A veces las fachadas de las casas son libros abiertos de meditación. Como esta, deteriorada por el tiempo. Uno se la imagina recién pintada, cuando quizás una pareja de enamorados la habitó por primera vez, con todas sus ilusiones intactas, con su sala de estar, sus visillos, su cocina, su dormitorio aún por estrenar. Luego vinieron los niños: “¡Ponte la bufanda, hijo, que hace mucho frío!”. Y la muerte de los abuelos, y el despido del trabajo y la lucha por seguir adelante, y la graduación de los hijos, sus éxitos, sus problemas, sus esfuerzos, sus fracasos…
Hoy la casa, desvencijada, parece muerta. Pero no es verdad. En ella habitan los “te quiero”, los “que descanses” y “vuelve pronto”, los “perdóname”, las risas, los temores, las sorpresas y las lágrimas. Tiene un alma de vibraciones la casa, porque nada se pierde, todo se transforma. Se nos va, si, el tiempo transcurrido en ella, dejando su rastro, su pérdida en las cosas que usamos y en nuestro propio cuerpo. Pero nunca se nos va la vida, ni la juventud, ni el ensueño, porque ellos van construyendo un hogar sin paredes donde, aunque no nos demos cuenta, ya habitamos con Dios, o mejor, en Dios.






