Siempre hace buen tiempo

Monthly Archives: febrero 2004

Una ley para infrahumanos

La tragedia de Dover es como un símbolo del mundo que vivimos. 58 ahogados en una tumba ambulante, un camión frigorífico que se debía haber convertido para ese medio centenar largo de chinos en una especie de pasaporte para la libertad. Es cierto que en todo caso sólo hubiera sido una libertad sui géneris, si no incluso otra forma de neoesclavitud. Pero alguna liberación debe aportarles, cuando tantos inmigrantes se están jugando la vida por venir a la Unión Europea.

Esta noticia ha caído en un mal momento para el Gobierno. Al borde de pretender catapultar una nueva Ley de Extranjería, nuestros dirigentes han apuntado sus dedos acusadores contra las mafias de traficantes humanos. Pero eso es tanto como querer acabar con la prostitución en un país hambriento deteniendo a los proxenetas. El problema es anterior. Si los inmigrantes vienen a Europa, desde donde sea y como sea, es porque las desigualdades son tales que un basurero en Madrid o un trabajador de invernaderos en Almería gana suficiente como para que su mujer pueda subsistir en Marruecos e incluso comprar zapatos para los niños. Lo que Fátima siente, una viuda del Riff madre de seis hijos, que tiene uno trabajando en España y está ahorrando para enviar a otro, tiene muy poco que ver con el «efecto llamada» tras el que se escuda ante los medios de comunicación la rebaja de derechos humanos que pretende el Gobierno.

La actual Ley de Extranjería, que cuenta con pocos meses de vida, entró en vigor en febrero de 2000 y será modificada antes de que finalice este año. Enrique Fernández Miranda, delegado del Gobierno para Inmigración dice que la razón para cambiarla es ponernos a nivel europeo: «Perseguimos un espacio judicial europeo y tenemos que ir aproximando las legislaciones para que todos dispongamos e los mismos instrumentos, para ser capaces de ordenar la inmigración, que consideramos un fenómeno positivo y deseable».

Y como lo consideran tan positivo modifican 56 de los 63 artículos de la ley ampliando las diferencia entre legales y ilegales para «contentar» a la Europa del bienestar. Si la ley se aprueba, legales e ilegales verán limitados muchos derechos, reducida la posibilidad de reagrupar familias, incluso su residencia temporal, y estarán al albur de las autoridades para ser expulsados del país en 48 horas. Sindicatos, organizaciones no gubernamentales y la propia Iglesia han puesto el grito en el cielo, por lo que el PP se va a ver obligado a actuar con el temible rodillo para aplicarla.

Lo más curioso es que Jordi Pujol, poco sospechoso de «rojo», parece, como tantas veces, mirar más lejos. El presidente de la Generalitat le dijo a Aznar en la Moncloa que Cataluña necesita mano de obra y que más que modificar la ley lo que hace falta es una política de extranjería en España con tres ejes fundamentales: formación de trabajadores en sus países de origen, ayudas a estos en vías de desarrollo desde Europa; además de otras ayudas a las comunidades autónomas para que desarrollen programas de convivencia y cubran las necesidades de los inmigrantes y, para ello, se debería crear un fondo estatal; por último que estudien y apliquen elementos de cooperación para lograr un control y poder luchar de manara efectiva contra las mafias de entrada de inmigrantes.

Pero aun en las sensatas sugerencias de Pujol falta algo tan elemental que es previo y olvida casi todo el mundo: Los inmigrantes son seres humanos, tan humanos como era el tío Nicasio o el abuelo Paco que fueron a pasar frío y soledad en Alemania y sólo después de muchos años se trajeron unos ahorros al pueblo. Lo primero que hay que contemplar es que estos africanos, asiáticos, americanos o europeos son personas y por tanto sujetos de deberes y derechos. La semana pasada, Comisiones Obreras, UGT y la Asociación de Trabajadores Inmigrantes Marroquíes en España. anunciaron que recurrirán al Tribunal Constitucional la citada reforma.¿Servirá de algo?

Al final la vida no puede detenerse con muros de contención legales. Como dice Mustapha Mrabet, «para la gente que busca una vida mejor, dudo que la benevolencia o rigidez de la legislación española sea condición determinante de sus intenciones». Pero una vez que están aquí, no se les puede tratar en sus derechos de sanidad, educación o salario como si fueran infrahombres.

Manuel Pimentel, el ex ministro responsable de este negociado y que prefirió marcharse, tenía razón. Él pensaba que hay una España que necesita mano de obra y que no se debe pensar en la inmigración como un problema de orden público. En otras palabras, no es un asunto policial o de Mayor Oreja. Ni es sólo una cuestión económica que haya que enfocar desde las estructuras egocéntricas de la Europa rica. Es un imparable fenómeno histórico que tiene vertientes demográficas, étnicas, religiosas y culturales, y que en definitiva es una mera consecuencia de algo que ya se ha impuesto: la globalidad de hecho. Claro que es más fácil decir que estamos al día e interconectados por Internet que compartir pan y vida con gente de otro color y cultura, pero de carne y hueso.

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El beso de Roma y Moscú

A Vladimir Putin le cuesta sonreír. Frente a la cinematográfica sonrisa y las no disimuladas carcajadas de Clinton, que parece haber caminado muy suelto en esta despedida europea, el presidente ruso lleva dentro la gelidez de sus estepas junto al grave desafío propuesto por su colega americano: democratizar de veras al corrupto país. Por eso, al llegar a Roma, Putin se hubiera podido apuntar un tanto de distensión abriendo las puertas de Rusia al Papa.

Bautizado en secreto en tiempos de persecución religiosa, Vladimir lleva una cruz colgando de su cuello. Pero, no lo olvidemos, es un cruz ortodoxa. Y esta es la clave de la tensiones que permanece entre Roma y Moscú, enrarecidas en la última década. Cuando los veinte automóviles de Putin entraron anteayer en el Vaticano, muchos esperaban que en vez de un libro sobre la restauración del Kremlin, el mandatario ruso traería para Juan Pablo II uno de los más preciados regalos de su vida: poder pisar la Plaza Roja de Moscú.

Navarro Valls ha dicho muy diplomáticamente que «una puerta permanece abierta hasta que no se cierra», aludiendo sin duda a que el Papa ya había sido invitado oficialmente a visitar Rusia. Lo hizo Gorvachov en su encuentro histórico de 1989. La invitación fue renovada por Yeltsein tras su audiencia en el Vaticano en 1998. Pero hasta entonces sólo eran palabras bonitas de cara a la galería.

Un viaje papal a Moscú tendría un gran valor simbólico. Sería junto a su reciente visita a Jerusalén como una culminación de su trayectoria, en este caso de una lucha por las libertades y la democracia, en la que Juan Pablo II ha tenido un marcado protagonismo y que de algún modo ha pagado con su propia sangre, ya que hoy está prácticamente probado que en el atentado de Ali Agca la URSS no tenía las manos limpias.

Pero ese sueño se retrasa. ¿Por qué el imperturbable Puntin se ha guardado en el bolsillo tan anhelada invitación? Quizás a causa de esa misma cruz que lleva en su cuello. Detrás están las tensas relaciones entre el Patriarcado de Moscú y la Santa Sede por el asunto de los católicos de rito oriental, calificados peyorativamente de uniatas por los ortodoxos de Ucrania occidental. Declarados fuera de la ley en tiempos de Stalin, vieron cómo sus fieles, bienes e iglesias pasaban a manos ortodoxas.

Por otra parte está el proselitismo de Roma. El patriarca Alexis II nunca vio con buenos ojos que el Papa mandara sus divisiones espirituales a hacer apostolado en Rusia, cuando la Iglesia ortodoxa no es sino una Iglesia cristiana separada, pero teológica y aun litúrgicamente próxima a la católica. El patriarcado ruso, tradicionalmente ligado al poder político, consiguió en 1997 una ley que privilegiaba a las religiones tradicionales rusas: ortodoxos, judíos, musulmanes y budistas, marginando a los católicos. Fue cuando el Papa escribió a Yeltsein denunciando que la ley era «una verdadera amenaza para el desarrollo normal de sus actividades pastorales e incluso para su supervivencia» en dicho país.

Alexis II comparó el proselitismo de los misioneros católicos en Rusia a una especie de «ampliación de la OTAN hacia el Este» en el terreno espiritual, y aludió a una legislación italiana o española, donde a la Iglesia ortodoxa rusa no se le ocurriría pedir un privilegio. Todo ello hizo disminuir los deseos del patriarca ruso de encontrarse con el Papa. No hay que olvidar que la Iglesia ortodoxa rusa salió muy deteriorada teológica y socialmente de la represión comunista y que, como cristiana, no comprende que deba ser enfrentada por el catolicismo. En declaraciones íntimas a un periodista italiano, Alexis II no ocultó su cólera contra el Papa. En cambió alabó la presencia en Rusia de comunidades de Hermanas de Foucauld y otros religiosos que «sólo están para ayudar, no para convertir».

Hace unos días se había abierto un horizonte de esperanza. Alexis II no descartaba en unas recientes declaraciones un encuentro con el Papa, pero sin dejar de advertir que «no puede limitarse a un encuentro ante las cámaras, sino que debe preparase bien y redundar en resultados concretos».

Desde el punto de vista político Putin sabe que la presencia del Papa contribuiría a la distensión y a mostrar al mundo que él está lejos de ser un dictador. Que su país es comparable a cualquier otro y que en definitiva no está tan lejos de Europa como en el fondo Clinton le acaba de decir. Pero no puede oponerse a su Iglesia mayoritaria. Una vez más el conflicto apunta a los vivos contrastes de este pontificado donde la eficacia política choca con las firmes convicciones de ganar el mundo para el catolicismo.

No obstante una cierta distensión se ha advertido en los últimos meses, como demuestra la presencia de algunos representantes ortodoxos, aunque de rango menor, en algunas ceremonias papales, tales como la apertura de la Puerta Santa o la continuidad de reencuentros ecuménicos entre teólogos. Pero aun queda trechopara el definitivo beso de Roma y Moscú.

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La guerra según Walt Disney

El ciudadano global asistió como pudo –dicen que en directo- a la absurda guerra de Irak, servida por corresponsales provistos de casco y censurados por el Pentágono, que avanzaban con el ejército estadounidense; y no daba crédito a sus ojos. Ni por asomo aparecieron las temidas armas de destrucción masiva, ni los fieras guardias superentrenados del dictador, ni por supuesto el fatasmagórico Sadam, que, como otro Bin Ladem se ha esfumado del universo mundo.

Aunque esta vez los pilotos de la U.S. Navy se han abstenido de comentar los “bonitos fuegos de artificio”, como hicieron en la primera guerra del Golfo, esta guerra unilateral parecía filmada por Walt Disney. Menos mal que Al Yazira, mientras pudo, nos sirvió algunas imágenes de muertos e infectos hospitales y ciudadanos pidiendo agua y pan como almas en pena. ¿Se ha dado cuenta el lector del escamoteo de los muertos para acicalar la guerra al más puro Hollywood, y resaltar los avances del Séptimo de Caballería? Y no me refiero sólo a la muerte de nuestros periodistas sino al apocalipsis de toda guerra.

En esta era de la sociedad intercomunicada el ciudadano global se ha sentido engañado como un chino. Por otra parte espero que un día nos enteraremos de algo de lo que realmente ha sucedido con el temido Sadam. Lo que resulta evidente, como moraleja de esta tremenda historia, es lo que ya sabíamos: que el petróleo es mucho más importante que la gente.

Al mismo tiempo estos meses hemos asistido a la consolidación de un fenómeno nuevo. Tras la caída de los dos grandes bloques, al pensamiento único neoliberal le ha salido un grano, y es la masiva voz del pueblo, representada por las ONG’s. Es cierto que hay mucha ganga y mucho pescador en río revuelto en los sistemáticos “noes a la guerra”, pero hay también el nacimiento de una conciencia que despierta. Y que esta conciencia de la gente ni es partidista, ni necesariamente equiparable con la nueva izquierda, aunque haya una izquierda que se aproveche de ella. Es la voz de la saturación que no soporta más manipulaciones de los grandes y que tiene y tendrá cada vez más fuerza.

Prueba de ello es el rechazo masivo que ha despertado en el mundo civilizado contra los anacrónicos, injustos, arbitrarios y espeluznantes fusilamientos de Cuba. El no a la violencia arbitraria en la gente de la calle va superando cada día más las siglas y banderías. En este sentido hay que destacar las palabras de radical disenso de un viejo escritor comunista como el nóbel Saramago.

Ahora viene el dopoguerra, casi más complicado que la guerra misma, en una zona geopolítica que es un verdadero puzzle con la cuestión judeo-palestina detrás, las amenazas al vecino sirio y el reparto del botín. La voz del Papa, cargada por la personal experiencia del horror en su juventud, ha sido coherente con su trayectoria en defensa de la vida y contra toda guerra. Él ve más allá, ve el peligro de un odio alimentado con sangre entre civilizaciones. Ojalá se equivoque el ciudadano global cuando su intuición le dice que sólo estamos empezando.

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En torno a «Gran hermano»

Todos hemos sucumbido alguna vez a la tentación de mirar por el ojo de la cerradura. Los teóricos del cine aseguran incluso que el séptimo arte tiene algo de eso como fundamento psicológico y sociológico. Nos liberamos de nuestras propias historias escapando, por identificación con los personajes, con otras historias más dramáticas o divertidas que las nuestras.

De hecho la proliferación de programas sobre la vida privada de los famosos, llámese prensa del corazón o del cotilleo, da igual, responde al mismo fenómeno. Una sociedad aburrida busca alimentar su necesidad de novedad, morbosidad e historias ajenas, porque la suya ha perdido por lo general pasión y horizontes.

Todos sabemos que «El gran hermano» no deja de ser un juego y un programa de televisión. Pero estoy seguro de que va a dar mucho que hablar. Por el momento he visto poco a los miembros de esa curiosa pecera humana. Pero de partida ya me resultan un tanto rocambolescos los comentarios que se están lanzando sobre sus actitudes, sus lágrimas, su solidaridad y su pretendida «rebelión, como si fueran auténticas.No digo que sus sentimientos no sean reales, como el llanto de Maria José al salir o la amistad creada entre ellos. Digo que son cobayas y sus actitudes están provocadas por la presión

No es «El show de Truman». Yo no creo que esas personas puedan ser naturales, ni siquiera interpretarse a ellas mismas delante de una cámara y millones de miradas espiándoles. No entro en cuestiones éticas, sino en la credibilidad mediática y estética. Es verdad que en determinado momento uno tendrá que olvidarse de ese perenne ojo del Gran Hermano que les ve: Parábola incluso teológica del ojo sobre triangulo («Mira niña que la Virgen lo ve todo») de una visión demasiado antropocéntrica y agobiante de la divinidad. Pero el experimento no pasa en realidad de ser otra manifestación de la necesidad de convertir la vida en espectáculo. Del «reality show» ya hemos saltado a la jaula humana del circo televisivo.

Si la vida es sueño, representación, teatro, cine o inconsistente «maya» como dicen los orientales, ¿qué es «El gran hermano»? Ficción dentro de la ficción, gallos, fieras, cristianos o gladiadores lanzados a la arena por el Nerón de turno, para contentar a una masa de esclavos. Al final la ética se reduce a una profunda cuestión estética.

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La bofetada de mi abuelo

Mi abuelo era un lobo de mar. Cuando era joven, salía todas las noches con las solapas de su capote levantadas y su gorra marinera hasta los ojos, como piloto de barco que era, a pescar con buen y mal tiempo, y regresaba al amanecer cuando el sol comenzaba a reír en la cal luminosa de las casas de Cádiz. Eso le dio un carácter fuerte y en apariencia hasta duro, sin duda forjado en su lucha cotidiana con el oleaje y el esfuerzo de llevar a su familia el pan de cada día.
Pues bien, mi padre me contó una anécdota de mi abuelo, que me ha dado mucho que pensar sobre la figura del padre. Un día, cuando mi padre era aún niño, hizo no sé qué trastada, que debió ser gorda, por lo que ocurrió después. Tanto, que mi abuelo no debió encontrar otra salida que darle un solemne bofetón. Luego abrió las puertas del balcón y se acodó en la barandilla asomado a una de esas gaditanas calles sombreadas, morunas, estrechas. Entonces mi padre, llorando desconsoladamente, abrió sigilosamente la ventana de al lado y sin que mi abuelo le pudiera ver, descubrió que el imponente lobo de mar  estaba llorando con la cabeza entre las manos.

Así de “duro”  e “implacable” era mi abuelo Juan.

Con frecuencia identificamos a la madre con la ternura, la comprensión, las entrañas de misericordia. Y al padre, con la firmeza, el deber y el castigo. Como si necesitáramos las dos caras de nuestros progenitores para reafirmar nuestro carácter desde niños.

Luego, cuando nos hacemos mayores aplicamos ese cliché a todas las facetas de la vida y jugamos a ser débiles como niños y autoritarios como jefes. Proyectamos la imagen de madre en nuestro lado romántico y frágil, pidiendo un seno donde reclinarnos, y nuestra fuerza de padre para aplicar la ley y la firmeza cuando nos conviene. Abroncamos al súbdito como un padre exigente y mendigamos a la mujer, al amigo o a quienquiera que sea pañuelos para nuestras lágrimas.

Sin embargo el padre es madre y la madre es padre. Hay teólogos que nos han ayudado a descubrir que, si Dios es Dios, también tiene que ser madre. Y el propio Jesús de Nazaret cuando nos muestra su fotografía de carnet de su Padre, no nos presenta al Dios del Sinaí sino al padre del pródigo que todo lo olvida y todo lo convierte en cariño y hasta en fiesta.

Nos ayudaría mucho reflexionar sobre la figura del padre, su imagen psicológica y real, los padres que somos y los padres que tuvimos, el padre que llevamos dentro y el padre que quisiéramos ser.

Quizás la tentación del padre en la antigüedad era convertirse en un tirano, por exceso de autoridad, por su encarnación autoritaria del “deber ser”. Hoy el riesgo es el otro extremo padre pasota o débil, que no tiene ni tiempo ni humor para dedicarse al hijo; o bien porque está separado de su mujer y apenas lo ve, o bien porque la sociedad permisiva, fijada en el placer inmediato, le impele a desentenderse, tolerar sin límite. Los hijos le superan, le pueden, le fastidian desde una generación que le resulta ininteligible.

Sin embargo al mismo tiempo las estadísticas muestran que los chavales de hoy vuelven a valorar el calor de su casa como el único refugio en medio de una sociedad fría y agresiva. Una situación que cada vez hace más vigente aquella frase de Schiller: “No es la carne y la sangre, sino el corazón lo que nos hace padres e hijos”. Es esa nueva juventud que ahora llaman “generación Operación Triunfo”, que llora mucho y se abraza más.

Quizás la vida nos vuelva a enseñar ese principio olvidado de que la autoridad verdadera no viene del grito, la imposición, la educación severa, sino del amor. Ahora bien todo auténtico amor es exigente y fuerte. No por egoísmo, no para que el hijo sea un fenómeno, un trasunto reflejado del “superyo”, sino para apuntalar y dejar luego que el árbol crezca libre.

Todo eso me ha traído la memoria aquella hermosa bofetada de mi abuelo.

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Los diez mandamientos del 11 – S

  1. No creerás en el dios todopoderoso del mercado salvaje y del consumo sin entrañas.
  2. No creerás en el dios de la destrucción y la muerte que guía todo ciego fanatismo.
  3. No te sentirás seguro nunca más por construir torres financieras y soberbios imperios económicos.
  4. No te sentirás predestinado a nada volando a sangre y fuego, que quien a hierro mata a hierro morirá.
  5. Descubrirás que el agujero del vacío y hasta el hueco de los escombros está mucho más lleno que la arquitectura del poder sin entrañas.
  6. Descubrirás que el odio terrorista está cavando más y más la inmensa fosa que hunde y divide a los aterrorizados hombres de este siglo.
  7. Despertarás al calor de los otros, gracias al dolor que te ha hecho más humano, en medio del frío desolador de rascacielos como témpanos.
  8. Despertarás de la mentira de un falso paraíso con que envían a la muerte a sus mártires todos los locos fundamentalistas de este mundo.
  9. Creerás de una vez que en la fragilidad está la auténtica fuerza y que sólo de los pobres es el reino de los cielos.
  10. Esperarás únicamente en el Dios del amor y de sus predilectos, las víctimas y los pequeños de este mundo, que no saben de dinero, ni razas, ni religiones.
  11. Estos diez mandamientos se encierran en dos: Cualquier atentado o guerra se vuelve contra el hombre, único Dios visible;y jamás habrá paz duradera en este mundo sin el cultivo de la justicia.

 

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