Me conmueve esta terracota que adquirí hace tiempo en Asís. El frailecillo que camina sobre un asno va a predicar más que con su palabra con su mansedumbre, que tiene su origen en la profunda paz del alma unida a Dios: “La paz que anunciáis con la boca, tenedla en más alto grado en vuestros corazones. No seáis para nadie motivo de ira ni de escándalo, sino que vuestra mansedumbre impulse a todos hacia la paz, la benignidad y la concordia” (TC 58). Esa quietud interior de Francisco tiene una amplitud sin límites: aceptar el “hoy” tal como se presente, alabando a Dios “por el nublado y el sereno y por todo tiempo” (Cántico de las Criaturas); abrazar las contrariedades, viéndolas en el plan de la divina providencia. Una mansedumbre que se manifestaba también en cortesía: Como hombre de oración pensaba que “la cortesía es una de las propiedades de Dios quien, por cortesía, da su sol y su lluvia a justos e injustos, y es hermana de la caridad” (Florecillas 36).
Mansedumbre y cortesía, ¡raras virtudes en un mundo de vértigo y rastrera educación” ¡Qué intuición la del papa Bergoglio al elegir para sí el nombre de Francisco! “La capacidad de encontrar a las personas –ha dicho-, de encontrar a las culturas con paz; la capacidad de hacer preguntas inteligentes: ¿Por qué? ¿Tú piensas así? ¿Por qué? Esta cultura es así. Escuchar a los otros, y luego hablar. Primero escuchar, luego hablar. Esto es mansedumbre. Tú a mí no me convences, pero igual somos amigos; he escuchado como piensas y tú has escuchado como pienso. Y ¿saben una cosa, una cosa importante? Este diálogo es aquel que hace la paz. No puede haber paz sin diálogo”. Así, a paso de asno, tranquila y cortesmente, con una paz que se desborda en mansedumbre y cortesía se vive el minuto desde el tiempo sin tiempo de Dios.
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