Siempre hace buen tiempo

Mi diosa ni princesa

¿Es ésta la Virgen, nuestra Señora? ¿O una princesa? Nuestras buenas intenciones de coronar a María como reina nos han llevado a vestirla de seda, oro y piedras preciosas. Esta imagen, que se venera en una parroquia de Zamora, evoca un sofisticado prototipo femenino hasta en las cejas, que se dirían depiladas, y el fulgor de los pendientes. Hermosa, femenina, encantadora debió ser sin duda la joven de Nazaret, pero con la belleza fresca de una muchacha de aldea, algo tímida quizás, vestida con el burdo paño de las galileas e inmersa en las rústicas faenas de moler el trigo, amasar el pan y barrer su casa-cueva. Es lógico que sus hijos la ensalcemos con tronos, altares y coronas. Pero hasta en eso somos torpes. ¿No corremos el riesgo de olvidar su humilde “sí” de silenciosa esclava o su eufórico canto a favor de los pobres y olvidados de este mundo? El reinado de María no es otro que el de las bienaventuranzas de su hijo Jesús.

 

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