Decía Aristóteles que “todos los hombres que se han distinguido en la filosofía, en la política, en la poesía, en la ciencia, han sido melancólicos”.
Quizás porque cualquier hombre con porosidad a la vida y un mínimo de sensibilidad hacia el misterio capta que aquí no lo tenemos todo, que vamos de paso y que la melancolía es como “un alivio del luto del sentimiento”. El verde, las flores, el «dormitorio»o cementerio dormido del paisaje tienen un deje de esa languidez y sabor en el alma que dejan las cosas quietas.
A veces nos entra melancolía porque no somos capaces de parar el tiempo y contemplar el silencio.
Si continuáramos en esa contemplación, quizás intuiríamos detrás una inefable zona de alegría.
“Acurrúcate, hijo mío, y descansa –dijo Dios asomado al llamado puerto de Los Cristianos en el municipio de Arona (Tenerife), donde acababan de llegar detenidos 193 nuevos inmigrantes subsaharianos-.
En tu rostro se duermen exhaustos doce meses de sol implacable, sed, hambre, desierto, desesperación; los adioses a tu tierra seca, las lágrimas de los tuyos, los disparos en las fronteras, el miedo a las alambradas, tus ahorros perdidos en una navegación a la imposible libertad”.
“Te han dado un vaso de agua y un bocadillo, y te han dicho que ahí en la Europa del bienestar no tienes sitio ni como barrendero. Que ya son demasiados; que sus automóviles no caben en las carreteras; que no quieren privarse de la play-station, los yogures contra el colesterol y la comida proteínica para mantener sus gatos en forma. Que vale, que sí, que les das mucha pena; que a ver si la Unión Europea y el Fondo Monetario Internacional invierten en el desarrollo de vuestros países, pero que de momento no hay nada que hacer”.
«Eso sí, están dispuestos a gastarse en pruebas y hasta buscar un alojamiento adecuado para saber si tienes el covid-19.
“Sin embargo yo te aseguro que aunque una madre se olvidara de la criatura de sus entrañas, yo no me olvidaré de ti; que eres predilecto de mi Hijo, el que se identificó contigo; que velo tus sueños y que hice el mundo bien, como una gran mesa abastecida para todos”. Dijo Dios. Luego corrió a acurrucar para siempre en su regazo infinito a un recién nacido que no pudo llegar vivo a la playa.
Nos pasamos la vida buscando en un mapa. Nacemos llorando porque acaban de arrojarnos a un mundo hostil, bien distinto del confortable líquido amniótico. Aprendemos para “ser alguien en la vida”, a encontrar nuestro camino en medio de una sociedad de competencias. Y, cuando, más o menos, parece que hemos alcanzado una cierta estabilidad en nuestro entorno, una mínima patria donde residir, comienzan los achaques, la cuesta abajo de las pérdidas, y el temor esencial del ser humano: ¿para qué la vida?, ¿dónde desemboca todo esto?, ¿qué hay detrás de la muerte?, ¿por qué nunca acabo de alcanzar la felicidad plena?
No hay mapas. No venden guías para el viaje de la vida, ni existen cicerones lo bastante expertos que nos muestren eficazmente el camino. Por mucho que investigues o indagues en la filosofía, la ciencia, la teología, los maestros occidentales u orientales, incluso en la Biblia, la ruta has de encontrarla tú mismo.