
¿Somos reales? ¿O solo sombras, proyecciones de otra realidad? Ya Platón planteó esta duda en su famosa alegoría de la caverna. Encadenados frente a una pared y gracias a una hoguera intermedia, aquellos prisioneros veían las sombras chinescas de personas y animales que pasaban por detrás, donde se hallaba la entrada que estaban imposibilitados de ver. Hasta que uno de los cautivos logró zafarse, salir de la gruta por una escarpada cuesta al mundo exterior y contemplarlo fascinado en todo su esplendor de luz y color.
El sol, que el filósofo identifica con el Bien, era el que le permitía ver la auténtica realidad. Necesitado de compartir su descubrimiento con sus compañeros de cautiverio, regresó a la caverna para liberarles. Pero los prisioneros no le creyeron, dijeron que venía deslumbrado y se rieron de él y prefirieron las sombras, su visión de siempre.
El mito de la caverna ha tenido numerosas versiones literarias, como las acuñadas por Calderón al concebir la vida como un sueño o un gran teatro, donde todo pasa fugazmente y donde lo que importa es despertar por dentro o interpretar adecuadamente el papel, porque lo demás está siempre cambiando. Quizás la metáfora más eficaz hoy día sea la del cine. Nos creemos tanto la peli que nos metemos dentro de ella, pero sólo son imágenes fijas que pasan velozmente o actualmente píxeles, impulsos electrónicos en la pantalla. Todo es ficción, todo es mentira. Eso sí, escenarios y personajes tienen algo permanente, un componente común, la luz.






