Háblame, Señor, con voces del verano, cuando sube la hormiga por mi brazo, y me evoca otra vez que parte soy del sueño, y la hierba o la arena me devuelven conciencia de que fui tierra algún día, o sigo siendo polvo, mas polvo enamorado de esa sed infinita que alienta a este universo.
Acúneme el sopor con brisas de la noche, -¡oh noches de verano ungidas de nostalgia!-, con silencio habitado de lejanas canciones y grillos escondidos que taladran el alma de luna y soledad.
Recuérdame otra vez, más allá de los árboles, ese mar de la infancia que me acuna en la noche con su salmo de olas: “¡Navega, sé mi azul!”
Tararea el verano una copla perdida de amor, de adolescencia, y llora en mis entrañas desde aquel tocadiscos boleros de Ravel.
Me estrena sus mañanas con perfume de sol, y acompaña mis pasos por la vera del río en volandas del aire hacia una Virgen niña que aún espera en su ermita un piropo infantil: ¡Dios te salve, María; qué llena estás de gracia!
Han pasado los años con luces, con sus sombras, y el dolor en los huesos que limita mis pasos susurra tantos nombres que son risas y lágrimas pero también presencias que tiemblan a mi lado, y jamás morirán.
Háblame de aquel niño que fui y ahora presiento más cerca, más humano, pues voy transparentando con el paso del tiempo un verano en mis venas llevado de tu mano, vacaciones eternas de alta Mar.
Vivimos un siglo de aglomeraciones y ruido. Nunca como ahora las gentes huyen de los pueblos, vacían las aldeas, se concentran en grandes ciudades, atiborran los supermercados, invaden las playas, las carreteras, las terrazas, los restaurantes. Se diría que los individuos de hoy aborrecen la soledad.
Tal fenómeno responde a una necesidad, que se agravó por el síndrome de la postpandemia: evitar como sea el encierro y el silencio. A ello contribuye una sociedad meteórica, que invita a seguir corriendo, no detenerse, quizás para evitar encontrarnos con nosotros mismos, el runruneo de nuestros propios pensamientos, y para drogarnos con nuevos tragos de ruido y multitud.
“El hombre se adentra en la multitud por ahogar el clamor de su propio silencio”, decía Tagore. Y es cierto, si no hay vida interior, el silencio atrona.
La naturaleza, como esta foto, no enseña siempre más que mil palabras. Las aves aunque lo hagan con otras vuelan solas, y cuando reposan, miran al mundo como estas cigüeñas, desde el retiro de sus quietas alturas. De forma consciente o inconsciente todos necesitamos lo mismo. Quizás por ello se han puesto de moda las mascotas, porque acompañan sin hablar.
Cierto aislamiento es imprescindible para despertar y volver, desde el yo interior, a comulgar con el Todo. Más que nunca orar es callar en conexión silenciosa con nuestro cielo interior. “Pero tú, cuando ores, entra en tu aposento, y cuando hayas cerrado la puerta, ora a tu Padre que está en secreto, y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará” (Mt.6,6).