PEDRO MIGUEL LAMET
El alma secreta del padre Llanos
Cuando se cumplen 50 años de la llegada del ‘cura rojo’ a El Pozo del Tío Raimundo, el autor recuerda a este emblemático jesuita, su amigo y compañero
Cuando se cumplen 50 años de la llegada del ‘cura rojo’ a El Pozo del Tío
Raimundo, el autor recuerda a este emblemático jesuita, su amigo y compañero.
Hundidos los zapatos en el barro, dejábamos el tren en Entrevías y nos adentrábamos en un mundo aparte, llamado Pozo del Tío Raimundo. Eran los conflictivos sesenta. El que suscribe estudiaba entonces filosofía en Alcalá de Henares e iba semanalmente a ayudar al padre Llanos en la catequesis de niños ojerosos, hijos y nietos de los obreros inmigrantes que, procedentes de Jaén, Extremadura y de pueblos de Toledo, habían levantado sin permiso aquel submundo aparte del arrabal. Y algo insólito en aquellos años del franquismo: antes de dar las clases izábamos la bandera de la ONU, y cada día, la de un país, incluido la URSS, ante el señor Horacio, «el único alcalde democrático del franquismo».
De aquellos años llevo clavada en la memoria la figura de un José María Llanos canoso, enroscado en su manta y aporreando una vieja Underwood en su gélido cuchitril, y luego, en el Común de Trabajadores, dormitorio corrido que apestaba a pies y colillas. Aquel hombre me desconcertó desde el primer momento. ¿Era el mito vivo, el jesuita que hace ahora 50 años dejó el centro de Madrid y su pasado de Cruzada para vivir con los más pobres? ¿Qué le hacía tan hosco y sensible al mismo tiempo? ¿Cómo había pasado de capellán de la Falange a «cura rojo»? y ¿de poeta exquisito a revulsivo del mundo obrero?
Recuerdo que un día, cuando llegué en plenas navidades y pregunté por él, me dijeron: «¡Uff, Llanos no sale de su cuarto hace tres días!». ¿Por qué?, inquirí. «Es que le han robado el Niño Jesús de la capilla». Aquella anécdota de «santo cabreo» me dio una clave para entender su alma paradójica, esa mezcla explosiva de delicadeza interior y malas pulgas, de niño y loco, de soñador y depresivo de la que hacía gala. Llanos no era el típico misionero atleta que se adentra en la selva, ni el robusto cura obrero que acaba por encallecer el alma para hacerse sindicalista. Era un poeta, un intelectual, y en el fondo, un hombre frágil, pero con intuiciones y carácter de líder valiente y creativo. El teólogo José María Díez Alegría, con el que he charlado largas horas para escribir su biografía, me corroboraba esta acepción de Llanos como poeta, y añadía que -artista como Picasso- su gran amigo y alter ego pasó de una «época azul» a otra «rosa». Respecto a su carácter, añadía que, «como en la Iglesia tiene que haber de todo, él le decía: Llanos, tú eres la vesícula biliar del Cuerpo Místico».
Precisamente con Díez-Alegría, y durante el destierro en Bélgica, donde ambos hicieron sus estudios de filosofía, arranca el impulso creativo de este jesuita singular. Allí fundó un grupo de compañeros que, con el nombre de Nosotros, se dedicaba a lo que Llanos llamaba «vivir abismos», es decir, formularse las grandes preguntas del hombre. Leían a Marechal, Heidegger, Le Roy, Karl Adam, Zubiri y los poetas de la Generación del 27 con el fin, como él decía, de «coger las grandes cabezas para despejar la mía». Así se adelantó con tiempo al Concilio; tanto, que los superiores se asustaron y disolvieron el grupo.
Sus recuerdos inéditos que repartió entre «cien amigos» y que acaban de aparecer con el título Confidencias y confesiones, revelan a un soñador despierto, que entre depre y depre, había vivido a flor de piel la guerra: momentos como cuando recibía en Portugal la noticia de su hermano asesinado o decía su primera misa en Granada, en pleno fervor posbélico, ayudado por su padre, vestido de uniforme de general. Siempre le acompañó lo que Alegría llama ese «dolor de estrellas», que creo esencial para entenderle cabalmente.
¿Que cómo se compagina eso con un liderazgo revolucionario y levantar el puño con Carrillo en el primer mitin pecero de la democracia? Del mismo modo que sus meriendas con la Pasionaria mientras entonaban juntos Cantemos al amor de los amores; o su deseo de que en la lápida de su tumba le pusieran su número de carné de Comisiones Obreras y, al aproximarse su hora, respondiera al jesuita encargado de las necrológicas: «Hermano, basta que me ponga el SJ (Societatis Iesu)».
En el fondo, ese dolor de estrellas era el secreto de la osadía de Llanos. Un ensueño que no le impidió cristalizar realidades. Como cuando se fue a manifestar ante el Ministerio de la Vivienda contra la proyectada M-40, que se iba a cargar a El Pozo, y el trazado acabó rodeándolo. O cuando el autobús que unía el barrio con Atocha tenía la mitad de ventanas rotas, y él, ante el asombro del cobrador, no pagaba la peseta del billete, sino sólo cincuenta céntimos, «medio autobús», lo que imitaron todos los que iban detrás hasta que el Ayuntamiento renovó los vehículos. El Pozo entero de hoy es en cierto modo esa utopía hecha realidad.
Pasaron los años y mi amistad con Llanos se consolidó, sobre todo en los tiempos en que yo dirigía el semanario católico Vida Nueva. Llanos era un obrero de la pluma y se ganaba la vida escribiendo artículos. Defendía, siguiendo nada menos que a Pío XII, la necesidad de la existencia de una opinión pública dentro de la Iglesia, y la ejercitaba sin cesar, a veces levantando tormentas. Pero a la postre nadie osaba callarle, porque nadie pisaba el barro como él, o decía misa en invierno enfundado en abrigo y bufanda y junto a una estufa de camping-gas.
Conservo cartas preciosas que acompañaban sus colaboraciones, que él llamaba «desahogos» desde su «rincón» y desde un «evangelio, cada vez más sorprendente para este viejo». «Lamet querido», confesaba, «no temas publicarlos, que el cura rojo tiene tan mala fama que todo lo suyo cabe en el cesto». Y añadía: «De veras, no creo tener mala milk; sólo es cuestión de años y chochez».
Ya seriamente enfermo, me escribía en 1986: «Mi cansancio es feroz, pero creo también que en la otoñada crece mi fe en Jesús, y en mi memoria, mi afecto hacia ti. Me quiero ir definitivamente, pero también estaré allí contigo». Ése era Llanos, el amigo de todos, en quien, por encima de sus ideas, cabían desde Marcelino Camacho a Calvo Sotelo; de Solana a Martín Artajo; de Tierno a Álvarez del Manzano, pasando por Menéndez Pidal, Umbral, Fraga, Tamames, Arrupe, Ruiz Giménez, la Pasionaria y un largo etcétera.
Entre papeles viejos he encontrado un artículo inédito del padre Llanos, que, tras ser cesado director de la revista, no pude publicar. Este párrafo le retrata: «Perdonadme, pero resulta hasta grotesco salirnos con que Jesús en su mensaje vino a defender los derechos humanos. La misma paz citada y proclamada por él no se identifica del todo con lo que hoy pretenden los pacifistas, les supera. Y lo mismo se diría de la justicia -Jesús vino a salvar, después dijeron que salvar era justificar-, la cual, como la liberación, es algo tan profundamente humano que no cuadra sino con el mensaje evangelizador. ¿Por qué este afán eclesial de entrometerse en todo tarde e inoportunamente?».
Aquella libertad profética no podía proceder sólo de su dolor de estrellas, sino de una profunda y meditada fe: «Mi tema, aflorado y hasta desafiante, siempre fue Jesús», me confesaba al final. Era el Llanos que igual leía salmos o recitaba a Alberti y Neruda en sus interminables eucaristías como montaba guardia en la Dirección General de Seguridad para sacar de allí a un amigo. «Se parecía el autorretrato de Rembrandt del museo de Amsterdam», dice Alegría. A mí no dejaba de evocarme una extraña mezcla de San Manuel Bueno y Mártir de Unamuno, Nazarín de Galdós y el frágil cura de aldea de Bernanos, eso sí, con ciertas pinceladas del Ché Guevara. Tan inclasificable como para que ante su tumba se abrazaran al unísono el piadoso rezo del rosario y el canto de la Internacional.
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