En pocos días se nos han ido tres sacerdotes periodistas del posconcilio, que trabajaron en aquella heroica “Vida Nueva” de la transición: Bernardino M. Hernando, Joaquin L. Ortega y ahora Antonio Cano Moya, víctima este pasado domingo del maldito coronavirus. Se nos va un gran profesional y sobre todo un hombre humilde, generoso, me atrevería a decir que santo, algo no especialmente frecuente en nuestra profesión, donde los “egos” suelen campear por sus respetos.
Había nacido en Pedroche (Córdoba) en 1939, un pueblo que amaba y al que ha dedicado su último libro ilustrado y algunos comentarios en Facebook, glosando el sacramento de las cosas pequeñas: la cortina, la ventana, los matorrales del campo, la viejecita cosiendo en la puerta de su casa. Pronto entró en los carmelitas calzados, donde pasó por diversos destinos: Granada, Jerez, Canarias. Hasta que decidió, quizás buscando mayor libertad, pasarse al clero diocesano incardinándose pastoralmente en las parroquias de San Atanasio y San Juan María Vianney de Madrid, donde el pueblo de Dios pudo disfrutar de su corazón abierto, su compromiso con los pobres y sobre todo de esa sencillez evangélica que sin duda fue su característica más señalada.
Yo le conocí en mi etapa de director de VN. Como redactor del semanario, muy callado y sonriente a la vez, era un excelente profesional, brillante escritor, abierto, rompedor, y sensible conocedor de los signos de los tiempos. Parecía que no iba a matar una mosca, pero vivía con valentía el fragor del posconcilio. Entonces habitaba con su familia, sus hermanos Isabel y Manolo, en un ambiente entrañable, mientras seguía ejerciendo como cura de la archidiócesis de Madrid. Recuerdo la maravillosa acogida que sentíamos todos al ser recibidos en su casa hasta llegar a parecer estar en la nuestra. La entonces secretaria de VN, Mary Paz Rodríguez, me lo acaba de definir certeramente por teléfono con estas palabras: “Era un santo entre nosotros”. Sufrió, como todo el equipo, la censura que se nos impuso y la obligada dimisión que trajo consigo el cambio de orientación de la revista en tiempos de Juan Pablo II. En esta época comenzó a publicar sabrosos libros siempre desde la óptica de lo pequeño, el humor, y la contemplación divina de todo lo humano, incluso en lo más diminuto e imperceptible. Títulos con encanto: como Dios ríe (1990) Las otras horas (1992), A salto de gorrión (1999), Los otros salmos, y Piedra en silencio (2008).
Como muestra de su sensibilidad y en homenaje a este sacerdote periodista poco conocido, porque huía conscientemente de todo relumbre, reproduzco uno de sus comentarios a la nieve en Piedra de silencio, titulado “Blanco”:
“La primera vez que el niño vio un hermoso paisaje nevado, se quedó boquiabierto ante tanta belleza, y dijo: «¡Es como Dios!». Me lo contó su padre, y yo pensé que había imaginado a Dios como lo más bonito que puede existir: un Dios tan blanco como la nieve. Los mayores pensamos que Dios es todopoderoso y grande, altísimo, incomprensible, pero este niño lo imaginó bonito. ¡Qué cosas! Dios es como la nieve, sí, porque es lo más verdadero y auténtico que hay; sin mezcla, sin mancha, sin engaño. San Juan tuvo una experiencia como esta y vio que los buenos estaban vestidos de blanco y caminaban hacia un gran trono blanco, que estaba rodeado por veinticuatro ancianos vestidos de blanco, y Dios estaba sentado en un trono que era más blanco que la lana. Dios, pues, es blanco; es así como la luz, que si no tuviese mediaciones lo volvería todo como de nieve, y todo sería blanco. Que Dios es blanco significa que también es azul y rojo, verde y amarillo, porque el blanco está embarazado y da a luz todos los colores. ¿Qué es el arcoiris sino que Dios da a luz a la criatura más frágil y gratuita, el regalo más fino que su blancura hace a los hombres? Nos corresponde dar a luz el azul de los sueños, el rojo de los amores, el verde de las pacientes esperas, el amarillo de la profunda alegría, el morado de las misericordias. Hemos de convertirnos en arco iris”.
Hacía algún tiempo que se encontraba mal por una avanzada diabetes; vivía en una residencia y tenía dificultades para caminar. Finalmente ha sido víctima fatal del coronavirus. Se fue sin nada, desnudo de equipaje, como en realidad había vivido siempre. Ahora habrá podido comprobar que “Dios es blanco”, del que brota el hermoso arco iris de este misterioso mundo. Su ejemplo es un acicate para vivir esta confinación de la pandemia. Una vez, comentando una cortina semiabierta de su pueblo, escribió: “Parece que el mismo Dios está detrás de la cortina. Intuimos su silueta, porque no acaba de mostrarse del todo; se dibuja como aguardando, como deseando que pasemos y lo veamos de una vez. Está tras la cortina viendo cómo vamos corriendo, agitados, preocupados. Él está allí, nosotros lo sabemos”.
Si alguien puede ahora estar viéndolo cara a cara, eres tú, querido Antonio.
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