Existencialismo argentino
Contra corriente, con una libertad envidiable y una gran calidad cinematográfica, Adolfo Aristarain está considerado como uno de los realizadores mejor reputados del cine argentino. Consolidó su oficio durante los años ochenta con el cine policíaco y dio el salto a una obra sustancial y de contenidos a partir de Un lugar en el mundo (1992), demostrando en medio del efectismo y superficialidad reinantes, que es posible abordar la dimensión espiritual de los hombres y mujeres de nuestro tiempo. A este hermoso film siguieron La ley de la frontera (1995) y Martín Hache (1997), que abordan igualmente el drama y los conflictos actuales de una sociedad aquejada de sin sentido y decadencia.
Con el telón de fondo de la crisis argentina, atenazada por la precariedad económica y la emigración, Lugares comunes, plurigalardonada en el último festival de San Sebastián, relata la historia de una madura pareja argentina teñida sin duda de las experiencias autobiográficas del autor. El filme se basa en una novela inédita de un primo suyo, de la que el director con ayuda de su esposa Kathy Saavedra, ha realizado una lúcida adaptación y una cuidada traducción en imágenes en la que no falta su propio hijo como ayudante de realización.
De nuevo la historia es lo contrario a los presupuestos de Hollywood: pocos personajes, introspección, elementalidad narrativa y riqueza de matices que mantienen en todo momento el interés humano y la naturalidad expresiva. Fernando Robles (Federico Luppi) un profesor de literatura, sesentón y empedernido izquierdista, sufre en propia carne las consecuencias de la recesión económica.
A la mala noticia de su prejubilación forzada se une su connatural pesimismo existencial cuando está punto de viajar a Madrid en compañía de su esposa Liliana (Mercedes Sampietro), una encantadora catalana exiliada de niña, su contrapunto, ayuda y compañía. El viejo profesor vuela a visitar a su hijo Pedro (Carlos Santamaría), casado en España, que ha abandonado su vocación de escritor para trabajar como ejecutivo informático y situarse en el estado de bienestar europeo. Fernando no sólo renuncia a la ayuda económica que le ofrece Pedro, sino que increpa a su hijo de forma destemplada por haber preferido una vida convencional a ser él mismo.
Tras el breve paréntesis madrileño, se enfrenta de nuevo con su situación en Argentina y contra corriente decide, por amor a su esposa, vender el piso en Buenos Aires para comprar una finca en el campo donde cultivar lavanda y fabricar perfume. Esta anécdota sirve a Aristarain para desarrollar con voz en off el mundo subjetivo del protagonista que se resuelve en un monólogo de fuerte contenido filosófico sobre los límites de la razón y el sin sentido de la vida, mientras es dominado por un fuerte impulso autodestructivo.
Anclado en los principios de la revolución francesa, el librepensamiento y las ideas de la izquierda, que va reflejando en sus escritos, no acaba de disfrutar del privilegiado entorno natural que le rodea. Su esposa, sin embargo, práctica y enamorada, ocupa un dulce puesto a la sombra, entre independiente y compartido, que contrasta por su madurez y sobria ternura con el enervante pesimismo de Fernando.
El film, como otros de Aristarain, sobrecoge por su sencillez de elementos y por el tratamiento psicológico de los excelentes actores que nos arrastran al afrontar cuestiones, que, como dice Fernando, han inquietado al ser humano desde las preguntas filosóficas que se hicieron los griegos. Es un estilo clásico en la forma, pero moderno en la introspección, donde juegan un papel excelente los secundarios como el divorciado amigo Carlos, su desinhibida y joven compañera Natacha (Valentina Bassi) y el encantador campesino Demedio (Claudio Rissi)
La película sería perfecta, si no pecara de un repetido resabio del cine argentino, su casi constante pedantería intelectual. Uno no sabe si es el personaje o el director quien se pisa la inteligencia.
Es cierto que el film puede interpretarse como una autocrítica irónica de esta típica pose seudocultural tan argentina. Pero una secreta admiración por el protagonista traiciona esta posible interpretación. La película adora al viejo profesor, que no usa otros argumentos que los de un existencialismo sartriano pasado de moda y que carga en ocasiones al espectador con su didactismo de predicador laico, anclado en sus propios dogmas. Que esto es así lo prueba la secuencia de Tutti Tudela (María Fiorentino), la química que sufre un flechazo bastante gratuito, ante los encantos del deslumbrante pensador. O cuando Liliana entrega a su hijo esos apuntes como un tesoro. Creo que es sólo aquí donde el film patina o acusa su agujero ante una posible dimensión de ironía autocrítica en la adoración al protagonista, que el espectador fílmicamente no puede compartir, pues acaba cargándole un tanto.
Hecha esta salvedad tanto Luppi, alter ego del director, como Sampietro y Puig, con momentos de excelente interpretación tan sensible como contenida, llenan la pantalla y nos envuelven en su peripecia humana, en nada ajena a situaciones de hoy. Se trata pues de un film que llena, atrapa y, sobre todo, nos hace preguntas desde la fluidez misma de la vida. De nuevo pues Aristarain se merece un aplauso por su valentía y buen hacer en una película en que la inevitable carga literaria queda compensada por la credibilidad de su excelente realización. En eso, como en el abordar la dimensión espiritual del hombre, hay que reconocerle que se mantiene tan libre como su jubilado profesor.
Título original:»Lugares comunes» (Argentina_España/2002). Dirección: Adolfo Aristarain. Producción., Adolfo Aristarain, Gerardo Herrero (Tornasol Films) y Shazam SA. Guión: Adolfo Aristarain y Kathy Saavedra, sobre la novela El renacimiento, de Lorenzo F. Aristarain Intérpretes: Federico Luppi (Fernando), Mercedes Sampietro (Liliana), Arturo Puig (Carlos), Carlos Santamaría (Pedro), Valentina Bassi ( Natacha), María Fiorentino (Tutti Tudela), Osvaldo Santoro, Pepe Soriano, Claudio Rissi (Demedio) y José Luis Alfonso. Director de fotografía: Porfirio Enríquez.Dirección de arte: Abel Facello. Sonido: Goldstein & Steinberg. Edición: Fernando Pardo. Duración: 110 minutos.
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