“La primavera ha venido / nadie sabe cómo ha sido”, escribía Juan Ramón. Y así es, puntualmente, por encima de nuestras vicisitudes, guerras y hasta la omnipresente pandemia, las mañanas relucen al sol, las tardes se van haciendo tibias y el anual milagro de la naturaleza estalla nuestros campos de flores y de vida.
Con mayo regresan también alegres recuerdos de infancia y juventud. Entre ellos, la evocación de María, la madre de Jesús que ocupaba ese sitio hogareño y soñador de nuestras ilusiones intactas. Era un instante eterno, con el cordón azul de su medalla al cuello, contemplar a la Virgen adolescente de la congregación mariana en aquellas velas de oración ante su imagen niña.
Y el mes de las flores. En casa montábamos también nuestro altarcito con flores, que eran regalos de nuestra adolescencia, sumidos en el amor al eterno femenino, a la joven madre, que sabía nuestros secretos.
Después de tantos años, hoy, en este mayo confinado en que no podemos ni ver ni oler las flores que cantan nuestro sabor a fragilidad y eternidad feliz, deposito este soneto a sus pies, con el alma siempre joven, gracias a ella:
CON FLORES A MARÍA Porque estabas allí, joven y pura, desde el altar con luz de primavera y despertaste la piedad primera a un niño que buscaba tu hermosura, porque plantaste el verso que apresura el imposible sueño en la frontera de ese tu amor sin nombre que rindiera mi ser al don total y su locura, por permitir que fuera adolescente el resto mi vida entre tus brazos; de nuevo, con más años de camino, vuelvo a llevar con gozo y a porfía este oloroso ramo vespertino de alegres flores para ti, María. Pedro Miguel Lametby