Siempre hace buen tiempo

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Mystic river

El drama de tres niños grandes

Nadie hubiera podido imaginar, cuando le veíamos de duro protagonista de los westerns espaguetis rodados en Almería por Sergio Leone, que Clint Estwood iba a alcanzar las altas cotas que ha logrado como realizador cinematográfico. Éste film, que hace el número 24 como director, le coloca sin duda entre los más grandes cineurgos americanos del momento.
Con esquema de trhiller, Mystic river supera con creces la historia de un crimen para introducirnos en la tragedia, dándolo a ésta toda la extensión griega del término. Basándose en la novela de Dennis Lehane, escrita para el cine por Brian Helgeland, relata la encrucijada vital de tres amigos de infancia: Jimmy (Sean Penn), un ex convicto que lleva la tienda de la esquina; Dave (Tim Robbins), el manitas del barrio, y Sean (Kevin Bacon), detective de homicidios. El film arranca veinticinco o treinta años atrás cuando estos tres amigos jugaban al jockey en una calle del barrio irlandés de Bostón, cercano al río Mystic. Perdida la pelota por una alcantarilla, los tres chavales deciden escribir sus nombres en el cemento fresco de la acera, cuando bajan de un coche dos hombres. Uno de ellos se identifica como policía y se llevan a Dave, cuyo rostro, asomado a la ventana de atrás del coche se convertirá en catalizador del drama de la película. A los cuatro días este muchacho logra escapar de los pedófilos que es lo que eran en realidad los falsos policías.
Tras este prólogo el film transcurre en el tiempo real de los tres amigos adultos. Dave tiene un hijo con Celeste (Marcia Gay Harden), pero vive como ausente, pues no ha logrado liberarse de aquel trauma de la infancia; Sean, el policía, ha sido abandonado por su mujer, embarazada, que no se atreve a pronunciar palabra cuando le telefonea; y Jim se ha casado en segundas nupcias con Annabeth (Laura Linney), que le ayuda en la educación de Katie (Emmy Rossum), de diecinueve años, hija del primer matrimonio, y de dos pequeñas habidas con ella.
La joven y fresca Katie, que tiene relaciones en secreto con un muchacho del barrio, es además la niña de los ojos de Jim, a quien ayuda en el trabajo de la tienda. Pero una noche, justo la víspera de la primera comunión de una de sus otras hijas, Katie desaparece y aparece brutalmente asesinada en el vecino parque. Su padre jura que matará al asesino de su hija, mientras su amigo Sean es precisamente encargado de solucionar el caso.
Esta trama policial da pie a Clint Estwood para profundizar en las relaciones de sus personajes y excelentes intérpretes, personalmente elegidos por el director, que dan la talla en lo que realmente llega a ser el film: un drama psicológico y un alegato social de amplio espectro.
Hay quienes opinan que Penn es uno de los mejores actores americanos del momento. Esta película lo confirma con creces. El carácter violento y apasionado del personaje contrasta con la ternura hacia su hija. Tim Robbins, mejor director que actor, borda el papel de ese niño que no ha llegado a crecer ni superar los traumas sexuales de infancia y que le convierten en principal sospechoso de la película. Y todos los demás están a la altura de estos en la variedad de registros y el juego de rostros y expresiones, que es el mejor bagaje de Mystic river. Las esposas, a su vez, componen el contrapunto de esta serie de personajes frustrados: la apuntaladora esposa del ex convicto, una especie de Lady Machbeth del barrio; la débil y desmoronada mujer de Dave, y la misteriosa y ausente, trasunto de la soledad del policía. Uno se pregunta si las tres mujeres no son en parte responsables del drama.
En realidad poco importará saber quién es el asesino, sabiamente oculto en un excelente guión, pues el mejor suspense es interno. De alguna manera sugiere este análisis la realización de Estwood, cuando abunda en primeros planos introspectivos, al estilo de los que nos sorprendió en Los puentes de Madinson, y los picados desde el helicóptero que parecen sugerir el estudio de la colmena humana y triste que los enmarca. La cotidianidad del barrio, de las relaciones entre las mujeres, de las charlas en el porche y la escalera, se cruza con escenas de enorme intensidad dramática, como la primera comunión, la irrupción del enloquecido padre en la escena del crimen, la terrible soledad de Dave cuando pasea con su hijo…
Todo converge en aquel día de la infancia y aquel abuso del que en realidad son víctimas los tres amigos. Toda una meditación sobre la violencia, la marginación, la soledad y la desesperación creada por el american way of life. Pocas veces el cine americano ha mirado con tanta intensidad hacia la conciencia de su país, a la tragedia de sus niños-grandes, encerrados en una estructura que proclama libertad y produce tan tristes frutos. En este sentido la metáfora de los vampiros no es ajena a dicho drama de explotación y violencia en los inocentes.
Es una pena que tan excelente film sea emborronado al final con una coda que prolonga inútil y falsamente el desenlace. Es cierto que toda tragedia ha de tener una kazarsis, pero aquí la purificación es tan gratuita como desconectada con el resto del film, un postizo que quita eficacia y fuerza a una obra rigurosa y sin concesiones. Porque además no añade nada. Desde el ajuste de cuentas la película decae, se hace premiosa e incomprensible durante el desfile del final. Hay quien ha dicho que es uno de esos fragmentos que uno espera ver en las escenas desechadas de la edición del film en DVD.
No obstante Mystic river, aparte de seguirse con atención e interés, gracias también a su trama policíaca, es uno de esos dramas que no se olvidan cuando uno sale del cine. Sus tres protagonistas son seres de carne y hueso, que nos golpean la conciencia y nos hacen pensar. Todo ello envuelto en la melancolía y la sugerencia con que Clint Estwood ha sabido impregnar sus films de madurez. Como aquellos nombres, que se han quedado para siempre dibujados sobre el cemento de la acera en obras. El último, el de Dave, quedó sin terminar de escribir, como el de tantos seres humanos que nunca llegarán a ser ellos mismo, atrapados por una sociedad absurda y decadente.

Producción: EE.UU., 2003 .-Director: Clint Eastwood.-Guión: Brian Helgeland, based on the novel by Dennis Lehane.-Productores: Clint Eastwood, Judie Hoyt, Robert Lorenz.-Intérpretes: Sean Penn (Jimmy), Tim Robbins (Dave), Kevin Bacon (Sean), Marcia Gay Harden (Celeste), Sarah Silverman (Patty), Laura Linney (Annabeth), Emmy Rossum (Katie).-Fotografía: Tom Stern.-Música: Lennie Niehaus.-Distribución: Warner Brothers

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Sede vacante

Hay momentos mágicos que hablan por si solos. Como aquella tarde luminosa que, paseando, descubrí aquella terraza vacía besada por el sol y abierta al mar con su única butaca de mimbre estratégicamente orientada hacia el horizonte. No había nadie, pero aleteaba una presencia. ¿Quién se sentaba allí a contemplar la caída de la tarde? ¿Una anciana con su labor de croché? ¿Un lector empedernido amigo de la soledad? ¿O algún joven triste y enamorado añorando lo imposible? Yo no conocía a nadie en aquella casa ni podía entrar ni sentarme en aquel sito vacío. Pero por un instante supe que era todos los hombres que necesitan mirar más allá y esperar contemplativamente que desde el infinito asome blanca la vela lejana de una respuesta.

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Carmen

Las raíces de un mito

A medio camino entre el romanticismo y el realismo, Próspero Merimée, fue un funcionario estatal y discreto escritor conocido ante todo, por sus relatos breves, en los que aborda temas como la violencia y la crueldad humanas: La Venus d’Ille (1837), Colomba (1840) y Carmen (1846) –ambientada en una España exótica y romántica–, que se hizo famoso sobre todo al convertirse en ópera gracias a Georges Bizet. De aquí que las numerosas adaptaciones cinematográficas se hayan basado en esta última, más que en el relato original.
Vicente Aranda ha optado por remontarse a los orígenes y llevar a la pantalla la novela de Merimée con intención de recuperar el mito, encuadrarlo históricamente y ofrecernos una explicación fílmica de la mujer fatal que le dio lugar. Por esta razón, tras un prólogo que encuadra los personajes de la cigarrera y el soldado para da fuerza al arranque, el film nos sitúa en la investigación del escritor francés del que sabemos por la historia que su interés por España fue mucho más allá de lo que Carmen trasluce, y su conocimiento de la geografía y el carácter españoles se fraguó a lo largo de siete viajes por España entre 1830 y 1864, de los que dejó una numerosa correspondencia, recogida en el volumen Viajes a España.
Carmen (Paz Vega) es la tópica y típica mujer española de belleza meridional, carácter arrebatado, tan compleja como pasional. El sargento navarro José (Leonardo Sbaraglia), de ideas tradicionales, firmes y católicas se convierte en su víctima que protagoniza acontecimientos extraordinarios, amores turbulentos y crímenes incontrolables. Se diría que el fatalismo, los celos y la sangre van a marcar su vida con la aparición de cada nuevo amante de Carmen. José se convierte en un juguete de las pasiones de esta mujer abocado con ella a la tragedia.
Dice Vicente Aranda que «Carmen necesita un siglo tan revuelto como el XIX para cristalizar. Parece contradictorio que aparezca en España, pero es que, como decía Trotsky, las cuerdas que se tensan siempre se rompen por la parte más delgada. Y no hay a principios de ese siglo un lugar con mayor asfixia de la libertad que ese país llamado España. Hace tan sólo unos pocos años que se han dado vivas a las cadenas. Y eran los oprimidos los que daban ese grito». Se trataría pues de una reacción individual de libertad constatada por uno de esos viajeros extranjeros en busca de los exótico por España, que oyó el relato de Eugenia de Montijo.
Añade Aranda que no ha querido “romper esa suerte de maleficio yendo directamente a la novela de Merimée y buscando en ella no sólo los elementos narrativos susceptibles de un reconocimiento de la imagen, actualizado, impropio de su época, sino también el perfil de la Carmen que nos gusta, que nos inquieta, y sobre la cual nos queda un resto permanente de intriga”.
De modo que lo que Vicente Aranda ha querido contar es una historia de rebeldía. Pero ¿qué vemos realmente en el film? En primer lugar una película de excelente factura, a lo que el director catalán nos tiene de sobra acostumbrados, no sólo por su amplia filmografía: veintidós películas desde Brillante porvenir (1964) y Fata Morgana (1966) a Juana la loca (2001) y Carmen, sino de algo que ha dado prueba en las últimas, que sabe dar credibilidad fílmica a la historia.
Para una película como la que nos ocupa la ambientación de época era esencial. Y es sin duda lo mejor, junto con la puesta en escena, la dirección de actores y la fotografía. Aranda ha conseguido, como lo hizo en Juana la loca con Beatriz Pérez Aranda, sacar de en la apariencia “mosquita muerta” Paz Vega una mujer de arrestos, un volcán andaluz, que aportara el explosivo al uso: jovencita de buen cuerpo y símbolo erótico convertida en hembra aguerrida.
Adquirido el filón, el film no ahorra desnudos provocativos, más eróticos que sexuales, y nos muestra una psicología femenina compleja más en la apariencia que en las motivaciones. En realidad sabemos que Carmen es una “mujer fatal”, a la que las circunstancias de hambre y pobreza han conducido al drama que encarna. Pero, sea por la cuidada estética simbólica del film, o porque no adentra en los sentimientos, Carmen, ni como personaje ni como película nos emociona.
El realizador ha conseguido una superproducción, eso sí, una de las más costosas del cine español, con una excelente recreación de ambientes, paisajes y vestuarios que nunca cantan ni rompen el embrujo. En momentos ha logrado color y encuadres de fuerza pictóricas, como el de la cigarreras del comienzo del film o algunos desnudos en claroscuro a lo Goya o Romero de Torres. Se ha salido con maestría en ocasiones de la propia película, rompiendo los tópicos al uso. Alcanza en otras excelentes rasgos de humor, por ejemplo con la aparición de El Tuerto en la cueva de los bandoleros.
Pero, como suele suceder, pese a existir inspiración formal, sentido de la imagen, excelente interpretación, falla la inspiración, algo innombrable en el alma de la película, lo que solemos llamar poesía. En realidad falla en ocasiones además el guión. Por ejemplo la película decae en las citadas secuencias de bandoleros y resulta ingenua y efectista en su uso de los símbolos religiosos. Bien está que José sea devoto de la Virgen, pero en ocasiones parece más un San Luis Gonzaga que un soldado de su Majestad, dadas sus reiteradas devociones. O que se introduzca la iconografía de Iglesia, estando como estaba en aquella época tan arraigada en la vida de los españoles, pero el desenlace sangriento en el templo y el culto al desnudo de Carmen sobre un altar, parece excesivo, por mucho mito que fuera para José y para Aranda la singular moza. Por no hablar de los momentos en que ambos protagonista hablan en euskera. Ni sabemos dónde lo ha aprendido la popular andaluza ni parece José esté capacitado para ser profesor de Ikastola en plena Sevilla del XIX[1].

Con ello, insisto, no quiero menoscabar los valores de este producto cinematográfico que está por encima de otros films equivalentes; que entretendrá y deleitará, sin dejar de producir buenos frutos de taquilla, entre otras razones por los atractivos de la protagonista, mostrados con tanta finura como abundancia. Pero, al salir nos seguimos preguntando quién es en realidad Carmen, puesto que a José, el macho ibérico entontecido y destruido por una mujer, lo conocemos bien. Quizás por esta razón Vicente Aranda se ha apresurado a hacer declaraciones sociológicas presentándola como víctima, no sea que las embravecidas feministas se le echen encima. Porque Carmen, la de Merimée, la de Bizet y la de Aranda, querámoslo o no, no deja en buen lugar al sexo femenino. Otra cosa es que dé cumplido juego a la exhibición y al drama.

[1] Merimée sí lo explica en su libro, al que en general Aranda es fiel en su versión cinematográfica: “Porque los gitanos, como no son de ningún país y viajan siempre, hablan todas las lenguas; hasta de los moros y los ingleses se dejan entender. Carmen sabía bastante bien el vascuence”. Aunque José aclara que en lo de su origen vasco, como en otras cosas, “Carmen mentía” ( Próspero Merimée, Carmen, pág. 47)

Dirección: Vicente Aranda. Guión: Joaquín Jordá y Vicente Aranda; basado en la novela de Prosper Mérimée. País: España.Año: 2003.Interpretación: Paz Vega (Carmen), Leonardo Sbaraglia (José), Jay Benedict (Prosper), Antonio Dechent (El Tuerto), Joan Crosas (Dancaire), Joe Mackay (Teniente), Josep Linuesa (Lucas), William Armstrong (Fray Carmelo), Julio Vélez (Señorito), Emilio Linder (Aristóteles).Producción: Juan Alexander.Música: José Nieto. Fotografía: Paco Femenía.Montaje: Teresa Font. Dirección artística: Benjamín Fernández.
Vestuario: Yvonne Blake. Estreno en España: 3 Octubre 2003

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Clónicos de Dios

Muchos muchos siglos antes que nadie hablara de clónicos ni tristes criaturas de laboratorio, apenas había amanecido el cosmos y tras el primer surgir de la Tierra separada del mar, una vez que Dios pintara de mil colores ríos, campos, montañas, frutas y pájaros, el creador se contempló a sí mismo y falto de espejo contigente, exclamó: “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza”. Y a su imagen, aunque de barro y viento, débil y sublime, capaz de reflejarle u olvidarle lo creó. Desde entonces todos somos mellizos, clónicos de un Dios. Y por eso los niños, cercanos aún a la fuente original de donde brotaron, no han perdido, sobre todo mientras duermen, ese sabor a infinito, esa placidez eterna en la que reposa en su interminable domingo el mismo Dios.

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El fotógrafo

El fotógrafo mira a la vida, y la vida le mira a él. ¿Quién dispara realmente las fotografías? Nosotros las guardamos en álbumes para atrapar la imparable corriente de la vida sobre cartulinas de dos dimensiones o ahora en archivos digitales. “¡Qué joven estaba entonces! ¡Mira en esa a papá cuando conoció a mamá! ¡Quién lo diría!” Pero ¿y las fotos que nadie hace? ¿Se quedan en algún remoto archivo astral donde se van depositando nuestras risas, nuestros amores y nuestras lágrimas? Quizás un dulce ojo que vigila amorosamente cuanto sucede guarda nuestras fotos para comentarlas en la mesa camilla el día feliz del encuentro. Entonces nos veremos como realmente somos. Eso y mucho más pensó el fotógrafo el día en que por azar fotografió su propia imagen en el espejo.

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Ateo y creyente

Encontré esta inscripción en Cuenca, cerca de la catedral. Es una conocida frase que pronunció el gran cineasta Luis Buñuel, ex alumno de los jesuitas, tan obsesionado con la religión que el tema reaparece continuamente en sus películas. La frase es profunda y tiene muchas lecturas. «Gracias a Dios soy ateo», porque lo que nos han vendido como «Dios» no es muchas veces más que un monigote: un ser que, después de una vida difícil nos asusta con castigos; un personaje que parece estar de parte de los poderosos o de los que aplastan nuestras conciencias. En su nombre se ha quemado a gente, declarado guerras, negado el pensamiento, hasta el amor y la vida. Entonces se explica que para algunos ese ateísmo sea igual a libertad. Pero, al decir «gracias a Dios», se admite a la vez su existencia, la del verdadero Dios, mas grande que toda categoría humana, el Dios del amor que llevó al Hijo a la cruz por defender que no somos esclavos de nadie, sino libres hijos suyos.

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Ciudad de Dios

Denuncia tan real como efectista

Fernando Meirelles, nacido en Sao Paulo, Brasil, en 1955, y con una sólida y exitosa trayectoria como documentalista y en el mundo de la televisión y la publicidad de su país, leyó un día una novela que le conmovió hasta la entrañas: Cidade de Deus (Ciudad de Dios) escrita por Paulo Lins, setecientas páginas que describen con brillantes registros literarios la existencia cotidiana de una colectividad muchas veces desconocida para los propios brasileños, el mundo cerrado de quienes viven asediados por la violencia, la injusticia social, la corrupción policíaca, el tráfico de drogas y la pobreza extrema en las favelas brasileñas. Aunque durante varios años había tenido la intención de comenzar a dirigir una película de ficción, el propósito tardó algún tiempo en cristalizar.
Su método fue hacer anotaciones de los personajes, situaciones y lugares que iba descubriendo en la novela. Y de aquí procede la fascinante estructura narrativa del film que es como un análisis desde arriba y desde fuera de esa colmena increíble que se llama Ciudad de Dios y que fue creada en las cercanías de Río de Janeiro para dar cobijo a una multitud abigarrada y empobrecida.
“No quise, en ningún momento, hacer una película testimonial o un documento político. Lo que hice fue describir sencillamente «la otra cara» que tiene mi país. La cual no tiene nada que ver con la imagen de «tarjeta postal» que nuestros gobiernos han vendido al mundo desde hace más de 50 años”; asegura Meirelles. Aunque al final su film es un terrible y estremecedor testimonio a medio camino entre el neorrealismo y el nuovo cinema, pasando por el trepidante gusto del video clip, el rap y las últimas tendencia musicales que privan entre la gente joven.
Dividido en capítulos, que se corresponden con los diferentes personajes y pandillas, el film tiene un hilo conductor, el ojo de un chico nacido y crecido en la favela Ciudad de Dios, demasiado sensible para ser criminal, a pesar del ambiente de violencia que lo rodea, que descubre que puede ver ese terrible mundo desde un punto de vista diferente a través de su pasión dominante: la fotografía.
Y son los sincopados disparos de la cámara de Buscapé los que nos sitúan fuera de esta sangrienta comunidad compuesta de pequeños gansters callejeros, tribus de niños y adolescentes armados que se apoderan del tráfico de drogas interno y siembran el terror en el recinto cerrado de la favela. Sus motivaciones, sus sueños, sus amores son analizados con interés y frialdad de entomólogo. Esta aticidad de la cámara viene dada por el artificio cinematográfico. Si la actitud de Meirelles en contar una historia real está emparentada con el neorrealismo, sin embargo su estructura narrativa, el montaje y en general la posproducción no puede estar más elaborada y entronca más con la escuela soviética y el dirigismo de la vieja estética marxista.
Meirelles mira con objetividad, pero nos conduce, nos fuerza la mirarda y hasta la retuerce muchas veces con enorme habilidad. Por ejemplo nos lleva a contemplar la misma escena desde diversos personajes o ángulos. O utiliza la cámara rápida, acelerando planos, con un interés sintético de elipsis temporal, como si tuviera prisa de contar lo inútil de una situación. Su ángulo preferido es desde arriba, como si fuera ese Dios que parece no existir en la ciudad de su nombre.
Aparte del fotógrafo Buscapé, que cumple su función de testigo, el film analiza los dos jefes de banda, Sandro Ceonura y Ze Pequenho. Particularmente rico, por su compleja personalidad, un niño que desde muy pequeño disfruta matando, es este segundo personaje, que lleva su crueldad a casos extremos, como el momento en que ajusta cuentas con los pequeños raterillos que le hacen la competencia. Entre ellos está la figura de la conciliación y el compromiso, Bené, que da lugar a una de las escenas más eficaces de todo el film, cuando se transforma en “pijo”. Todos componen una sinfonía de la tragedia, donde los verdaderos culpables, por supuesto, no son los niños, ni los padres, ni nadie de aquella pobre gente encerrada en su fétida ciudad-cuchitril, sino el gran problema del Brasil de casi todo el Tercer Mundo, la corrupción de los que mandan y más en concreto en este caso de la policía.
El film, no por ser un alegato y moverse en un ambiente desolador, deja de entretener. Por el contrario prende el interés desde el primer momento, aunque como es lógico no divierte, por lo terrible de su constatación. Tampoco llega a emocionar, carencia que yo atribuiría a que brilla por su ausencia la dimensión contemplativa propia de los planos largos y sosegados donde los personajes y las cosas hablan por sí mismos. Es de nuevo la vieja polémica entre el plano-secuencia y el montaje, entre Roma, cità aperta y El acorazado Potenkim. Diríamos que Meirelles aborda su favela con alma de Rosellini y métodos, actualizados en la escuela televisiva, de Einsenstein. Pero al final, ambos son desbancados por el video-clip, que puede más.
Ciudad de Dios es un alegato encomiable, como el estudio de una madrigera de insectos atrapados tiranizados y desnaturalizados por el dios del neoliberalismo económico: el tiránico consumismo, auténtico creador de ese infierno que el film relata. Su denuncia –este film puede ser biblia para los movimientos antiglobalización- responde a la realidad, que parece está haciendo reaccionar al Brasil en sus últimas opciones políticas. Pero el arte es más, el arte ha de ser sugerencia, es intuición, es dejar que, entre las formas, hable con emoción lo inefable. Esta dimensión, que aparece a retazos en la excelente fotografía, la impecable interpretación de actores en su mayoría no profesionales e incluso en su original estructura, queda como sajada por un lenguaje sincopado y efectista que no deja tiempo a sentir con esos niños, a participar de sus o sueños o al menos a llorar por ellos.

Tïtulo original: Cidade de Dios, Brasil. 2002. Dirección: Fernando Meirelles. Guión: Bráulio Mantovani; basado en la novela de Paolo Lins. Duración: 135 min. Producción: Andrea Barata Ribeiro y Maurício Andrade Ramos. Intérpretes: Matheus Nachtergaele (Sandro Cenoura), Seu Jorge (Mané Galinha), Alexandre Rodríguez (Buscapé), Leandro Firmino da Hora (Zé pequeno), Phellipe Haagensen (Bené), Jonathan Haagensen (Cabeleira), Douglas Silva (Dadinho), Roberta Rodríguez Silvia (Berenice), Gero Camilo (Paraíba), Graziela Moretto (Marina), Renato de Souza (Marreco). Música: Antonio Pinto y Ed Côrtes. Fotografía: César Charlone. Montaje: Daniel Rezende.Sonido: Guillherme Ayrosa, Paulo Ricardo Nunes. Dirección artística: Tulé Peake. Vestuario: Bia Salgado e Inés Salgado. Estreno en España: 31 Enero 2003.

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Cuando Dios imagina a Dios

Cuando el hombre imagina a Dios, los sitúa entre nubes, rodeado de rayos y centellas, abriendo abismos, separando mares y levantando con su poderoso dedo montañas y continentes. Cuando el hombre piensa en Dios, lo hace tronar desde las alturas como creador, legislador, juez castigador y todopoderoso dueño. Pero cuando Dios imagina a Dios, comienza por romper todos los códigos de nuestras insignificantes vidas. Da miedo a veces del Dios que se inventa el hombre. Sólo Dios pudo inventarse a un Dios así, que ríe y llora entre las pajas, tembloroso y frágil; del tamaño de nuestro acurruque y nuestro abrazo, colándose por amor entre los pliegues de la historia y el tiempo. Sólo Dios pudo pergeñar una religión así, que de tan hermosa parece absurda, que de tan grande parece pequeña, que de tan humana tiene el inconfundible sabor de lo divino. Sólo Dios pudo inventarte a ti y tu entrañable Navidad, mi niño Jesús.

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El Seiscientos

Fue el primer coche para muchos españoles. Pequeño, coqueto, sencillo y utilitario, nos bautizó a muchos en la sensación de libertad que es conducir. Nos llevaba al trabajo y nos comunicó con el mar, la montaña, el campo. Aguantó acelerones y maltratos, y acompañó muchos sueños, urgencias, amores, miedos, partos, despedidas, escapadas. Ahora el Seiscientos –parece mentira–, es casi un objeto de museo. Lo han sustituido automóviles mucho más ostentosos, potentes y agresivos, que simbolizan el estatus, el orgullo y las apetencias del hombre de hoy, cada vez más competidor y agresivo. ¿Y nosotros? Como la gente de la acera, seguimos pasando y buscando insatisfechos alcanzar un destino que las cosas no pueden proporcionarnos. Y ellas nada serían, si nosotros no les prestamos un poco de alma: lo mismo un árbol que un Seiscientos.

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Last orders

En torno a unas cenizas

Esta es la historia de una urna funeraria, convertida en road movie. Basada en la novela de Graham Swift, Las orders, ganadora de la premio Booker, la película trata del viaje de cuatro británicos, hombres maduros que, respetando las últimas voluntades de un amigo, deciden ir a esparcir sus cenizas en el mar.Los cuatro colegas son los vetarnos actores, amigos del difunto personaje encarnado por Michael Caine,   Bob Hoskins, Ray Winstone, David Hemmins y Tom Courtaney, y todos sufren de una extraña dependencia del desaparecido. Al hilo del viaje en carretera se van desgranando historias de juventud, amores antiguos, recuerdos de guerra, problemas profesionales y económicos, en una palabra, la vida entrecruzada de estos personajes que saldan su deuda con el pasado mientras se pasan unos a otro la urna con las cenizas de Jack, cuya vida es catalizadora de todos ellos.
Detrás hay una mujer, Amy (Helen Mirren), la viuda que encarna un amor en parte frustrado por la existencia de una hija disminuida psíquica y por la fuerte personalidad de Jack y que se niega a participar en el viaje.
Lo mejor del film es que esta revisión de vida que supone el traslado permite a base de flash-backs  ir recuperando, como en un rompecabezas el entramado psicológico de sus historias, que componen una sinfonía coral de grandezas y miserias, miedos y alegrías. Ello facilita al director, Fred Shepisi (La casa Rusia), que también es autor del guión,  el convertir Last orders en un fresco de la vida cotidiana. La semejanza de los jóvenes actores que interpretan los papeles del pasado y el doble tono de colorido del ayer y el hoy son como una meditación sobre la vida. No solo sobre el paso del tiempo y su fugacidad, lo cual es obvio, sino sobre las heridas no restañadas, los pequeños rencores, los tramos aún no vividos, ese extraño poder que ejercen unas personas sobre otras, la inmadurez pendiente. Y sobre todo sobre el perdón, condición necesaria para mantener vivo el amor  mientras pasa el tiempo.
Es, como casi todo film de carretera, un film iniciático para reflexionar y purificar los recuerdos e ir describiendo la psicología de los personajes. Mientras la película avanza, las escenas del presente y el pasado se suman con mayor profusión y naturalidad, como si el realizador quisiera decirnos que todo el tiempo es uno en el ser humano. La aparente juerga de los bebedores de cerveza va revelando un mundo secreto interior. Y pese a la tristeza del tema, hay un feliz final, que es la fuerza de la amistad que nos permite sobrevivirnos a nosotros mismos.
Es cierto, por estas razones, que la película puede parecer algo pesada y pastosa a un público acostumbrado al trepidante cine de hoy. Pero, por eso mismo, es valiente, al asumir, como la novela original, cuestiones que tienen poco de populares hoy día. Como dice el actor Michael Caine, esta película “trata de personas corrientes que no son corrientes”.
La interpretación es excelente. No en vano se trata de actores veteranos que se entregan a sus papeles con naturalidad y fuerza. Bob Hoskins, el actor de Mona Lisa El largo viernes santoconfiesa que tanto él como Michael Caine acabaron llorando de veras cuando rodaron la escena en que este se está muriendo en el hospital.
Con todo, algo le falta a esta película. ¿Qué es? ¿El sentimiento, la fluidez entre pasado y presente, o el empaste de todo? Posiblemente es esa bruma británica, ese punto de frialdad que envuelve a los personajes y siempre los hace distantes incluso dentro de un film que pretende hacer anatomía de los sentimientos. Como si en el fondo los personajes siguieran siendo en gran parte unos desconocidos para el espectador, como para ellos mismos.

Título original: Last Orders, Reino Unido, Alemania, 2001. Director: Fred Schepisi.Producción: Fred Schepisi, Elisabeth Robinson. Guión: Fred Schepisi. Intérpretes:Michael Caine (Jack), Tom Courtenay (Vic), David Hemmings (Lenny), Bob Hoskins (Ray), Helen Mirren (Amy), Ray Winstone (Vince).Fotografía: Brian Tufano.Vestuario: Jill Taylor.Montaje: Kate Williams.Música: Paul Grabowsky.

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