Cierto predicador gozaba de unánime reconocimiento por su elocuencia, pero en la intimidad confesaba a sus amigos que sus brillantes discursos no producían ni de lejos el efecto que lograba un Maestro espiritual con sus sencillas sentencias.
Asi que se fue a convivir algunas semanas con aquel Maestro.
-¿Has logrado conocer la razón de su eficacia? -le preguntaron sus amigos.
-Si, cuando él habla -respondió el predicador- sus palabras expresan el silencio. Las mías, en cambio, sólo expresan el pensamiento.
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Cuando el santo padre Rubio predicaba era un desastre desde el punto de vista de la elocuencia. Sin embargo llenaba tanto la iglesia o más que el padre Torres que era otro predicador jesuita de campanillas. Es más un día que Rubio predicaba, su provincial fue a oírle al coro de la iglesia. Cuando salió, comentó: “Si yo predicara así, se me caería la cara de vergüenza”. Al bajar a la calle se tropezó con una feligresa, que le comentó:
-¡Qué maravilla! ¿Ha visto como predica el padre Rubio?
-¿Y qué es lo que más le gusta, mujer?
-No, no es lo que dice, es lo que siento.
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