La taberna se ha quedado vacía y sorda después de la juerga de anoche, del chochar de las jarras de cerveza y de los gritos de los bebedores. Se marcharon al amanecer dando tumbos calle arriba. Ahora la abuela contempla el silencio, como una estatua, sentada en su sillita, mientras la claridad de la mañana le habla de otros tiempos en los que corría adolescente entre risas y amigas por la plaza del pueblo vestida de canción y domingo. Ahora el tiempo cruza la estancia como un ángel que se hubiera instalado en su vida. Pero ¿no es la misma?, piensa. En ese silencio habitado sabe que no hay diferencia entre las dos, que en su pequeña taberna sólo hay un instante eterno de perenne alegría.