Luz, cámara, acción. «Somos espectáculo», decía Pablo de Tarso. ¿Diría hoy que somos un reality show? Antes lo éramos para nuestra familia, los vecinos, compañeros de trabajo, amigos y conocidos. Ahora eso a mucha gente no le satisface. Asistimos a un aluvión de actores y actrices espontáneos que se vuelven locos por los focos la televisión, los programas de confesiones públicas y las redes sociales.
Lo que antes se decía sólo en susurro a la rejilla de un confesonario (los católicos, se entiende, que no eran pocos en nuestro país), o ante el amigo íntimo o un familiar muy querido, se pregona hoy a diestro y siniestro. Señoras del pueblo, «marías» como las llama la gente, se van a la peluquería, se endosa su vestido de lamé, con tal de salir en la tele una tarde, y largan ante las cámaras su vida más privada: sus amores prohibidos, sus hijos secretos, sus traumas de infancia, los rencores a sus padres, los pecado ocultos. No faltan incluso los que se someten voluntariamente a una «máquina de la verdad» que, a cambio de notoriedad y en algunos casos de dinero, son investigadas hasta en sus deseos más inconfesables.






