Tiene mucha poesía este pasaje de Lucas sobre los de Emaús, que es sin duda un lugar teológico liberador para nuestra Pascua. Es como un retablo en tres cuadros, que podríamos llamar: 1. La murria. 2.El camino y 3. El atardecer iluminado.
La murria de la desolación.
Una situación muy parecida a la que estamos viviendo en estos momentos. Ignacio de Loyola la llamaría de “desolación”. Ellos, dos discípulos del círculo más amplio, no de los doce, habían soñado con un caudillo nacionalista que liberara a su pueblo. Y resulta que el Mesías es un fracasado, un fiasco. No vinieron ejércitos de ángeles a salvarlo, ni siquiera opuso resistencia personal. “Nosotros esperábamos”.
¿Qué Dios es este que no actúa y permite la pandemia? Noticias de enfermedad y de muerte. No entendemos nada, nuestra fe se tambalea.
Cleofás y el otro (algunos dicen que el otro era su mujer, no sé, creo que el evangelista lo habría especificado) huyen del dolor y el cielo nublado a la casa de campo o del pueblo de Emaús, distante unos 11 kilómetros de Jerusalén. “Esperemos que no nos pare la guardia civil”, diríamos ahora.
Respecto a las disquisiciones sobre inmanencia y trascendencia, el Uno y el múltiple, encuentro este poema de Rumi. Genial la imagen de la araña que teje con la saliva de los pensamientos. En cuanto se habla de Dios, lo estropeamos. Es como querer explicar un poema o diseccionar una flor
¡Oh, el que se compromete
con esto y aquello sin trascender el Ser!
¿Sin ponerte fuera del camino,
qué esperas hacer?
Deja de hacer una red, como una araña
con la saliva de tus pensamientos.
Es tan endeble, tan frágil.
Devuelve cualquier cosa que te haya dado el pensamiento.
El encerrado Tomás no se lo cree. Los apóstoles estaban muertos de miedo. No se lo podían creer. Habían visto muchos latigazos, mucha sangre, mucho dolor y fracaso, la muerte de su líder, su mesías. Las apariciones eran confusas: lo veían los de Emaús y no se lo creían. La enamorada Magdalena entre lágrimas no lo reconocía. Pedro y los demás siguen atrancados. Tomás es como el ciudadano del siglo XXI: quiere constatación material, pruebas científicas, palpar, lógica de bolsa, bancos y multinacionales. Ha rechazado el mundo de lo invisible: solo son creencias, fantasías, elucubraciones. Rechaza el otro lado de la vida, ese “no sé qué queda balbuciendo” que solo algunos intuyen detrás de todo.
Ellos tienen miedo a los judíos, nosotros al coranavirus, por el que estamos encerrados. Este domingo –“el primer día de la semana”, dice la comunidad joánica- aparece Jesús de noche en medio de ellos. No entra por la puerta, surge en medio de ellos, en comunidad, que la primera lectura de los Hechos presenta como un ideal de estar juntos, de compartir.
Llevamos dentro, sin saberlo, una ventana al infinito.
Durante el confinamiento de la pandemia muchos se quejan de que solo tienen una ventana o balcón abierto a la calle. Algunos ni siquiera eso. Sin embargo todo ser humano posee una ventana abierta al infinito.
“Eso es cosa de místicos”, he oído decir con frecuencia entre gente de Iglesia al hablar de esos temas, con un cierto tono despectivo o al menos inaccesible para un ciudadano de a pie.
Pues bien ha llegado la hora de que la mística, al menos en calderilla, esté al alcance de todos. De todos los que, claro, tengan algún interés de salirse de la dormición general que nos domina. Uno de los temas que están alcazando cierto éxito entre la gente que busca algo de quietud es el del “espacio interior”. Eckarhart Tolle, que en mi opinión se sale de los tópicos libros de autoayuda. lo define así:
“La conciencia del espacio significa que, además de ser consciente de las cosas -lo cual siempre acaba reduciéndose a percepciones sensoriales, pensamientos y emociones-, hay por debajo una corriente de conciencia. Esta conciencia implica que no sólo somos conscientes de las cosas (objetos), sino que también somos conscientes de ser conscientes. Si puedes sentir un estado interior de quietud y alerta en el fondo mientras ocurren cosas en primer plano, ¡ya está! Esta dimensión está en todas la personas. Pero la mayoría no es consciente de ello. Yo a veces lo indico diciendo. “¿Puedes sentir tu propia Presencia?”
Cierto predicador gozaba de unánime reconocimiento por su elocuencia, pero en la intimidad confesaba a sus amigos que sus brillantes discursos no producían ni de lejos el efecto que lograba un Maestro espiritual con sus sencillas sentencias.
Asi que se fue a convivir algunas semanas con aquel Maestro.
-¿Has logrado conocer la razón de su eficacia? -le preguntaron sus amigos.
-Si, cuando él habla -respondió el predicador- sus palabras expresan el silencio. Las mías, en cambio, sólo expresan el pensamiento.
En un contexto de enfermedad y muerte surgen dos aspectos liberadores: el silencio y el vacío
Empezamos a escuchar el silencio. Todo se ha detenido y el mundo ha entrado por obligación en un tremendo sigilo, donde vuelve a escucharse el sonido del viento, los pájaros, la lluvia, el mar, y sobre todo de uno mismo.
Se diría que el mundo se ha convertido en un enorme monasterio, obligado a unos ejercicios espirituales por real decreto.
San Juan de la Cruz llamaba a esta vivencia “la nada”, que en realidad para él era el todo
En palabras de un místico contemporáneo, Eckhart Tolle, “lo que aparece ante nosotros como espacio en nuestro universo percibido por medio de la mente y los sentidos es lo No Manifestado mismo, exteriorizado
Monasterio del desierto de Calanda
Estos días vivimos en un contexto de muerte. El continuo bombardeo de cifras nos estremece, muerde en nuestro subconsciente aumentando una sensación de miedo e inseguridad. Las noticias se interpretan desde una óptica materialista. Nos hemos rodeado de tales valores, que lo que importa es la apariencia, el poder, la juventud, el placer y el dinero, disfrutar de lo inmediato. No hay otra óptica ni otros intereses.
Sin embargo tenemos otra manera de mirar detrás de esas noticias. Por ejemplo, dos aspectos son liberadores contemplados desde el despertar interior: el silencio y el vacío. Pueden verse en la ausencia de ruido de nuestras calles y la sensación de vacuidad en nuestro entorno. De pronto un mundo dominado por el ruido de los automóviles, la música estridente, los impactos de los medios y redes sociales, el martilleo de la publicidad, la obsesión por el consumo o la sexualidad, viajes y artilugios, empezamos a escuchar el silencio. Todo se ha detenido y el mundo ha entrado por obligación en un tremendo sigilo, donde vuelve a escucharse el sonido del viento, los pájaros, la lluvia, el mar, y sobre todo de uno mismo.
El vació conduce al Todo
Se diría que el mundo se ha convertido en un enorme monasterio, obligado a unos ejercicios espirituales por real decreto. “Lenguaje sin palabras / y cánticos sin voz, / proclaman en la tierra, / proclaman en la altura, / la pequeñez del hombre, / la majestad de Dios” (José Selgas). Es cierto que tal stop a una sociedad vertiginosa puede convertirse en trauma para el que se rebela, pero es una bendición para quien conecta sin cavilaciones con el hondón del alma, donde palpita nuestro auténtico ser, el Dios de dentro.
En estos tiempos tan poco propicios para la lírica, en los que el ciudadano se siente solo, impotente, incapaz de comprender el galimatías de los avatares de sufrimiento,pandemia y consecuencias económicas que vierten sobre él los informativos y con la sensación de miedo, pequeñez e incertidumbre con que nos machacan cada día, encuentro esta joya de Rabindranath Tagore:
«Bajaste de tu trono y viniste a la puerta de mi choza. Yo estaba solo. cantando en un rincón, y mi música encantó tu oído. Y te bajaste y te viniste a la puerta de mi choza. Tú tienes muchos maestros en tu salón, que, a toda hora, te cantan. Pero la sencilla copla ingenua de este novato, te enamoró; su pobre melodía quejumbrosa, perdida en la gran música del mundo. Y tú bajaste con el premio de una flor, y te paraste a la puerta de mi choza».. *** **** **** Cuando te crees perdido, olvidado, enfermo, viejo, parado, marginado o sin futuro apreciable, ¿recordarás que a Dios le encanta tu música y bajar a tu choza? La cuestión es que sólo trae una flor. ¿Te basta?
En pocos días se nos han ido tres sacerdotes periodistas del posconcilio, que trabajaron en aquella heroica “Vida Nueva” de la transición: Bernardino M. Hernando, Joaquin L. Ortega y ahora Antonio Cano Moya, víctima este pasado domingo del maldito coronavirus. Se nos va un gran profesional y sobre todo un hombre humilde, generoso, me atrevería a decir que santo, algo no especialmente frecuente en nuestra profesión, donde los “egos” suelen campear por sus respetos.
Había nacido en Pedroche (Córdoba) en 1939, un pueblo que amaba y al que ha dedicado su último libro ilustrado y algunos comentarios en Facebook, glosando el sacramento de las cosas pequeñas: la cortina, la ventana, los matorrales del campo, la viejecita cosiendo en la puerta de su casa. Pronto entró en los carmelitas calzados, donde pasó por diversos destinos: Granada, Jerez, Canarias. Hasta que decidió, quizás buscando mayor libertad, pasarse al clero diocesano incardinándose pastoralmente en las parroquias de San Atanasio y San Juan María Vianney de Madrid, donde el pueblo de Dios pudo disfrutar de su corazón abierto, su compromiso con los pobres y sobre todo de esa sencillez evangélica que sin duda fue su característica más señalada.