La tragedia de Dover es como un símbolo del mundo que vivimos. 58 ahogados en una tumba ambulante, un camión frigorífico que se debía haber convertido para ese medio centenar largo de chinos en una especie de pasaporte para la libertad. Es cierto que en todo caso sólo hubiera sido una libertad sui géneris, si no incluso otra forma de neoesclavitud. Pero alguna liberación debe aportarles, cuando tantos inmigrantes se están jugando la vida por venir a la Unión Europea.
Esta noticia ha caído en un mal momento para el Gobierno. Al borde de pretender catapultar una nueva Ley de Extranjería, nuestros dirigentes han apuntado sus dedos acusadores contra las mafias de traficantes humanos. Pero eso es tanto como querer acabar con la prostitución en un país hambriento deteniendo a los proxenetas. El problema es anterior. Si los inmigrantes vienen a Europa, desde donde sea y como sea, es porque las desigualdades son tales que un basurero en Madrid o un trabajador de invernaderos en Almería gana suficiente como para que su mujer pueda subsistir en Marruecos e incluso comprar zapatos para los niños. Lo que Fátima siente, una viuda del Riff madre de seis hijos, que tiene uno trabajando en España y está ahorrando para enviar a otro, tiene muy poco que ver con el «efecto llamada» tras el que se escuda ante los medios de comunicación la rebaja de derechos humanos que pretende el Gobierno.
La actual Ley de Extranjería, que cuenta con pocos meses de vida, entró en vigor en febrero de 2000 y será modificada antes de que finalice este año. Enrique Fernández Miranda, delegado del Gobierno para Inmigración dice que la razón para cambiarla es ponernos a nivel europeo: «Perseguimos un espacio judicial europeo y tenemos que ir aproximando las legislaciones para que todos dispongamos e los mismos instrumentos, para ser capaces de ordenar la inmigración, que consideramos un fenómeno positivo y deseable».
Y como lo consideran tan positivo modifican 56 de los 63 artículos de la ley ampliando las diferencia entre legales y ilegales para «contentar» a la Europa del bienestar. Si la ley se aprueba, legales e ilegales verán limitados muchos derechos, reducida la posibilidad de reagrupar familias, incluso su residencia temporal, y estarán al albur de las autoridades para ser expulsados del país en 48 horas. Sindicatos, organizaciones no gubernamentales y la propia Iglesia han puesto el grito en el cielo, por lo que el PP se va a ver obligado a actuar con el temible rodillo para aplicarla.
Lo más curioso es que Jordi Pujol, poco sospechoso de «rojo», parece, como tantas veces, mirar más lejos. El presidente de la Generalitat le dijo a Aznar en la Moncloa que Cataluña necesita mano de obra y que más que modificar la ley lo que hace falta es una política de extranjería en España con tres ejes fundamentales: formación de trabajadores en sus países de origen, ayudas a estos en vías de desarrollo desde Europa; además de otras ayudas a las comunidades autónomas para que desarrollen programas de convivencia y cubran las necesidades de los inmigrantes y, para ello, se debería crear un fondo estatal; por último que estudien y apliquen elementos de cooperación para lograr un control y poder luchar de manara efectiva contra las mafias de entrada de inmigrantes.
Pero aun en las sensatas sugerencias de Pujol falta algo tan elemental que es previo y olvida casi todo el mundo: Los inmigrantes son seres humanos, tan humanos como era el tío Nicasio o el abuelo Paco que fueron a pasar frío y soledad en Alemania y sólo después de muchos años se trajeron unos ahorros al pueblo. Lo primero que hay que contemplar es que estos africanos, asiáticos, americanos o europeos son personas y por tanto sujetos de deberes y derechos. La semana pasada, Comisiones Obreras, UGT y la Asociación de Trabajadores Inmigrantes Marroquíes en España. anunciaron que recurrirán al Tribunal Constitucional la citada reforma.¿Servirá de algo?
Al final la vida no puede detenerse con muros de contención legales. Como dice Mustapha Mrabet, «para la gente que busca una vida mejor, dudo que la benevolencia o rigidez de la legislación española sea condición determinante de sus intenciones». Pero una vez que están aquí, no se les puede tratar en sus derechos de sanidad, educación o salario como si fueran infrahombres.
Manuel Pimentel, el ex ministro responsable de este negociado y que prefirió marcharse, tenía razón. Él pensaba que hay una España que necesita mano de obra y que no se debe pensar en la inmigración como un problema de orden público. En otras palabras, no es un asunto policial o de Mayor Oreja. Ni es sólo una cuestión económica que haya que enfocar desde las estructuras egocéntricas de la Europa rica. Es un imparable fenómeno histórico que tiene vertientes demográficas, étnicas, religiosas y culturales, y que en definitiva es una mera consecuencia de algo que ya se ha impuesto: la globalidad de hecho. Claro que es más fácil decir que estamos al día e interconectados por Internet que compartir pan y vida con gente de otro color y cultura, pero de carne y hueso.
by