No nos equivoquemos. Un día puedes tener un resplandor de luz. Relativizas el trajín de cada día y te dices, ‟la vida es otra cosa». Pero desengañémonos, mientras vivimos, no podemos prescindir del personaje que estamos representando en el Gran Teatro del Mundo. Y a veces llegamos a creer que somos realmente ese personaje, el ego pequeño: el futbolista, el ingeniero, el funcionario, la seductora, el poeta o el albañil.
No hay teatro sin personajes. Tenemos que interpretar algún papel para vivir, si no, estaríamos muertos. Cualquier día te das cuenta y dices: ‟¡Caramba si era sólo un papel!» Eso ocurre, cuando te apercibes de que llevas una máscara, un disfraz. Y cuando te has fundido con algo que trasciende lo anecdótico, un fuego impersonal que quema el ego, descubres lo que realmente era: un pensamiento, un sueño, un parpadeo en la pantalla de cine.
Detrás está la luz infinita que permanece, mientras se suceden unos u otros fotogramas, que componen la película de tu historia. ¡Parecía tan real! Pero mientras estás en escena tienes que bandearte en el campo de juego del ego; no hay más remedio. Uno de los errores de algunos falsos místicos es pretender desencarnarse, refugiarse en las nubes antes de tiempo. Son un fracaso, su mensaje no llega a nadie. Hay que vivir aquí y ahora.
Se trata de aceptar las reglas del juego y tener capacidad de verse al mismo tiempo desde las gradas del espectador. Jesús lo dijo así: ‟Estar en el mundo, pero no ser del mundo». ‟Mundo» en la segunda acepción significa quedarse en la superficie, en el personaje, el ego raquítico de la ilusión y el engaño. Expandir la conciencia y ver no es huir, es vivir a tope. Que la rosa es fugaz y eterna.