¡Qué milagro cotidiano! De pronto en una calle cualquiera alguien cierra los ojos y se pierde, se sumerge, se sale del tiempo gracias a la música. Y el viandante atareado se detiene y por un instante olvida sus preocupaciones y asciende con él a la nube del artista por la escalera del pentagrama a un lugar extático, a un mar de notas que le embriagan.
Porque, como canta fray Luis en su Oda a Francisco Salinas, “el aire se serena y viste de hermosura y luz no usada”. Desde el embrujo de la música el que la escucha se hace tan niño que reconoce su origen: “A cuyo son divino / el alma, que en olvido está sumida, / torna a cobrar el tino / y memoria perdida / de su origen primero esclarecida”.
Pierde por un instante el interés por lo material: “Y como se conoce, / en suerte y pensamientos se mejora; / el oro desconoce, / que el vulgo vil adora, / la belleza caduca, engañadora”.
Y da así el gran salto a lo trascendente: “Traspasa el aire todo / hasta llegar a la más alta esfera, / y oye allí otro modo / de no perecedera / música, que es la fuente y la primera”.
De esta manera en cualquier calle y en cualquier momento, gracias a la música, si cierras los ojos, puedes llegar a sentir el beso fugaz de Dios.
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