¿Somos reales? ¿O solo sombras, proyecciones de otra realidad? Ya Platón planteó esta duda en su famosa alegoría de la caverna. Encadenados frente a una pared y gracias a una hoguera intermedia, aquellos prisioneros veían las sombras chinescas de personas y animales que pasaban por detrás, donde se hallaba la entrada que estaban imposibilitados de ver. Hasta que uno de los cautivos logró zafarse, salir de la gruta por una escarpada cuesta al mundo exterior y contemplarlo fascinado en todo su esplendor de luz y color.
El sol, que el filósofo identifica con el Bien, era el que le permitía ver la auténtica realidad. Necesitado de compartir su descubrimiento con sus compañeros de cautiverio, regresó a la caverna para liberarles. Pero los prisioneros no le creyeron, dijeron que venía deslumbrado y se rieron de él y prefirieron las sombras, su visión de siempre.
El mito de la caverna ha tenido numerosas versiones literarias, como las acuñadas por Calderón al concebir la vida como un sueño o un gran teatro, donde todo pasa fugazmente y donde lo que importa es despertar por dentro o interpretar adecuadamente el papel, porque lo demás está siempre cambiando. Quizás la metáfora más eficaz hoy día sea la del cine. Nos creemos tanto la “peli” que nos metemos dentro de ella, pero sólo son imágenes fijas que pasan velozmente o actualmente píxeles, impulsos electrónicos en la pantalla. Todo es ficción, todo es mentira. Eso si, escenarios y personajes tienen algo permanente, un componente común, la luz.
Cuando un ser querido muere o nos descubrimos una nueva arruga frente al espejo, solemos repetirnos la gran pregunta: ¿Qué es esto de la vida?
El pasado pasó y no volverá, ¿a qué darle importancia? El futuro se nos escapa.
La luz, el despertar, consiste en taladrar el momento presente, un ahora que, como el agua que promete Jesús a la samaritana, quita la sed porque salta a la vida eterna.
Se trata de salir de la caverna y afrontar del todo el sol, aunque nos deslumbre, que es lo que trasciendo todo, no pasa, nuestra auténtica realidad sin tiempo. Lo que sucede es que eso supone renunciar al nombre, el apellido, la careta que creemos ser, nuestro personaje temporal.
El papa Francisco en su reciente viaje a Cuba pronunció una frase que evoca esta idea: “Que el día a día tenga cierto sabor a eternidad”.
Lo tendrá si miramos más allá de las formas e imágenes que pasan a nuestro lado para intentar vislumbrar la luz inmutable y feliz de la que son sombras, reflejos, la última verdad que transpa
by