La lluvia lava el paisaje y lo difumina como pintándolo a carboncillo, y detrás de los cristales vaga nuestra melancolía en busca del sol perdido.
La lluvia es el beso de Dios que fecunda la vida y hace florecer un futuro de primavera. Invita al recogimiento. Es el silencio mojado de las cosas, el retiro que se impone a sí misma la naturaleza para gozar más del estallido de los colores. Un periodo más del ciclo que nos conduce de dentro a fuera, de fuera a dentro.
En los días de lluvia podemos escuchar la música del cielo acariciar la tierra o ‟cantar bajo la lluvia», sabiéndonos parte del mismo himno de amor. También aprendemos a añorar el sol. En los días de lluvia el mundo parece un jardín de monasterio y el corazón un huérfano solitario que sueña con la alegría. Esos días es como si el mundo entornara sus ojos para ver mejor entre la emoción de las lágrimas.
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