Siempre hace buen tiempo

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Lugares comunes

Existencialismo argentino

Contra corriente, con una libertad envidiable y una gran calidad cinematográfica, Adolfo Aristarain está considerado como uno de los realizadores mejor reputados del cine argentino. Consolidó su oficio durante los años ochenta con el cine policíaco y dio el salto a una obra sustancial y de contenidos a partir de Un lugar en el mundo (1992), demostrando en medio del efectismo y superficialidad reinantes, que es posible abordar la dimensión espiritual de los hombres y mujeres de nuestro tiempo. A este hermoso film siguieron La ley de la frontera (1995) y Martín Hache (1997), que abordan igualmente el drama y los conflictos actuales de una sociedad aquejada de sin sentido y decadencia.
Con el telón de fondo de la crisis argentina, atenazada por la precariedad económica y la emigración, Lugares comunes, plurigalardonada en el último festival de San Sebastián, relata la historia de una madura pareja argentina teñida sin duda de las experiencias autobiográficas del autor. El filme se basa en una novela inédita de un primo suyo, de la que el director con ayuda de su esposa Kathy Saavedra, ha realizado una lúcida adaptación y una cuidada traducción en imágenes en la que no falta su propio hijo como ayudante de realización.
De nuevo la historia es lo contrario a los presupuestos de Hollywood: pocos personajes, introspección, elementalidad narrativa y riqueza de matices que mantienen en todo momento el interés humano y la naturalidad expresiva. Fernando Robles (Federico Luppi) un profesor de literatura, sesentón y empedernido izquierdista, sufre en propia carne las consecuencias de la recesión económica.
A la mala noticia de su prejubilación forzada se une su connatural pesimismo existencial cuando está punto de viajar a Madrid en compañía de su esposa Liliana (Mercedes Sampietro), una encantadora catalana exiliada de niña, su contrapunto, ayuda y compañía. El viejo profesor vuela a visitar a su hijo Pedro (Carlos Santamaría), casado en España, que ha abandonado su vocación de escritor para trabajar como ejecutivo informático y situarse en el estado de bienestar europeo. Fernando no sólo renuncia a la ayuda económica que le ofrece Pedro, sino que increpa a su hijo de forma destemplada por haber preferido una vida convencional a ser él mismo.
Tras el breve paréntesis madrileño, se enfrenta de nuevo con su situación en Argentina y contra corriente decide, por amor a su esposa, vender el piso en Buenos Aires para comprar una finca en el campo donde cultivar lavanda y fabricar perfume. Esta anécdota sirve a Aristarain para desarrollar con voz en off el mundo subjetivo del protagonista que se resuelve en un monólogo de fuerte contenido filosófico sobre los límites de la razón y el sin sentido de la vida, mientras es dominado por un fuerte impulso autodestructivo.
Anclado en los principios de la revolución francesa, el librepensamiento y las ideas de la izquierda, que va reflejando en sus escritos, no acaba de disfrutar del privilegiado entorno natural que le rodea. Su esposa, sin embargo, práctica y enamorada, ocupa un dulce puesto a la sombra, entre independiente y compartido, que contrasta por su madurez y sobria ternura con el enervante pesimismo de Fernando.
El film, como otros de Aristarain, sobrecoge por su sencillez de elementos y por el tratamiento psicológico de los excelentes actores que nos arrastran al afrontar cuestiones, que, como dice Fernando, han inquietado al ser humano desde las preguntas filosóficas que se hicieron los griegos. Es un estilo clásico en la forma, pero moderno en la introspección, donde juegan un papel excelente los secundarios como el divorciado amigo Carlos, su desinhibida y joven compañera Natacha (Valentina Bassi) y el encantador campesino Demedio (Claudio Rissi)
La película sería perfecta, si no pecara de un repetido resabio del cine argentino, su casi constante pedantería intelectual. Uno no sabe si es el personaje o el director quien se pisa la inteligencia.
Es cierto que el film puede interpretarse como una autocrítica irónica de esta típica pose seudocultural tan argentina. Pero una secreta admiración por el protagonista traiciona esta posible interpretación. La película adora al viejo profesor, que no usa otros argumentos que los de un existencialismo sartriano pasado de moda y que carga en ocasiones al espectador con su didactismo de predicador laico, anclado en sus propios dogmas. Que esto es así lo prueba la secuencia de Tutti Tudela (María Fiorentino), la química que sufre un flechazo bastante gratuito, ante los encantos del deslumbrante pensador. O cuando Liliana entrega a su hijo esos apuntes como un tesoro. Creo que es sólo aquí donde el film patina o acusa su agujero ante una posible dimensión de ironía autocrítica en la adoración al protagonista, que el espectador fílmicamente no puede compartir, pues acaba cargándole un tanto.
Hecha esta salvedad tanto Luppi, alter ego del director, como Sampietro y Puig, con momentos de excelente interpretación tan sensible como contenida, llenan la pantalla y nos envuelven en su peripecia humana, en nada ajena a situaciones de hoy. Se trata pues de un film que llena, atrapa y, sobre todo, nos hace preguntas desde la fluidez misma de la vida. De nuevo pues Aristarain se merece un aplauso por su valentía y buen hacer en una película en que la inevitable carga literaria queda compensada por la credibilidad de su excelente realización. En eso, como en el abordar la dimensión espiritual del hombre, hay que reconocerle que se mantiene tan libre como su jubilado profesor.

Título original:»Lugares comunes» (Argentina_España/2002). Dirección: Adolfo Aristarain. Producción., Adolfo Aristarain, Gerardo Herrero (Tornasol Films) y Shazam SA. Guión: Adolfo Aristarain y Kathy Saavedra, sobre la novela El renacimiento, de Lorenzo F. Aristarain Intérpretes: Federico Luppi (Fernando), Mercedes Sampietro (Liliana), Arturo Puig (Carlos), Carlos Santamaría (Pedro), Valentina Bassi ( Natacha), María Fiorentino (Tutti Tudela), Osvaldo Santoro, Pepe Soriano, Claudio Rissi (Demedio) y José Luis Alfonso. Director de fotografía: Porfirio Enríquez.Dirección de arte: Abel Facello. Sonido: Goldstein & Steinberg. Edición: Fernando Pardo. Duración: 110 minutos.

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Competencia desleal

Tragicomedia de una calle

El veterano director italiano Ettore Scola continua siendo fiel a sí mismo por encima de corrientes y solicitaciones comerciales para percibir las convulsiones sociales y políticas desde el pulso de la vida cotidiana, como hizo en sus grandes films Una jornada particular (1977) o La familia (1987) y La cena (2000). Sus detractores acusan al viejo comunista italiano de haberse edulcorado, despersonalizado y convertido en demasiado obvio y explícito en sus discursos fílmicos. Pero es que el de Scola sigue recordando más aquel cine de crónica inmediata y colectiva, heredero del neorrealismo, que cualquiera emparentado con la concesión al vedetismo o el efectismo manipulador actual.

Ahora no se trata siquiera de aquellos films apoyado en actores como el romance entre el Mastroiani homosexual antifascista y la Sofía Loren ama de casa en un piso del EUR. Competencia desleal relata simplemente la historia de una calle popular del borgo Pío –reconstruida por entero en Cinecittá–, barrio de vecindad que contrasta con la ominpresente y cercana cúpula de San Pedro en el Vaticano durante el fascismo de Mussolini. De esa calle, de la que no escapará la cámara durante todo el film, capta Ettore Scala el pulso de la vida diaria: el cotidiano renquear del tranvía, el músico callejero, el vendedor de manzanas al caramelo, los días de sol, la lluvia, la tristeza, las idas y venidas, las manifestaciones políticas.

Aunque la trama se centra especialmente en dos familias, enfrentadas por la competencia comercial de sus respectivos negocios, ellos son sólo seres anónimos de la gran historia, como todo el mundo. La anécdota es la pugna entre tiendas del sastre católico Umberto (Diego Abatantuono) y la de su vecino el judío, dueño de una mercería, Leone (Sergio Castellitto). En tono de comedia italiana el film relata las desavenencias de los comerciantes, sus artimañas para disputarse entre si la clientela y las peripecias vitales de ambas familias, con el trasfondo de la política fascista que asolaba la Roma de entonces. Personajes secundarios, como el hermano de Umberto, maestro de escuela progresista de boquilla que le ayuda en la tienda (Depardieu) o el cuñado gorrón, que vive en su casa y se afiliará a los camisas negras, nos van situando en torno el eje ideológico que plantea el film y las diversas posturas ante las leyes racistas de Mussolini que, a través de sucesivas medidas represivas, llegarán a afectar y evolucionar la vida tranquila de aquella calle romana.

Todo, también el amor que surge entre dos jóvenes hijos de ambas familias, es visto desde los recuerdos y los dibujos a plumilla de un niño, el benjamín de la familia. Este dirá al fin de la película sobre su compañero de juegos judío: «Dos que han bebido juntos hígado de bacalao serán para siempre amigos» Es cierto que el mensaje del film es obvio: el archiarrepetido alegato contra la intransigencia fascista en una familia judía. Pero el tratamiento fílmico posee un encanto especial por su naturalidad transparente, casi ingenua, y por el desafío que supone no realizar un cine de estrellas, ni de impactos, ni siquiera de marcados caracteres con los que identificarse, sino sobre un colectivo, una calle, el fluir de la vida misma.

En este sentido la ambientación está especialmente cuidada. Pequeños detalles como el juego de las chapas, el Meccano, las sastrerías y tiendas, los peinados y vestimentas, no se despegan como en otras películas, sino que responden a una evocación tratada con un color adecuado y una pátina nostálgica. La realización de Scola es fiel a su cine testimonial a medio camino entre la crónica intimista y el reportaje de sabor casi informativo, sobre todo en sus primeros planos que parecen fotos de antaño. A veces cámara-ojo, a veces documento, destacaría la secuencia de la fiesta, la de la pedrada en el escaparate o la del camión al final, que evocan los mejores momentos de neorralismo de sus maestros Rossellini y De Sica.

Lo mismo hay que decir de los intérpretes, domesticados hasta tal extremo, que incluso un divo como Depardieu, casi gris, es sacrificado en función de la colectividad. O el retrato de Umberto, sublimemente vulgar, pero con la buena ley de la gente del pueblo. ¡Qué diferencia del histronismo, irrealismo y vedetismo de films exitosos como La vita è bella o el cultivo del puro decadentismo de Cinema paradiso! ¿Que todo ello puede derrundar en momentos lineales, casi vulgares y aburridos? Como la vida misma. No así para el espectador contemplativo que redescubre detalles en la escenografía o se divierte con personajes secundarios como el transportista contratado de mozo de la sastrería o el inefable anciano relojero judío lituano que, enamorado de Italia, cree ingenuamente que su furbizzia va a salvarle. La Iglesia, sin una línea en el guión, está sin embargo omnipresente en la película como telón de fondo con la cúpula de San Pedro, quizás como una denuncia de pasividad ante la tragedia, y en la tremenda y ambigua frase: Dio e Duce.

En una palabra, un film excelente, como desafío cinematográfico circunscrito a una calle, sin que la cámara pierda movilidad y expresividad psicológica, sin concesiones, y con un gran amor, coherente con toda su filmografía, a los indivíduos víctimas de la sociedad y a las cosas. Una película de madurez, que, lamentablemente, me temo, no tendrá mucho éxito de taquilla, pues nuestro mirar está cada vez más viciado por los trepidantes telefilms y la escalada comercial alienante. Y, por ello, también una lección para aprender a redescubrir que la belleza, la risa y la tragedia, se ocultan en el entramado de lo trivial y lo pequeño, que es donde se viven en realidad las consecuencias de las grandes decisiones y los lamentables abusos de la clase política.

Título Original: Concorrenza sleale, Italia, 2001 Director: Ettore Scola.Productor: Franco Committeri. Guión: Fulvio Scarpelli, Furio Scarpelli, Giacomo Scarpelli, Ettore Scola , Silvia Scola. Intérpretes: Diego Abatantuono (Umberto), Sergio Castellitto (Leone), Gérard Depardieu (Angelo), Jean-Claude Brialy (Nonno Mattia), Claude Rich (Conde Treuberg), Claudio Bigagli, Anita Zagaria(Margherita), Antonella Attili (Giuditta), Augusto Fornari, Elio Germano (Paolo), Gioia Spaziani (Susanna), Sabrina Impacciatore (Matilde), Rolando Ravello (Ignazietto), Eliana Miglio ,Simone Ascani (Lele), Walter Dragonetti (Pietruccio), Sandra Collodel. Fotografía: Franco Di Giacomo. Música: Armando Trovajoli. Montaje: Raimondo Crociani. Decorados: Ezio Di MonteVestuario: Odette Nicoletti. Sonido: Andrea Petrucci, Corrado Volpicelli.Distribución: Estreno en España:

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El amor imperfecto

Dilemas fronterizos

Parece que asistimos a un renovado interés por los temas trascendentes en el cine italiano. Después de La habitación del hijo de Nani Moretti que afrontaba la tragedia de una familia ante la prematura desaparición de un joven hijo, otro film nos encara con un racimo de cuestiones éticas y fronterizas en un momento de progreso de la medicina y de creciente soledad afectiva en las grandes urbes. Se trata de El amor imperfecto, segunda obra del realizador Giovanni Davide Maderna, de veintinueve años de edad, tras su Questo e il giardino, que obtuvo el premio a la opera prima en Venecia (1999).

El film, también presentado en Venecia el año pasado, se desarrolla en tiempo actual y tiene por escenario una Génova industrializada de inquietante arquitectura. Inspirado en una noticia periodística real, cuenta la historia de una pareja compuesta por Sergio, joven de treinta años empleado en un supermercado, y Ángela, una española afincada en Italia. Ambos deciden conscientemente tener un hijo, a pesar de que, afectado de una grave encefalopatía desde del seno materno, se le diagnostica la muerte segura tras el parto. En la decisión influyen de forma determinante las creencias de Ángela, católica convencida.

Esta muchacha aragonesa, natural de Calanda, que desde niña oyó el relato del famoso milagro del cojo al que la Virgen del Pilar restituyera la pierna cortada (Los cuadros de esta sorprendente y documentada historia con fondo de los tambores de Calanda ocupan los títulos de crédito), tiene además un hermano (o amigo?) sacerdote, que viene de Aragón a bautizar en la incubadora al recién nacido.

Sergio en cambio, serio y misterioso, es agnóstico. Durante su crisis conoce una joven recién empleada con la que sale una sola noche. La historia de esta muchacha que, después de ser violada, se suicida en el Metro al día siguiente es la otra vertiente narrativa del film junto con las pesquisas de la policía que sospecha de Sergio. A todo esto y con anuencia del médico, personaje tan irreal como inconsistente, la pareja decide donar en trasplante los órganos del recién nacido. La excepcionalidad de los hechos convierte en noticia de los medios de comunicación la peripecia íntima de la pareja.

Un sin fin de temas tan actuales como universales y complejos se dan cita en esta película con preguntas sin respuesta: El dilema del aborto ante una malformación congénita sin esperanza de vida; el encarnizamiento terapéutico que supone mantener vivo en la incubadora a un ser en esas circunstancias; la licitud de hacer nacer una criatura para convertirla en un banco de órganos; el trauma de una pareja enamorada que se aferra a lo imposible. Y, como trasfondo de todo esto, las preguntas eternas sobre el sentido de la vida, el absurdo del dolor, el más allá, la existencia de Dios, la salida por el suicidio y la expectativa sobrenatural del milagro. Todo ello aderezado además con unos sueños reveladores del subconsciente de la joven madre.

Como se ve, demasiados y encumbrados temas para ser despachados en un solo film, que para colmo introduce la trama policíaca. Giovanni Davide Maderna opta por un estilo sencillo, de tempo largo, contemplativo y de cámara testimonial, a veces con planos ficticiamente alargados, con la intención de no implicarse en los hechos. Consigue que la historia atrape al espectador, gracias a cierto suspense sobre la auténtica identidad de Sergio y la extraña relación de la pareja con su incubado hijo. Pero a medida que el film avanza crecen también sus abisales agujeros de guión para terminar de forma brusca y poco convincente.

El film viene a decirnos que el amor es imperfecto porque la vida es imperfecta para todos, incluso para el policía, separado de su mujer, a quien la historia de Sergio Ángela roza de refilón y que llega a investigar el milagro de Calenda. En contra de Maderna, cuando afirma que “el guión es fruto de una elaboración muy intuitiva”, el resultado fílmico es forzado y en momentos escasamente creíble. El director ha declarado además que los personajes del médico y el policía le permiten presentar la faceta cultural y liberarse así de los componentes didácticos.

Si Ángela encarnaría la esperanza de fe y Sergio la desesperada increencia del absurdo, ambos al fin de la película serían superados por lo inesperado en el amor a esa criatura imposible.

Por el homenaje a Calanda y el interés por la dimensión espiritual del ser humano se ven claro los maestros confesados del joven director italiano: Buñuel y Bresson. Pero el film carece de la fuerza del primero y de la hondura del segundo. Aunque, gracias a la variedad de registros de los protagonistas, Enrico Lo Verso y la española Marta Belaústegui (su autodoblaje al castellano por cierto denota un penoso tonillo), la película consigue cierta densidad emotiva, pero fracasa por su ambición de pretensiones y sobre todo por la inconsistencia del guión.

En todo caso hay que animar a esta nueva promesa del cine italiano por la valentía en tratar temas que muchos realizadores rechazan por miedo a hacer cine de tesis o “mensaje” y que están en la calle. Debería, eso si, ser más modesto y, al menos, ir tratándolos de uno en uno. De algo se salva con todo el realizador en este tan deslavazado como inquietante film: de no caer en la tentación de tomar partido por otra cosa que el amor, aunque este, como todo lo finito y contingente, sea imperfecto.

Título original: L’amore imperfetto. Producción: Kubla Khan, Eyescreen, Rai Cinema, Tornasol Films (Italia, España 2001). Dirección: Giovanni Davide Maderna. Guión: Giovanni Davide Maderna. Intérpretes: Enrico Lo Verso (Sergio), Marta Belaustegui (Ángela), Federico Scribani, Francesco Carnelutti. Fotografia: Yves Cape. Montaje: Paola Freddi.Escenografia: Massimo Santomarco. Vestuario: Valentina Taviani.Música: Bernardo Bonezzi. Productores: Andrea Occhipinti, Umberto Massa. Duración: 92′

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Hable con ella

Intimismo trascendental

Habituados a la estética esperpéntica y a veces manipuladora de Almodóvar, Habla con ella resulta para el espectador una grata sorpresa de intimismo, contención y sobre todo de una nueva profundidad que cala más allá de las imágenes. El realizador manchego decide abordar un tema de enorme vigencia y actualidad: la amistad y la soledad en un mundo de incomunicados y fracasados en el afecto, para trazar la frontera de la piel humana y en definitiva escrutar las voces secretas del alma aun desde el silencio de la aparente inconsciencia.

Una serie de noticias de prensa despertaron la creatividad de este nuevo film de Pedro Almodóvar con un mismo denominador común: la llamada “muerte cerebral” mientras permanecen las constantes vitales, lo que hace que algunas personas se mantengan inconscientes y vivos a la vez durante años, y que, de pronto, en determinados casos recuperen la conciencia o regresen a la vida. Estos hechos han planteado una serie de interrogantes sociológicos, psicológicos y éticos sobre cómo hemos de relacionarnos con esas personas y el influjo o manipulación que podemos ejercer sobre ellas. ¿Nos oyen? ¿Nos perciben subconscientemente? ¿Son capaces de amar?

Pero no es la ética sino la estética lo que ha hecho a Almodóvar superarse a sí mismo en este hermoso film, que si por una parte continúa el proceso de la madurez humanística de la archigalardonada Todo sobre mi madre, por otra evita la aparición de personajes fantasmas y deus ex machina, gracias a un guión coherente, una realización contenida y un montaje perfecto. Es posible que haya que trazar una frontera en la filmografía de este incomparable cineurgo que posiblemente marque la muerte de su madre.

La danza de Pina Baussch, Café Müller, arranca y cierra en su dramática belleza, tras la apertura de un telón, esta bella película. Dos mujeres casi autistas se mueven convulsas entre sillas y mesas al compás de “The Fary Queen”, de Enry Purcell, mientras otro de los intérpretes del escenario le quita los obstáculos para evitar que se tropiecen con ellos. En el patio de butacas dos hombres asisten a esta danza como espectadores sin conocerse aún. Son el joven enfermero Benigno (Javier Cámara) y el periodista-escritor argentino Marco (Darío Grandinetti), quien rompe a llorar de emoción ante el espectáculo.

Ambos personajes se volverán a encontrar en una clínica privada, donde dos mujeres se encuentran hospitalizadas y en coma. Son Lidia (Rosario Flores), torera de profesión que ha sufrido una cogida pocos meses después de conocer al escritor argentino, que a su vez viene huyendo de una separación y un amor no superado; la otra es Alicia (Leonor Watling), joven estudiante de ballet. Benigno, el joven enfermero de ambigua sexualidad, se ha prendado de ella al observarla danzar desde la ventana de su casa, donde hasta hace poco vivía cuidando a su madre. Un accidente de automóvil deja también en coma a la muchacha y Benigno se ofrece como enfermero profesional para cuidarla.

Ambas historias de soledad casi metafísica se entrecruzan una y otra vez en el resto de la película. Mientras Benigno cree firmemente que Alicia le escucha y, sabedor de que a la joven frecuentaba la Filmoteca y gustaba del cine mudo, le va contando las películas que ve, le trae sus objetos queridos y la cuida y lava con mimo, Marco es absolutamente incapaz de dirigirse a Lidia, aunque se mantiene sin embargo a su lado hasta el momento en que su ex marido, también torero, le revela que poco antes de la cogida se habían reconciliado como pareja.

Son personajes solitarios y frustrados. Lidia, hija de un banderillero que había proyectado en ella su necesidad de triunfar como matador, casi ha provocado la cogida para llamar la atención de su marido. Marco huye de sí mismo escribiendo guías de viaje, como lo hiciera con su malogrado amor. Sólo el enfermero Benigno parece realizarse en el amor gratuito hacia una enferma que no le responde, aunque los acontecimientos desencadenarán el drama con graves cuestiones éticas de difícil respuesta.

El film está conducido por mano maestra desde las emociones interiores, la potencia de rostros cargados de alma, la virtualidad misteriosa del dolor. El hálito conductor es la presencia sin habla de Alicia, que Leonor Watling ha logrado eficazmente, gracias al aprendizaje del yoga Yyengar y un gran dominio de la relajación, para representar su papel de muerta-viva. Almodóvar ha logrado que un ser en coma vibre y comunique durante toda la película, atravesándola de misterio y sugerencia. Su cuerpo desnudo de enferma no aparece en ningún momento obsceno, sino puro y erótico al mismo tiempo desde una ambigüedad muy almodovariana.

La otra fuerza que da fuste al film es el pandant que hacen entre si ambos hombres protagonistas. Si el argentino representa el drama de la incomunicación, el encantador enfermero –autorretrato más o menos consciente de Pedro Almodóvar, tan vinculado a la madre–, representa la fe en el alma humana y una encarnación del amor gratis que supera a la muerte. Las mujeres necesitan que se les hable, que se les cuide, que se le acaricie por sorpresa, viene a decir. “Hable con ella”, le dice a su amigo.

Y una manera de hablar privilegiada es sin duda el cine. De aquí que Almodóvar incruste en el film una película muda española, creada por él mismo, un guión largo tiempo soñado que aquí resume en tres secuencias en blanco y negro: “El amante menguante”. Se trata de la historia de un joven enamorado que se bebe la pócima de su novia, científica investigadora, hasta quedar reducido en un hombrecillo tan pequeño que puede pasearse por su cuerpo desnudo como por un hermoso paisaje. Es la metáfora fílmica perfecta del amor que penetra en el ser amado.

Contar historias libera. Junto a este homenaje al cine, Almodóvar incluye la canción íntegra “currucucú paloma”, interpretada con femenina nostalgia por el brasileño Caetano Veloso, que refuerza la intimidad del film. A ello contribuye la presencia de otros personajes imprevisibles, como Geraldine Chaplin en el papel de profesora de baile de Alicia y la simpar e imprescindible Chus Lampreave, como singular portera.

Porque el hecho de que se trate del film más espiritual e intimista de Almodóvar no impide que sus constantes estén presentes: la sangre de toro, personificación de la virilidad violenta y la muerte; la raza española en una Rosarito que, según Almodóvar, es la mujer que mejor podía vestir un traje de luces; los saltos al humor del absurdo –entrevista de Loles León en televisión– y su homenaje a la estética y humanismo homosexuales, cristalizado en Benigno (nombre evocador: Benigna es la mendiga cristiana contra las formalidades y convenciones que se entrega por amor de Misericordia de Galdós) que gusta bordar, decorar su casa, conversar como las mujeres.

Otro acierto del film es su concepción ajedrezada del tiempo. Los tiempos de los personajes se adelantan y retrotraen en función de un tiempo interior o no tiempo de Alicia, que es el verdadero protagonista del film. Lo mismo hay que decir de la interpretación, la música y el montaje que orquestan la película como una danza.

En fin no faltan los elementos subconscientes entre buñuelescos y freudianos y una simbología que lleva el contenido del film más allá probablemente de las intenciones del propio director: La interconexión de todos los seres, la soledad del amor, la piel como frontera, el sexo como abismo, la ética convencional y la ética personal, la realización del amor personal por sí mismo aun sin respuesta, la tensión entre la fe y la manipulación… En fin una riqueza propia de una obra abierta que cuestiona muchos de nuestros comportamientos actuales, desde esa ruptura con todo tan propia de Almodóvar pero sin la frivolidad forzada y esperpéntica de otras películas menos creíbles. Un canto a la mujer, un poema de amor y un film que sin dejar la sensualidad y el culto al cuerpo apunta a su trascendentalidad como alma. En resumen, probablemente el mejor film de Pedro Almodóvar.

Título original: Hable con ella. Producciones El Deseo, España, 2002.Guión y dirección: Pedro Almodóvar. Productor: Agustín Almodóvar.Fotografía: Javier Aguirresarrobe, AFC Música: Alberto Iglesias.Coreografía: Mauricia Fogo y Café Müller. Pina Bausch. Intérpretes:Alberto Iglesias: Javier Cámara (Benigno), Darío Grandinetti (Marco), Leonor Watling (Alicia), Rosario Flores (Lydia), Mariola Fuentes- Con la participación de Geraldine Chaplin y la colaboración especial de Pina Bausch, Malou Airaudo y Caetano Veloso.

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El triunfo del amor

La saturación por la vulgaridad y bajo nivel reinantes mueve a algunos creadores actuales a desempolvar obras exquisitas del XVIII, siglo de la razón y la sensibilidad, sobre todo en Francia. Junto a filósofos y científicos, que descubrieron su autonomía en la lógica y en sus experimentos empíricos, florecieron por contraste autores que cultivaron el gusto por el análisis de los sentimientos. Quizás algo semejante a lo que comienza a pasar en estos comienzos del siglo XXI.

Tal es el caso del dramaturgo francés Pierre de Marivaux (1668-1773). Este parisino nacido en una familia burguesa, escritor satírico, fundador de tres periódicos, que arrebató el puesto en la Academia al mismísimo Voltaire, se distinguió además como sutil dramaturgo y por observar de una manera precisa el sentimiento del amor en toda su metamorfosis, en las convenciones sociales, en las contradicciones de los personajes y entre el ser y el parecer, anticipándose a Laclos, Sade y Beaumarchais.

Entre sus comedias destaca El triunfo del amor (1732), cuyo representación teatral en Madrid coincide estos días con la adaptación cinematográfica de la británica Clare Peploe, esposa del gran Bernardo Bertolucci, que ha producido el film y colaborado en el guión. Peploe (que fue ayudante de dirección de Bertolucci y tiene en su haber tres films como directora) quedó altamente fascinada por una representación de la comedia en el Almeida Theatre de Londres y se propuso llevarla a la pantalla.

La película arranca con una escapada, en veloz carroza de dos caballos, de una princesa heredera (Mira Sorvino) en compañía de su dama Corine (Rachael Stirling). Ambas se despojan de sus lujosos vestidos dieciochezcos para introducirse en un palacete donde vive el guapo y joven príncipe Agis (Jay Rodan), a quien le fue injustamente arrebatado el trono que va a heredar la princesa fugitiva.

La obra teatral es una comedia de enredo de verbo exquisito y equívocos al gusto de la época, donde domina la palabra rebuscada y cuyo argumento se ciñe a los esfuerzos de la princesa que usa diversos nombres, Leónidas, Foción, Aspasia, para ir seduciendo, quier como hombre, quier como mujer, a los habitantes del palacete. Su intención final es enamorar a Agis, que la odia como usurpadora de su trono.

Racionalista y protector del muchacho, junto a su hermana soltera Leontina (Fiona Shaw) dedicada a la experimentación científica. Ambos viven aislados y han educado al príncipe a una vida sin amor.

La princesa encarnará sucesivamente personajes masculinos y femeninos para seducir al filósofo y su hermana y de este modo enamorar a Agis, en quien tiene intención de abdicar.

Como es obvio por su origen teatral la fuerza del guión es indudablemente la palabra. No olvidemos que los detractores de Marivaux llegaron a crear el término marivaudage para atacar su amaneramiento y sus neologismos, tras los cuales sin embargo se oculta un interesante aliento estético.

El gran desafío de la realizadora era pues, como suele suceder, superar el obligado encerramiento de las dimensiones teatrales. Lo ha conseguido gracias a dos elementos hábilmente utilizados. De un lado, la exquisita puesta en escena, enriquecida por una variada planificación y escenografía, que se sirve de hermosos jardines de Lucca (Toscana) y un palacio como laberinto y trasunto del enredo amoroso. Primeros planos junto a planos de detalle sirven a la sensualidad y a la morbosidad del equívoco de la doble sexualidad en la que Marivaux resulta hoy tan insinuante como moderno. El vestuario, los fondos, el color y la música dieciochezca sirven eficazmente a tal cometido, no exento de humor.

Aun así el espectador actual no avisado suele impacientarse con la no-acción externa y la saturación de la palabra, que podrían achacar teatralidad al film, como en su caso por ejemplo pudo suceder a la excelente adaptación de Pilar Miró de El perro del hortelano. Pero Clara Peploe añade otro elemento surrealista para recordar al espectador que ella está filmando un guión teatral: los planos en que aparece casi subliminalmente un patio de butacas y espectadores instalados entre unos setos del jardín, y el final de la película, explícitamente efectista, teatral y cantado. Con ello se hace perdonar sin duda por el público la pretendida teatralidad.

El triunfo del amor analiza dos facetas que no por pertenecer a otra época dejan de cobrar hoy vigencia. En primer lugar la sátira del racionalismo y el cientifismo junto a su ética hipócrita frente a la prioridad de los sentimientos y las pasiones humanas. El falso Foción irrumpe en el retiro solitario y tanto el filósofo como su científica hermana caen ante sus ambiguos encantos que ponen en tela de juicio sus más firmes propósitos.

El otro lado de esta inteligente comedia apunta a la bipolaridad humana, un tema muy presente en el pensamiento contemporáneo, que se plantea la problemática de la bisexualidad más que nunca. ¿Dónde comienza lo masculino y acaba lo femenino en cada uno de nosotros? El filósofo Hermógenes saca la lección al final de la película, cuando se refiere al lado positivo y negativo que comporta toda realidad humana y que hará finalmente hacer saltar el arco voltaico de Leontina al mismo tiempo que el amor de la pareja, orquestada por la coral que culmina el film.

Una película con tan escasos intérpretes tenía que apoyarse necesariamente en excelentes actores entre los que destacan Ben Kingsely, Mira Sorvino y Fiona Shaw. No es ciertamente un film de masas, pues requiere la concentración y el gusto que pide toda obra literaria clásica, pero que satisfará a espectadores con una mínima educación del gusto.

El triunfo del amor responde pues a su título y rompe de alguna manera el círculo de la vulgaridad reinante, gracias a un recuperado mundo de sentimientos donde lo más importante, como en la poesía, no es lo que se palpa sino lo que se sugiere o, como en laberinto del jardín de la vida, en la que es difícil conocer la sutil frontera entre la verdad y la mentira, la realidad y la ficción.

Título original: The triumph of love. Guión y diálogos: Adaptación de la comedia del mismo título de Pierre de Marivaux, a partir de una versión inglesa de de Martin Crimp. Clare Peploe, Beranrdo Bertolucci, Marilyn Goldin. Dirección: Clare Peploe. Producción: Italo-británica de Bernardo Bertolucci para Fiction-Recorded Picture Company. Productor ejecutivo:Massimo Cortesi. Música: Janson Osborn, David Gilmour. Dirección artística: Ettore Guerrieri. Fotografía: Fabio Chanchettti. Montaje:Jacopo Quadri. Sonido: Maurizio Argentieri. Vestuario: Metka Kosak

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La bicicleta de Pekin

Bicis para la libertad

La bicicleta, como icono, se ha convertido en todo un símbolo literario y cinematográfico. Premio, sueño, objeto de deseo en los años infantiles y juveniles es también medio de transporte y trabajo para los pobres. No en vano, como dice Fernán Gómez, Alas bicicletas son para el verano. En la historia del cine este símbolo se identifica con el clásico del neorrealismo Ladron de Bicicletas de Vittorio De Sica, un film que, además de Aun paseo de un padre y su hijo por las calles de Roma, como la definió en su día el gran crítico Andrè Bazin, focalizaba la denuncia social de la situación de la clase obrera después de la posguerra europea.

Ha llovido mucho desde aquel hermoso film a La bicicleta de Pekín, del joven realizador chino Wang Xiaoshuai, quien, después de diversas luchas con la censura en sus films, como The Days (1993), Frozen (1995) –firmada con el seudónimo de Wu Min– y Vitnamese Girl (1995), remontada, también por la intransigencia de la Oficina China del Cine con el título de So close to Paradiese, y tras The house (1999), ha triunfado con el film que nos ocupa en el último festival de Berlín (2001). La película obtuvo el Oso de Plata, el Gran Premio del Jurado y el premio a los mejores actores reveleación (Li Bin y Cui Lin).

Dos ingredientes se mantienen del viejo film italiano: el robo de la bicicleta a un trabajador y su búsqueda angustiosa. Lo demás no tiene nada que ver. Aquí se trata de un joven campesino, Guei, que emigra del campo a la ciudad de Pekín, y obtiene su primer trabajo como mensajero. El empresario de La entidad repartidora pone como aliciente a los jóvenes trabajadores llegar a ser propietarios de la bici a través de su trabajo.

A Guei le roban la bicicleta, apenas la ha adquirido mediante su esfuerzo, y el tenaz campesino la busca incansable entre miles por el bosque circulatorio de Pekín. Quiere la casualidad que un amigo la encuentre. Otro joven, Jian, estudiante perteneciente a una familia modesta que sueña también con una bici como modo de relación con una chica y sus amigos, la acaba de adquirir de segunda mano tras robar sus ahorros a su padre. Los caminos de ambos muchachos se entrecruzan en torno a un símbolo de su vida y sus sueños en la ciudad.

El film, bien lejano de aquella mirada con plano-secuencia del neorrealismo, arranca con un buen ritmo, casi alegre y occidental en su contemplación de la ciudad y observación de los personajes, en la que no faltan los planos cortos y acompasados con la música del momento. La película pretende así ofrecer los contrastes y las mentiras de la gran ciudad donde se lucha por sobrevivir.

Luego se va haciendo premiosa y reiterativa para desembocar en un drama tibio que casi no se sabe qué quiere decirnos. Quizás que ambos muchachos son víctimas del gran montaje ciudadano. El film tiene un guión discreto, una factura desigual y un desenlace fallido. Se trata de una película aceptable que parece pretender acercar el cine chino a la comprensión occidental. Tiene una excelente interpretación, que merece el premio. Pero personalmente no entiendo los demás galardones, que fueron justamente contestados en Berlín.

Su mayor logro es centrarse en la bicicleta como símbolo. Lo dice el propio director: La bicicleta ha sido siempre uno de los símbolos de Pekín e incluso de China en general. Durante años, era el único modo de transporte para toda la familia. Cuando era pequeño, el hecho de tener varias bicis era un signo de riqueza o de desenvoltura. Antes del periodo de la apertura de China, el nivel económico y social de una familia se medía por lo que se llamaban los ¡4 grandes!: el reloj, la máquina de coser, la radio y la bicicleta. Hoy los 4 grandes ya nos lo que eran…@ Para Wan Xiaoshuai ahora la bicicleta se ha convertido en China en el signo de la falta de medios y representa en alguna manera las grandes diferencias que hay en aquel país entre la ciudad y el campo. La bicicleta no es sólo una forma de supervivencia para el protagonista campesino, es su forma de afirmación en la gran ciudad, como para el estudiante lo es en su entorno estudiantil y frente a su novia.

Otra faceta interesante del film es el doble mundo que recoge de la ciudad. La aglomeración de las grandes avenidas, los edificios-colmena y nuevos hoteles lujosos, tras el aperturismo a Occidente, y a lado las viejas callejuelas donde transcurren las persecuciones en bici, el contraste entre el mundo contemplativo oriental, y el ritmo y la falsedad del desarrollo del consumismo occidental. En este sentido otro icono de esta paradoja es la chica que ve Guei y su amigo como un sueño imposible en el lujoso apartamente de enfrente y que no es lo que parece. Nada en la ciudad en realidad es lo que parece. Lo que valen son los sentimientos, la actitudes de fondo. Como Guei es la fortaleza y autenticidad del campo, Jian representa la mentira y la agresividad del neoliberalismo competitivo. En la aparente reconciliación que la historia de ambos parece propiciar vence en realidad el mundo destructivo de Jian.

De excelentes intenciones y agradable realización, no exenta de ciertos toques de humor, La bicicleta de Pekín, roza en momentos la inspiración y el arte, pero se queda como conjunto en una más que aceptable película, fallida sobre todo en su segunda parte y culminación. Hay años luz, aparte de mucha distancia cultural, ideológica y estética entre el clásico neorrelista y esta denuncia china postaperturista.

Tanto como como lo que media entre el arte y la tibieza posmoderna.

Título original: Beijing Bicycle. Guión y diálogos: Wang Xiaoshuai, Tang Danian, Peggy Chiao y Hsu Hsiao-Ming. Dirección: Wang Xiaoshuai.Producción: Pyramide Productions / Arca Light Films, dentro de la colección ALa China Moderna@ (China, Taiwan, Francia, 2001).Producción: Peggy Chiao, Hsu Hsiao-Ming y Han Sanping. Música: Wang Feng. Fotografía: Liu Jie. Montaje: Liao Ching-Song. Sonido: Tu Duu-Chiih. Música: Wan Feng. Vestuario: Pan Yan. Dirección artística: Tsai Chao-Yi y Cao Anjun. Interpretación: Lin Cui (Guo Liangui), Xun Zhou (Qin), Yuanyuan Gao (Xiao), Shuang Li (Da Huan), Yiwei Zhao (padre), YanPang (madre), Fangfei Zhou (Rongrong), Mengnan Li (Qiu Sheng). Duración: 113 min. Premios: Oso de Plata, Gran Premio del Juarado y Premio a Mejores Actores Revelación (Li Bin y Cui Lin) en Berlín, 2001.Distribución: Vértigo.

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