Ha muerto Joaquín Luis Ortega: escritor, historiador y periodista, y, sobre todo, un buen sacerdote
Tenía todas las cualidades para ser obispo. Pero el nuncio le dijo que no lo hacía porque llevaba corbata
Honradez y coherencia en su actitud ante los cambios en Vida Nueva y la violencia verbal de la COPE.
Su pluma era serena, equilibrada y llena de matices, como su propia vida.
Con Joaquín Luis se nos va un componente destacado de aquella generación de sacerdotes escritores y periodistas que como Javierre, Cabodevilla, Martín Delcazo, Bernardino M. Hernando y otros bajaron del púlpito a hablar con la voz de la calle.
Tenía todas las papeletas para haber sido obispo: Intelectual, doctor en Historia, piadoso, buena persona, con dotes de mando y pastoreo, y además un talante nada extremista, sino más bien moderado y seguro, aunque netamente posconciliar. Pero resulta que un día el nuncio -creo que Tagliaferri-, le soltó: “¡Ay, si no llevara usted corbata!”. ¡Gran argumento teológico para no ascender a alguien al episcopado!
Por eso Joaquín Luis Ortega, que se ha extinguido hoy como una pavesa de amor a Dios y a los hombres en una residencia sacerdotal de Burgos, será recordado como escritor, historiador y periodista, y, sobre todo, como un buen sacerdote, servidor de la comunidad en cargos de cierta relevancia eclesial.
Ay, madre, eras tanto aquel té de las cinco con perfume a tortel o ensaimada caliente, y al fondo las naves primerizas de marcianos que derribaba en el éter Diego Valor, «el piloto del futuro» o el western radiofónico en el que “Dos Hombres Buenos” cabalgaban, aún sin tele, los horizontes inasibles de las ondas.
Un calor de vuelta de colegio, a baño tibio con sensación a sábado aún intacto o la soñada excursión a aquella sierra aún lejana de Madrid con la cesta de mimbre y tortillas de patatas en la nieve.
Las estadísticas recientes revelan que en la sociedad contemporánea la soledad se está convirtiendo en una auténtica epidemia. Hasta tal punto que el Reino Unido creó en los últimos años un Ministerio para la Soledad, más frecuente sin duda en los países nórdicos y fríos. Matrimonios rotos, parejas que deciden vivir cada uno en su casa, soledad elegida, soledad impuesta por razones económicas o psicológicas, soledad creada por la agresividad del entorno, por la ancianidad, las nuevas tecnologías y cientos de motivos más. El fenómeno crece por doquier y las cifras son escalofriantes. Pero la gran pregunta desde que el ser humano existe es obvia: ¿Es siempre un mal la soledad? Ya el viejo Aristóteles planteaba esta dicotomía: “El hombre solitario es una bestia o un dios”. ¿Por qué? Porque sencillamente todo depende de cómo se viva esa soledad, como una condena o como un camino de crecimiento. Está claro que el hombre y la mujer nacen como seres sociales. El primer desgarro se produce ya en el parto, cuando el nacimiento nos separa del calor de nuestra madre. Desde ese momento la criatura luchará denodadamente a lo largo de toda su vida por volver a ser querida, cobijada, abrazada. Quizás porque nuestra razón de ser, el último sentido de la vida es el amor, cualquier forma de amor. La madurez se suele alcanzar en la relación plena, un amor de heterobenevolencia, que, al ocuparme de los demás, me realiza a mí mismo. Pero, como suele suceder hoy más que nunca en un mundo de inmaduros, regido por leyes materialistas y dominados por el egoísmo, el poder y el dinero, los que alcanzan el amor verdadero y satisfactorios son minoría. De aquí aquella frase tremenda de Pemán, que modifica el famoso refrán: “Mejor solos que bien acompañados” En este oscuro panorama, ¿qué hacer? Convertir la soledad en una herramienta de crecimiento interior. Es cierto que para ello hay que bucear en la profundidad de uno mismo, en nuestra dimensión espiritual. No estoy hablando aquí de optar por una fe religiosa, tema que requeriría un tratamiento específico y que ciertamente ha ayudado y a veces desayudado, según se viva, a muchas personas. Me refiero a algo más radical. Parto de que el ser humano sale bien de fábrica, está bien hecho, y suele estropearse por la mala educación y la agresividad del ambiente. Lo imagino como una cebolla, con muchas capas. Por lo general nos quedamos en los estratos más superficiales de uno mismo: alimentarnos, situarnos en la vida, rodearnos de confort material, adquirir cosas, incluso personas que “nos sirvan” para sobrevivir en un mundo competitivo, casi como animales en medio de la selva. Entre los solitarios de hoy día hay dos especies: los que se deterioran por la soledad y los que crecen en la soledad. La diferencia se produce con una sola palabra: “conexión”. Si no hay conexión de amor maduro con los demás (familia, pareja, amigos), es indispensable la conexión interior: el descubrimiento con el centro de la “cebolla”, lo hondo de nuestra conciencia. Las diversas formas de meditación han descubierto, que allí en lo profundo siempre estamos bien. Al taladrar hasta el fondo de la conciencia, gracias a la soledad, el silencio, la escucha y la contemplación de la naturaleza, uno puede encontrase con un horizonte sin tiempo, donde la culpa por el pasado y el miedo al futuro se desvanecen, porque conectamos con un “ahora” sin límites, donde todo está bien. Así se han realizado algunos grandes hombres, sean santos, científicos, filósofos, creadores literarios… Es más, sin un tiempo de soledad, incluso quienes tienen la suerte de mantener buenas relaciones, no pueden logar ser ellos mismos, pues se convierten en víctima del oleaje exterior y pueden sucumbir en la tormenta de la ansiedad, la angustia o el absurdo. Todo el mundo necesita un tiempo de buena soledad. Pues la verdadera y funesta soledad es “no poder hablar con tu corazón”. Los poetas de todos los tiempos han llorado su soledad. Pero, como la intuición creativa toca lo esencial de la vida humana y descubre sus verdades más ocultas, también han encontrado su lado positivo. Por ejemplo, un poeta soldado del mil quinientos, Hernando de Acuña, que luchó en la batalla de San Quintín. Tiene un soneto a la soledad, del que copio aquí su primera estrofa:
El próximo jueves, 16 de enero, impartiré una conferencia sobre «PEDROARRUPE, CAMINO A LOS ALTARES» en la sala de conferencias de los jesuitas, c, Ruiz Hernández 10. de Valladolid. Gracias.
La instantánea ha congelado un segundo de vida. En el horizonte la tarde va a morir con el último beso rojo del sol. El abuelo ha llevado en bicicleta al nieto a contemplar el crepúsculo sobre el mar. Ambos parecen extasiados. ¡Pero de qué manera tan distinta!
El anciano melancólicamente medita quizás sobre la fugacidad de todo, sobre los años vividos, sobre su propio ocaso. El niño aún no piensa, simplemente contempla desde su mirada limpia que, sin más, se identifica con la naturaleza y se hace espontáneamente una con el paisaje. Todavía no tiene “ego” que le entorpezca ser feliz.
Pasa la vida ante nosotros y nos limitamos a ver,
que no es lo mismo que mirar. O quizás leamos, curiosos, el anuncio con
atención en este mundo dominado por el imperio de la publicidad. Estamos en la
ciudad de Portimao, al sur de Portugal. El cartel anima a los viandantes: “¡Más
deporte para todos!”. ¿Para todos?
La cámara ha
capturado a esta mujer del pueblo, por la vestimenta anclada en el pasado, que
acaba de pasar junto al anuncio. Va corriendo para hacer quizás su exigua compra
de chicha y nabo para poblar un exiguo puchero para los suyos.
Jesuita, poeta y escritor, fue testigo de la explosión del 47, donde salvó la vida “de milagro”. Se marchó de niño de Cádiz, pero afirma que Cádiz siempre le ha marcado en su profesión y en su fe.
Pedro Miguel Lamet (Cádiz, 1940) es uno de los grandes intelectuales de nuestra época. Jesuita desde 1959, se formó como periodista, filósofo y teólogo, aunque donde él se encuentra realmente cómodo es con la poesía. Gaditano de nacimiento, se fue muy pronto, pero él considera que nunca se ha ido. Ni de Cádiz, ni del mar.
—Gaditano, hijo del mar.
—Yo tengo raíces en el mar por los dos abuelos. Uno era maquinista de barco y otro farero, cuando el faro era importante en Cádiz. Recordaba los temporales por el istmo, a veces pasaba mucho miedo cuando el viento rugía.
—Pero fue el mar el que le separó del mar. Su padre se trasladó a Madrid a crear, curiosamente, el comisariado marítimo.
—En Cádiz estuve hasta los seis o los siete años, que es cuando nos trasladamos, pero aún así volvíamos a Cádiz cuatro veces al año, por lo que siempre estábamos muy unidos a Cádiz. De todas maneras, recuerdo nítidamente mi niñez. Nací en la calle Sacramento. Mi tía era violinista, profesora del conservatorio, y mi madre maestra. Creaban un ambiente que me influyó mucho. Tanto como el mar.
—Le hacía de Bahía Blanca.
—Bueno, es que se puede decir que mi padre fue el fundador de Bahía Blanca. El chalé se llamaba Las Margaritas, que hoy sigue dando nombre a un edificio en Santa Cruz de Tenerife. Fue uno de los primeros chalés del barrio.
—¿Vivió la explosión de 1947?
—Sí, estábamos en el chalé y se puede decir que sobrevivimos de milagro porque desobedecimos a mi padre, que nos dijo que fuéramos al segundo piso, que resultó muy afectado, y nosotros nos quedamos en el patio jugando a las peonzas. Recuerdo el cielo ensangrentado, los cascotes volando. Teníamos una costurera jorobada que dio un salto por encima de la empalizada. Mi padre sacó el coche con los cascotes encima y salimos de allí viendo toda la desolación a nuestro alrededor. Durante mucho tiempo, oíamos cualquier ruido y saltábamos.
Todo un personaje rescatado del viejo Madrid el barquillero endulzaba los sueños infantiles en parques, calles y verbenas con sus finas y crujientes obleas que sabían, además de a canela, a vacación y libertad. También tenía algo de azar y misterio el runruneo del juego del clavo en la ruleta para sortearse quién pagaba o cuantos barquillos te podían tocar en cada tirada.
Hoy casi no se ven, aunque algunos, como el de la foto, han resucitado en el Rastro o el Retiro, si bien los céntimos se han transformado en euros y los niños prefieran otras chuches o la playstation a brincar al aire libre.
¡Barquillos de canela para el nene y la nena! ¡Barquillos de coco que valen poco! ¡Barquillos de canela y miel, que son buenos para la piel! ¡Barquillos de vainilla, que maravilla!
Que la tecnología no sustituya a la ilusión, ni la pantalla al paisaje real, ni el niño se haga prematuramente adulto, ni el asfalto invada la zona verde.
Pues la vida es tan frágil como un barquillo y tan imprevisible como la ruleta de una barquillera colgada del hombro.
Desnudez de la noche, sabor al sin-sentido, al sin-deseo, abismo de cruzar estando solo el paso del no ser, sin el aliento de aquellos que estrecharon con tus manos
sus manos de penumbra en los senderos,
de amistad y comida, de luna y de desiertos.
Te quedaste en el hombre tan sin aire que toda nuestra muerte sobre el cuerpo te desnudaba el alma a trozos, lentamente,
para que hicieras bien la boca a nuestro miedo,
y en el agua nacida en tu sequía tras tu dolor, naciéramos al sol del universo.