Tiene el Adviento un sabor a ir de camino, a viaje, a imaginar la llegada, como traqueteo del tren cuando vuelves a casa, o la ilusión de hacer la maleta para unas deseadas vacaciones.
Trae el Adviento el anhelo de las flores por el rocío, el entusiasmo del escalador por alcanzar la cima, el presentir el mar después de un recodo de la carretera, el ansia por descubrir la casita encendida después de mucho caminar por el bosque.
Me acerca el Adviento al sábado que sueña ser domingo, a las ganas de acabar el colegio, al abrazo soñado de la persona querida y a la sensación día a día de terminar un libro.
Pero sobre todo me acerca a la vida, mucho más que la Cuaresma o la Pascua, porque la vida es caminar y para caminar hace falta un sueño, una ciudad prometida, una ilusión, un puerto hacia donde hinchar nuestras velas de esperanza.
Y, ¿cómo no? El Adviento me transporta a María, la aldeana de Nazaret, esperando siempre: a Dios en la oración, a José que vuelva del trabajo, a terminar las tareas de la casa, y sobre todo al Niño que viene en la noche de nuestra cueva para hacerse también caminante como nosotros, que no somos otra cosa que Adviento.
MARÍA EN ADVIENTO Mira, concebirás y darás a luz un hijo, a quien llamarás Jesús. (Lc 1, 31) Cuando contemplo el brillo de mi aldea bajo el sol que se ríe con la fuente, o el trigo que se mece blandamente y promete nacer mientras verdea; cuando escucho a José que carpintea una cuna de olivo, oigo a la gente que me sabe feliz porque presiente una ola de luz con tu marea…, cierro los ojos y palpo tu presencia en este santuario de mi seno oh, mi Niño, te siento en mi regazo, y te escucho latir con la querencia de un vacío que nunca estuvo lleno, y un mundo desvalido sin tu abrazo. Pedro Miguel Lametby
Precioso Pedro. Muchas gracias y ¡feliz Camino!