“El hechizo del agua detiene los instantes” escribe Luis Cernuda. Desde niños anhelamos el agua como reflejo quizás de lo que somos, pues dicen que agua es el principal componente de nuestro cuerpo. ¿Qué busca este chaval hundiendo sus pies en la orilla? ¿El añorado líquido amniótico, un trasunto de la vida, un inconsciente rito de purificación, la inmersión en lo infinito?
Sea de fuente, río, lago o mar, es hermoso contemplar el paso del agua, refrescarse, y aprender a fluir con ella; disfrutar del momento y no apegarse a él, sin miedo, confiados que en la desembocadura acabaremos por sumergirnos en el mar de donde partimos. Quizás como nunca, hemos anhelado el agua durante esta pandemia, porque es un símbolo de salud y libertad. Nadie puede parar la vida ni detener el tiempo, pero siempre nos queda soñar como Miguel de Unamuno: “Agua que llevas mis sueños / en tu regazo a la mar /, agua que pasas soñando, / tu pasar es tu quedar”.
Jesús amaba el agua, el agua nueva que ofrece a la samaritana para que no tenga más sed. Ya que “el que beba del agua que yo le daré, no tendrá sed jamás, sino que el agua que yo le daré se convertirá en él en una fuente de agua que brota para vida eterna” (Jn 4,14). Y hasta el obsequio de un simple vaso de agua fría tiene premio: “Y cualquiera que como discípulo dé de beber, aunque sólo sea un vaso de agua fría a uno de estos pequeños, en verdad os digo que no perderá su recompensa” (Mt 10,42). ¿Insignificante y barato? Infinito, si nace del amor.
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