Todo un personaje rescatado del viejo Madrid el barquillero endulzaba los sueños infantiles en parques, calles y verbenas con sus finas y crujientes obleas que sabían, además de a canela, a vacación y libertad. También tenía algo de azar y misterio el runruneo del juego del clavo en la ruleta para sortearse quién pagaba o cuantos barquillos te podían tocar en cada tirada.
Hoy casi no se ven, aunque algunos, como el de la foto, han resucitado en el Rastro o el Retiro, si bien los céntimos se han transformado en euros y los niños prefieran otras chuches o la playstation a brincar al aire libre.
¡Barquillos de canela para el nene y la nena! ¡Barquillos de coco que valen poco! ¡Barquillos de canela y miel, que son buenos para la piel! ¡Barquillos de vainilla, que maravilla!
Que la tecnología no sustituya a la ilusión, ni la pantalla al paisaje real, ni el niño se haga prematuramente adulto, ni el asfalto invada la zona verde.
Pues la vida es tan frágil como un barquillo y tan imprevisible como la ruleta de una barquillera colgada del hombro.
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