Siempre hace buen tiempo

La escalera del yo

Sandra era una chica guapa. Vino como loca a decirme que dentro de un mes iba a casarse. Su marido trabajaba de ejecutivo de una cadena de supermercados. Ella había estudiado en un colegio de monjas y todo le había ido sobre ruedas. Pertenecía a esas familias católicas, “gente bien” de toda la vida. Sus ojos brillaban bajo el velo blanco y sus manos temblaban cuando le dijo el “si” a Javier en una boda convencional y brillante. Sólo le quedaba vivir. Y la vida vino cobrando sus cuentas pendientes.

A los cinco meses de casada, Javier tuvo un accidente de automóvil. Enflaquecida, prematuramente vieja, vino a decirme que no quería seguir viviendo. Comenzó a darle órdenes a su subconsciente de que no podía salir de aquel agujero, una depresión que le mordía las entrañas. Hasta que al cabo del tiempo aceptó lo que le había ocurrido y comenzó a levantar cabeza. Empezó a bajar los peldaños de su escalera.

Cuando apretaba los puños para curarse no conseguía nada. Un día leyó aquella frase de Helder Cámara, el viejo “arzobispo rojo” de Recife: “No es fácil conservar un alma de “dos-caballos” en un cuerpo de Cádillac”. Aquello le abrió los ojos. Le ayudó a convivir con su depresión. Como aquel maestro oriental al que le preguntaron sus discípulos: “¿Qué te ha proporcionado la iluminación?”. Contestó: “Primero tenía depresión y ahora sigo con la misma depresión, pero la diferencia está en que ahora no me molesta la depresión”

Estamos llamados a superar el sufrimiento, pero no de la manera que pretende el ego. El ego, al resistirse al mismo, crea mayor sufrimiento. Pero si intentas mirarlo desde fuera y verte como estás: triste, enfadado, derrotado, como sea, comienza la curación. El sufrimiento consciente ya es una formidable forma de trasmutación.

El ego te dice: “Yo no tendría que sufrir”, y ese pensamiento te hace sufrir más. El secreto está en aceptarlo como si fueras un espectador, desde fuera, alerta, mirándolo desde la butaca del cine, como una peli de otro. Entonces descubres que hay dos zonas en ti, la del deseo, que te oprime; y, cuando cierras los ojos y respiras, la de tu verdad, conectada con los profundo del Ser, más allá del pensamiento. No temas bajar ese peldaño hacia el fondo feliz de ti mismo donde está Dios, aunque en silencio.

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