Recuerdo haber leído una frase deI famoso novelista japonés Susako Endo: “Las personas nunca conocen su verdadero aspecto. Todo el mundo cree que esa máscara social falsa y afectada que luce es su auténtico rostro”. Desde niños, de forma inconsciente, cuando vamos alcanzando el uso de razón comienza en nosotros una difusa sensación de miedo a no ser valorados, a no ser queridos. Entonces nos comparamos con aquellos de nuestro entorno que reciben alabanzas, protección y cariño. “Mira tu hermano, qué bien se porta”. “Fíjate en fulanita, qué niña tan mona”. Y nos muestran un arquetipo, una figura ideal que debe ser imitada: el estudiante aplicado, la adolescente ordenada, el hijo obediente que nuestros padres y familiares han proyectado desde su “superego” para nosotros. O bien, para escapar de eso, elegimos personajes rebeldes o alternativos que nos atraen en el cole, el cine, la religión, la calle como identidad apetecida.
Así arranca en mí la necesidad de ponerme una máscara, adoptar un determinado disfraz. A medida que crecemos el truco se hace habitual y se multiplica. Ya no adopto una sola careta, sino varias, según las circunstancias: una en casa y en familia, otra con los amigos, la tercera en la oficina, que también cambia ante el jefe, los compañeros de trabajo o los clientes. Solo cuando cerramos la puerta de nuestro cuarto emerge algo de lo que somos en verdad, y esa incoherencia nos pone tristes.
Tal fenómeno se ha acrecentado sobremanera en la sociedad de modelos publicitarios que se nos presentan como ideales de triunfo: la seductora irresistible, el ejecutivo agresivo, el propietario de un coche o una vestimenta cuya asociación nos lanza al “estrellato”. El proceso llega a extremos de hacernos un lifting, cirugía estética e incluso inventarnos títulos universitarios, aventuras increíbles que jamás hemos vivido, o corrompernos y hasta robar si hace falta.
De esta manera, como actores o actrices consumados, (del teatro viene la palabra máscara=”persona”), llegamos a creernos que esa careta es nuestro auténtico rostro. Es verdad que no hay que exagerar, y que lo mismo que no podemos ir desnudos por la calle tenemos que protegernos muchas veces con cierto disfraz. No le puedes decir al patrón que te va a contratar, antes de intentar aprender y demostrar capacidad para un trabajo, que estás “pez” en la materia.
Este proceso es tan antiguo que ya Séneca advierte que nuestra verdadera identidad acaba saliendo a flote: “Nadie puede llevar mucho tiempo el disfraz. Todo lo que está disfrazado acaba por volver a su naturaleza”.
¿Sabéis cuales son las máscaras peores? Las máscaras espirituales que nos apartan de nuestro centro. Muchos pretendidos maestros y gurús nos vampirizan para alimentar su propio ego y hacerlo más fuerte y poderoso con nuestro borreguismo. No hemos salido de fábrica como fotocopias, somos únicos, originales y llevamos dentro nuestra mejor identidad, solo que ahogada por mucha hojarasca.
Es verdad que bajo la careta nos sentimos más cómodos exhibiendo nuestra “normalidad”, nuestro “status”. Pero no somos nosotros, vivimos desconectados de nuestra auténtica esencia y al cabo eso se paga. Decía Anthony de Mello que «La verdad que nos libera suele ser la que menos queremos escuchar». Como el leoncito que creció entre ovejas y creía ser una de ellas hasta que vino otro león y tuvo miedo de ser devorado. El congénere le llevó hasta un lago y cuando vio su auténtico rostro finalmente rugió y recuperó su identidad de león.
Es el miedo el que nos impide ser nosotros mismos, sin darnos cuenta que con careta o sin ella siempre vamos a tener amigos y enemigos, partidarios y detractores. ¿No es mejor escuchar nuestra voz interior y seguirla? Vuelvo a citar al gran Tony de Mello: “El yo no está bien ni mal, no es bello ni feo, inteligente ni estúpido. El yo es, simplemente. Indescriptible, como el espíritu. Todas las cosas —como tus sentimientos, pensamientos y células— vienen y van. No te identifiques con ninguna de ellas. El yo no es ninguna de ellas”. En una palabra, dejarse ser es quitarse la careta.
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