Como una antorcha en medio de la noche de Jueves Santo de la localidad de San Clemente (Cuenca), avanza el Cristo entre las viejas piedras iluminando al tiempo dolorido. La sangre del inocente, arropada de rojos capirotes, es fuego que libera y cauteriza, llama de amor viva que atraviesa las tinieblas y funde a todos, tras el anonimato de los antifaces, en un mismo amor. Pasan los años, las generaciones de penitentes, los hijos de los hijos de los renacentistas que ornaron la villa, y el Crucificado, como una espadaña en medio de la plaza, sigue ardiendo en las conciencias. Su voz desde lo hondo de la garganta seca continúa gritando a este mundo con la voz de todos los que sufren y anhelan ser liberados: “Tengo sed”.
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