Nos pasamos la vida buscando en un mapa. Nacemos llorando porque acaban de arrojarnos a un mundo hostil, bien distinto del confortable líquido amniótico. Aprendemos para “ser alguien en la vida”, a encontrar nuestro camino en medio de una sociedad de competencias. Y, cuando, más o menos, parece que hemos alcanzado una cierta estabilidad en nuestro entorno, una mínima patria donde residir, comienzan los achaques, la cuesta abajo de las pérdidas, y el temor esencial del ser humano: ¿para qué la vida?, ¿dónde desemboca todo esto?, ¿qué hay detrás de la muerte?, ¿por qué nunca acabo de alcanzar la felicidad plena?
No hay mapas. No venden guías para el viaje de la vida, ni existen cicerones lo bastante expertos que nos muestren eficazmente el camino. Por mucho que investigues o indagues en la filosofía, la ciencia, la teología, los maestros occidentales u orientales, incluso en la Biblia, la ruta has de encontrarla tú mismo.
Cuenta Anthony De Mello:
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