscila le acompañó hasta la salida. Le abrazó y le dijo:
—Gracias. El Señor te lo recompensará. Que él te acompañe.
Julio preguntó:
–Dime, ese venerable anciano, ¿es vuestro jefe Cefas, o me equivoco?
—¿No lo conoces?
—Creo que de vista. ¿El más anciano?
—Sí, es Cefas, Simón Pedro, la piedra o cimiento de nuestra comunidad.
Fuera, la noche húmeda de Roma le besó la frente con la familiaridad una esposa.
Respiró hondo, desató el caballo y volvió a casa al trote, conmocionado por cuanto había
visto y oído.
La curiosidad por conocer el contenido de aquellos rollos le estaba devorando.