La fotografía produce el milagro cotidiano de atrapar el instante, de detener el tiempo, un tiempo que nunca más se volverá a repetir de la misma forma. Heráclito se convierte en Parménides, el río se detiene, la sonrisa se congela para siempre y nos permite conservar en cierto modo el alma de la pescadera.
Ella es una mujer del pueblo, que sabe disfrutar de su humilde puesto de pescadera en la plaza y probablemente de hijos y nietos que constituyen toda su vida. Pero con su alegría nos da una lección muy profunda. Que lo mejor de nuestra existencia no depende del “qué”, sino del “cómo”. No de nuestros cargos, éxitos y posesiones, sino de cómo vivamos este momento, este ahora. Sentimiento de culpa, experiencias del pasado y miedo al futuro ocupan nuestra mente torturándonos. Pero el pasado no existe, se esfumó, y el futuro no ha venido aún ni sabemos cómo va a venir. Mientras, se nos escapa este paisaje, este encuentro, esta sonrisa. Hay que vestirse como quien se viste, caminar como el que camina, lavar los platos como quien lava los platos.
El ahora es como un taladro que nos conecta con lo permanente, lo que realmente somos, donde el ser se ensambla con el Ser. Por ejemplo, los niños son felices porque no se pasan películas mentales, esos diálogos torturadores en la cabeza que sufrimos los adultos, disfrutan justamente de lo que están haciendo.
La lección de esta pescadora es que, como dice Thích Nhất Hạnh, “a veces tu alegría es la fuente de tu sonrisa, pero a veces tu sonrisa puede ser la fuente de tu alegría”.
¡Qué bien lo resume Jesús!: “Bástale a cada día su propio afán” (Mt 6,34).
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