Cuenta una vieja leyenda hindú que hubo un tiempo en que todos los hombres eran dioses, pero abusaron de su divinidad y el dios supremo Brahma decidió despojarlos de su ser y poder divinos y ocultarlos donde ningún hombre pudiera encontrarlos. Fue ardua la tarea de encontrar un buen escondite. Algunos dioses menores convocados a consejo para dar con el lugar adecuado para esconder la divinidad del hombre propusieron ocultarla en lo más hondo de la tierra o arrojarla al fondo de los océanos; otros dijeron que lo más seguro sería elevarla por los aires a la más alta de las atmósferas.
Pero Brahma dijo que él sabía de qué pasta había hecho al hombre y que llegaría un día en que los seres humanos excavarían las entrañas de la tierra, descenderían al suelo de las aguas más profundas y surcarían las bóvedas celestes. Así que podrían reencontrar su divinidad.
Se desalentaron los dioses menores: no había lugar en el mundo donde esconder la divinidad de modo que nadie pudiera encontrarla. Meditó un rato Brahma, y presentó su decisión: escondería la divinidad del hombre en lo más profundo del propio ser de los humanos; era el último sitio donde irían a buscarla.
Como cualquier otro aspecto de nuestra vida, cualquier tipo de fe o religación trascendente es en sí misma ambigua. Religiosos dicen ser los suicidas fedayines que matan indiscriminadamente en nombre de Dios y otros fanáticos más cercanos que confunden fe religiosa con intolerancia, culpabilidad, angustia y miedo. La religión mal entendida ha fabricado mucha infelicidad y reglamentación huera, si no terror y hasta locura.
En cambio la fe auténtica en el Dios-amor, ese que según el citado relato hindú se esconde en los profundo del corazón humano, ha liberado conciencias, ha hecho crecer al hombre, le ha reportado alegría y capacidad de superar las mayores desgracias, ha engendrado santos tan heroicos como Teresa de Jesús, el Poverello de Asís o Francisco de Javier, un quijote a la divino, o defensores de la paz y la justicia como Gandhi o Romero.
La pregunta, desde esta perspectiva, siempre es la misma: ¿Hasta qué punto la religión o cualquier suerte de fe en algo trascendente nos ayuda en nuestra realización como personas? Parece que la respuesta viene a ser siempre la misma: Todo el mundo cree en algo, aunque sea en el amor de su novia o en un ensueño de felicidad futura. Si no, viene el desmoronamiento de la persona. Y si además se trata de una fe trascendente profunda y auténtica, no en un código moral puramente legalista, castrante o impuesto desde fuera, se produce en el ser humano una enriquecedora armonía consigo mismo, los demás y el universo. Una señal de estar en el buen camino.
Decía el dubitante Unamuno que la fe es el poder creador del hombre, “nos hace vivir mostrándonos que la vida, aunque dependa de la razón, tiene en otra parte su manantial y su fuerza, en algo sobrenatural y maravilloso”. Algo que no hace falta buscar más allá de las estrellas porque puede ser encontrado en lo secreto, como decía Jesús de Nazaret: “El reino de los cielos, dentro de vosotros está” (Lc 17:20-21).
No vivimos un mundo muy propicio para la fe y las creencias, sino rendido a un culto a lo inmediato, al bienestar de la materia; y entregado a una desesperada huida de las grandes preguntas que han inquietado al hombre. Pero cualquiera ha podido experimentar en sí mismo o en su casa, en su madre o algún abuelo o pariente cercano o lejano hasta qué punto la fe puede dar fuerza en una situación límite, porque como dice el proverbio bíblico “mueve montañas”. O como escribió Teresa de Jesús: “Amor de agradar a Dios / y fe que lo intente a ciegas/ hacen posible las cosas/ que por razón no lo fueran”. Quizás la mejor respuesta esté en el silencio y la contemplación del paisaje y de la vida, dejando hablar al mar la montaña o al secreto susurro del propio corazón.
(Foto: Virgen marinera de Ferragudo, Portugal ©PMLamet)
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