Al tropezarme con este cowboy en una calle cualquiera de Salamanca, que me regaló su sonrisa a cambio de una moneda, me vino a la mente aquel verso de Miguel Hernández: “Me llamo barro aunque Miguel me llame”. Nacidos de la tierra como dice el Génesis (“Entonces el Señor Dios formó al hombre del polvo de la tierra, y sopló en su nariz el aliento de vida; y fue el hombre un ser viviente”), todos estamos hecho del mismo barro: el presidente, el millonario, el obispo, la limpiadora, el artista, el asesino y el mendigo. Con un soplo, el del espíritu que infunde permanencia en nuestra fugacidad y sentido a nuestra vida, nos alzamos de la tierra y nos convertimos en sueño. Puedes creerte algo, idolatrar tu barro, ponerlo si quieres en una hornacina, pero al final acabará quebrándose. ¿Qué queda entonces? Tu sonrisa, tu lágrima, el hervor interior, el halito divino.
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