A Vladimir Putin le cuesta sonreír. Frente a la cinematográfica sonrisa y las no disimuladas carcajadas de Clinton, que parece haber caminado muy suelto en esta despedida europea, el presidente ruso lleva dentro la gelidez de sus estepas junto al grave desafío propuesto por su colega americano: democratizar de veras al corrupto país. Por eso, al llegar a Roma, Putin se hubiera podido apuntar un tanto de distensión abriendo las puertas de Rusia al Papa.
Bautizado en secreto en tiempos de persecución religiosa, Vladimir lleva una cruz colgando de su cuello. Pero, no lo olvidemos, es un cruz ortodoxa. Y esta es la clave de la tensiones que permanece entre Roma y Moscú, enrarecidas en la última década. Cuando los veinte automóviles de Putin entraron anteayer en el Vaticano, muchos esperaban que en vez de un libro sobre la restauración del Kremlin, el mandatario ruso traería para Juan Pablo II uno de los más preciados regalos de su vida: poder pisar la Plaza Roja de Moscú.
Navarro Valls ha dicho muy diplomáticamente que «una puerta permanece abierta hasta que no se cierra», aludiendo sin duda a que el Papa ya había sido invitado oficialmente a visitar Rusia. Lo hizo Gorvachov en su encuentro histórico de 1989. La invitación fue renovada por Yeltsein tras su audiencia en el Vaticano en 1998. Pero hasta entonces sólo eran palabras bonitas de cara a la galería.
Un viaje papal a Moscú tendría un gran valor simbólico. Sería junto a su reciente visita a Jerusalén como una culminación de su trayectoria, en este caso de una lucha por las libertades y la democracia, en la que Juan Pablo II ha tenido un marcado protagonismo y que de algún modo ha pagado con su propia sangre, ya que hoy está prácticamente probado que en el atentado de Ali Agca la URSS no tenía las manos limpias.
Pero ese sueño se retrasa. ¿Por qué el imperturbable Puntin se ha guardado en el bolsillo tan anhelada invitación? Quizás a causa de esa misma cruz que lleva en su cuello. Detrás están las tensas relaciones entre el Patriarcado de Moscú y la Santa Sede por el asunto de los católicos de rito oriental, calificados peyorativamente de uniatas por los ortodoxos de Ucrania occidental. Declarados fuera de la ley en tiempos de Stalin, vieron cómo sus fieles, bienes e iglesias pasaban a manos ortodoxas.
Por otra parte está el proselitismo de Roma. El patriarca Alexis II nunca vio con buenos ojos que el Papa mandara sus divisiones espirituales a hacer apostolado en Rusia, cuando la Iglesia ortodoxa no es sino una Iglesia cristiana separada, pero teológica y aun litúrgicamente próxima a la católica. El patriarcado ruso, tradicionalmente ligado al poder político, consiguió en 1997 una ley que privilegiaba a las religiones tradicionales rusas: ortodoxos, judíos, musulmanes y budistas, marginando a los católicos. Fue cuando el Papa escribió a Yeltsein denunciando que la ley era «una verdadera amenaza para el desarrollo normal de sus actividades pastorales e incluso para su supervivencia» en dicho país.
Alexis II comparó el proselitismo de los misioneros católicos en Rusia a una especie de «ampliación de la OTAN hacia el Este» en el terreno espiritual, y aludió a una legislación italiana o española, donde a la Iglesia ortodoxa rusa no se le ocurriría pedir un privilegio. Todo ello hizo disminuir los deseos del patriarca ruso de encontrarse con el Papa. No hay que olvidar que la Iglesia ortodoxa rusa salió muy deteriorada teológica y socialmente de la represión comunista y que, como cristiana, no comprende que deba ser enfrentada por el catolicismo. En declaraciones íntimas a un periodista italiano, Alexis II no ocultó su cólera contra el Papa. En cambió alabó la presencia en Rusia de comunidades de Hermanas de Foucauld y otros religiosos que «sólo están para ayudar, no para convertir».
Hace unos días se había abierto un horizonte de esperanza. Alexis II no descartaba en unas recientes declaraciones un encuentro con el Papa, pero sin dejar de advertir que «no puede limitarse a un encuentro ante las cámaras, sino que debe preparase bien y redundar en resultados concretos».
Desde el punto de vista político Putin sabe que la presencia del Papa contribuiría a la distensión y a mostrar al mundo que él está lejos de ser un dictador. Que su país es comparable a cualquier otro y que en definitiva no está tan lejos de Europa como en el fondo Clinton le acaba de decir. Pero no puede oponerse a su Iglesia mayoritaria. Una vez más el conflicto apunta a los vivos contrastes de este pontificado donde la eficacia política choca con las firmes convicciones de ganar el mundo para el catolicismo.
No obstante una cierta distensión se ha advertido en los últimos meses, como demuestra la presencia de algunos representantes ortodoxos, aunque de rango menor, en algunas ceremonias papales, tales como la apertura de la Puerta Santa o la continuidad de reencuentros ecuménicos entre teólogos. Pero aun queda trechopara el definitivo beso de Roma y Moscú.
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