Algo cambia dentro de nosotros cuando llega el verano. No solo hacemos las maletas y preparamos con interés unos días de vacaciones. Se diría que un secreto “chip” de nuestra alma cruje en nuestro interior cambiando el ritmo de la vida y hasta nuestra manera de entenderla en este tiempo del año que trae, como decía un viejo escritor de almanaques, “días largos para el amor, y para el sufrimiento noches cortas”.
En las noches de verano los sonidos se amplifican como el canto de los grillos, y desde lejos siempre nos llega alguna música de orquesta o tocadiscos incierto que habla melancólicamente de un tiempo huido o un amor imposible. Como dice Lugones: “El calor, de vibrante, parece sonoro”. Verano sabe a mar o huele a montaña, o permite que escuchemos nuestro propio pulso otra vez, asomados al malecón del puerto o volviendo a pasear aquel paraje del pueblo y de la infancia.
A todos nos ha ocurrido algo en un verano: el primer cate, el primer amor, la primera ausencia. Y todos hemos despertado a algo en vacaciones: a la adolescencia, la lectura, la fe, la soledad, el encuentro con las cuartillas, el diario personal o un amigo extranjero que nunca volvió.
Con este modo nuestro de descansar a base de sueños, dormidos o despiertos, te deseo lector que el tiempo libre pare de momento tu reloj para ponerlo en hora con el no-tiempo donde recobramos la armonía perdida.
Y que , si el verano no puede ser para ti “la estación de la dicha”, como la definía nada menos que Maeterlink, al menos sea la del reposo y la que permite los encuentros, el dolce far niente y sobre todo ocasión dar rienda suelta a nuestros sueños. A veces la Nada es el Todo, como diría San Juan de la Cruz o, más de andar por casa, Gloria Fuertes:
byLlevo seis semanas mirando el mar.
Leo, escribo algo,
—paz, silencio—.
Mi habitación sobre el mar
parece un barco
Voy sin nadie.
Navego a la nada.