Siempre hace buen tiempo

El invierno de la vida

Terracota de Asís. (© P.M.Lamet)

La vida, como las estaciones, tiene su invierno, que coincide con la vejez, una etapa que, en nuestro mundo de hoy, la verdad, no tiene muchos partidarios. En los tiempos antiguos el “senior” solía ser aceptado por su sabiduría y consejo. De ahí surgió el término Senado en Roma, y en las tribus indígenas el jefe suele ser un hombre mayor, porque se le considera con capacidad de mirar más allá, desde la experiencia y el desprendimiento que dan los años

Ahora nadie quiere envejecer y no hay mayor valor para nuestra sociedad que la juventud, incluso cuando es violenta e insensata. Propósito inútil por ley de vida, pese a la cirugía estética, que consigue inexpresivos rostros de plástico y los pretendidos elixires de la “eterna juventud”.

Es verdad que, por marginación en residencias, enfermedades, soledad -recordemos la reciente tragedia de muchos durante la pandemia- hemos conseguido aumentar la tristeza de los ancianos. Pero ¿quién no ha conocido viejos jóvenes, personas maravillosas que han levantado nuestro ánimo solo con sentirlos cerca?

Quizás la clave esté en la manera de afrontar la cercanía de la muerte. Hasta un pagano como Cicerón creía en la inmortalidad del alma en su entrañable libro «De senectute», y la consideraba un proceso natural, del que deberíamos hablar sin miedo. O como le cantaba Ernesto Cardenal al místico Thomas Merton en el día de su muerte:  “Solo amamos o somos al morir, el gran acto final de dar todo el ser”. “Nuestras vidas que van a dar a la vida”, añadía.

Así el franciscano de la foto. ¡Qué dulzura, qué aceptación, qué blanda flexibilidad de fruta madura! ¿Por qué vive con plenitud su ancianidad? Porque hace mucho tiempo que reside en la Vida.

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