Siempre hace buen tiempo

Monthly Archives: febrero 2004

Spots con viejos

Los intereses y la competencia que mueven a la publicidad la convierten en cierto modo en un termómetro de la sensibilidad del momento. Por ejemplo, gracias a los spots de TV, hemos descubierto lo barriobajeras y zafias que resultan las relaciones de las nuevas parejas. O la adoración que nuestra sociedad profesa a la juventud y la belleza física por encima de cualquier otro valor.

Pero últimamente indigna el olímpico desprecio por los ancianos como estorbo, que se desprenden de algunos anuncios. Por ejemplo, una marca de cerveza nos ofrece una escena de cumpleaños de la abuela de una «familia bien». Ha llegado el momento en que la anciana ha de soplar las velas. Como la pobrecita está muy vieja, se eterniza en este cometido, mientras el ejecutivo de turno se enfada porque, oh contratiempo, tiene que esperar. ¿Solución? Disfrutar de la cerveza.

Hay otros más sangrantes. Se trata de una serie que, en vísperas de verano, presenta a una familia bastante cutre, que sale en auto de vacaciones. El padre de familia no oculta su indignación por tener que cargar con el viejo de la familia. Pero, oh milagro, este esgrime una caja de no sé que canal de televisión de pago y, de este modo, consigue que no lo dejen tirado en la carretera.

Los antiguos se enorgullecían de sus ancianos. Entre ellos se elegía el senado, como su propio nombre indica. Cicerón elogiaba esta época de madurez y consejo en su De senectute como la más fecunda de la vida, y los viejos influían en las decisiones de sus tribus.

Ahora hemos conseguido prolongar su vida para arrinconarlos en asilos o centros de día. Me da vergüenza ver esos anuncios, y alabo otros, como los abuelos de los caramelos Berter o el fuet Tarradellas. Ellos me traen a la memoria una cita del gran cineasta Ingmar Bergman:» Envejecer es como escalar una gran montaña; mientras se sube, las fuerzas disminuyen, pero la mirada es más libre, la vista más amplia y serena». Algo que importa un bledo a mucho joven-viejo que anda por ahí.

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La Caboverdiana

Por fin se le ha hecho caso en Madrid a Cesaria Evora, la cantante caboverdiana que parece arrullar al mundo con sus melodías entre africanas y portuguesas, a medio camino entre Edit Piaff y Amalia Rodrigues. Surgida de la pobreza de un país pequeño sin agua, al principio sólo se la oía en los cafetines de Mindelo. Hoy esta negra de sesenta años es como una abuela universal que canta su nana a una sociedad trepidante.

Su vida parece arrancada de una novela de aventuras. De la miseria a locales repletos de marineros, donde cantó una noche para un portugués que la dejó preñada y al que nunca volvería a ver. Que no tiene miedo a la muerte porque dice que «es lo más verdadero que sucede en la vida»; que cree en Dios aunque no lo ve, pero lo siente; y que cuando le achacan que no ha tenido suerte con los hombres, responde que es al revés, son ellos los que no la han tenido porque «se han quedo sin Cesaria Évora».

Cuando sube a un escenario, canta como si estuviera en el cuarto de estar, cosiendo o planchando para una gran familia. Sus canciones se dirían escritas para gentes con otra dimensión del tiempo, que no saben odiar, y jóvenes que aman la vida. Por eso, como una madre, les aconseja con una sonrisa: «No bebed alcohol, no drogaros, amad de corazón y estudiad para ser grandes personas».

Esta negra descalza ha visto muchos barcos partir, ha sufrido la escasez y la soledad, y no por ello perdió nunca humor y cariño. Asegura que canta para los que están solos, sin amor, y lo hace a la medida de todas las nostalgias. Algunos lloran al oírla. A mi me trae paz y el murmullo del mar lejano.

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Hasta los dientes

Decía Einstein, con humor, que «la próxima guerra mundial se llevará a cabo a pedradas», quizás porque en éste, como en otros temas, vamos hacia atrás como los cangrejos. Me vino a la memoria tan lúcida frase, cuando me tropecé ayer con la noticia de que los españoles vamos a comprar misiles, según Trillo para proteger Ceuta y Melilla.

Cuando cayó el muro y terminó la política de bloques, se sentenció el fin de la guerra fría y se comenzó a un lento pero progresivo desmantelamiento de misiles en las grandes potencias. Por un momento pensamos un tanto ingenuamente que ya no dependíamos de algún político loco que apretara ese botón diabólico que podía hacernos saltar en pedazos. Parecía que las palabras y los hechos de Gandhi y Luther King, por no hablar de su predecesor Jesucristo, y su lucha no-violenta comenzaban a echar raíces en nuestra sociedad.

Luego observamos cómo los estadounidenses tenían que dar salida a sus importantes fábricas de armas y empezaron a buscarse enemigos peligrosos en Irak y Yugoeslavia y a bombardearlos en directo por televisión. Como nosotros, hasta ahora, no hemos sido un país especialmente rico, pues seguíamos quitando el óxido a nuestros viejos tanques y acorazados. Es más se limpió la imagen heredada del franquismo del Ejército a base de misiones de paz en Bosnia.

Pues bien, parece que ahora disponemos nada menos que de un billón de pesetas para gastárnoslas en sofisticadas armas con el fin de «disuadir» a nuestros enemigos y defender Ceuta y Melilla. ¿Qué diríamos si el Reino Unido decidiera instalar baterías de largo alcance para defender Gibraltar? Es decir, vamos a entrar en el club de los armados hasta los dientes. No tenemos dinero para legalizar a inmigrantes ni para el futuro de las pensiones y sí miles de millones para instrumentos de matar. Nuestra derecha gobernante se autodenomina democristiana. Pero aquí no cuentan las palomas de Cristo sino los halcones de Bush.

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Retrato de Cristo

Tras prolijas investigaciones, la BBC ha conseguido poner a Cristo un rostro de auténtico gilipollas. No es otra la conclusión a la que se llega después de contemplar el resultado que la ciencia forense y la reconstrucción digital más avanzada acaban de lograr para la serie «El hijo de Dios» de la prestigiosa cadena británica.

Hemos llegado en pocos años, gracias a una amalgama de progresos informáticos y científicos, a alcanzar el papanatismo y la estupidez. El forense Richard Neave ha partido para su hallazgo de rellenar con barro la calavera de una persona encontrada por casualidad en un cementerio judío de Jerusalén. Inconmensurable. Es como si para reconstruir, por ejemplo la faz de Juan Ramón Jiménez, nos sirviéramos de un cráneo de un hombre cualquiera hallado en Moguer.

Segundo: la informática y sus seres virtuales son lo menos parecido a la vida real. Compárense, por ejemplo, las reconstrucciones mastodónticas de «Gladiator» y el Foro o el Coliseo, tal como se conservan hoy en Roma. Aun suponiendo que esas fueran las características étnicas generales de un judío de la época, el Jesús histórico, sin presuponer su divinidad, tuvo que ser un rabino con aura, un líder espiritual, un ser superior y no un tipo con aires de carretero como el de la BBC.

Y tercero, el arte y la poesía, como diría Heidegger, siempre develan la verdad mejor que la historia. Igual que los evangelios no son relatos estrictamente históricos, sino que recogen la vivencia de la comunidad, el rostro de el Cristo es ya una inspiración universal que los pintores románicos, el Greco o Velazquez evocan mejor que la polémica Sábana de Turín o cualquier retrato robot de Jesús. Sobre todo este de la BBC, que parece un villano de videojuego.

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País de viejos

Asegura la ONU que para el 2050 España será un país de viejos. En cincuenta años, dado nuestro bajo índice de procreación -1,13 por mujer- la población española bajará de 40 a 31 millones. Es decir, que si hacemos caso a estos datos, vamos camino de convertirnos en un «estado-asilo del bienestar».

Aunque en mi opinión las estadísticas suelen equivocarse bastante, porque no suelen tener en cuenta los saltos cualitativos, creo que estas cifras deberían hacernos reflexionar. Primero, para propiciar políticas que fomenten la procreación y el amor a los niños. Llevamos décadas en que lo único que se fomenta aquí es el neoliberalismo económico, que parece sólo interesado en el disfrute instantáneo material y que no le importa el futuro ni otras dimensiones afectivas, espirituales o familiares. Y segundo, cambiar por completo las políticas migratorias. Si España se abriera más a los miles de jóvenes extranjeros que llaman a nuestras puertas con el único fin de encontrar un puesto de trabajo, se procree o no, este país no llegaría a ser nunca un país de viejos.

Con el fenómenos de la globalización, por otra parte, resulta absurdo hablar de nacionalidades como compartimentos estancos. Los mercados laborales y los intercambios culturales no podrán limitarse a la circulación de ideas o de la producción. La «aldea global» va a exigir también que la juventud se mueva a donde hacen falta. ¿Y quién dice que esa sangre nueva del Tercer Mundo no pueda llegar a cambiar también muchos de nuestros hábitos anquilosados? Junto a estos factores hay otro decisivo: Está cambiando el propio concepto de viejo. No sólo se esta prolongando la edad. Conozco hombres entre setenta y ochenta años que rinden brillantemente para la sociedad. Habría que releer a Cicerón y su «De Senectute» para revalorizar la sabiduría de la edad. Por todo eso y por el factor sorpresa, nunca creí en la tiranía de cifras.

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Genoma inhumano

Mucho antes de lo que imaginamos el guardia de la esquina nos va a pedir el genoma en vez del carnet de conducir. Y no faltarán quienes intenten salir mejor en la foto mediante un lifting genético a la hora de enviar su curriculum.

Y no es ciencia-ficción. La empresa Burlington Northern Santa Fe Railroad acaba de ser acusada en Estados Unidos de practicar exámenes genéticos entre sus empleados sin su permiso. Al menos uno de los trabajadores fue amenazado con el despido si no accedía a las pruebas. Y es que el miedo a esa discriminación, la otra cara del genoma humano, ya afecta a la opinión pública americana. Un 75 por ciento de 1.218 estadounidenses encuestados no desean que las compañías de seguros conozcan su código genético y un 84 por ciento pretende que el gobierno retenga esta información.

Pero la pregunta va más allá. Vamos a suponer que el Estado, a través de los hospitales, tiene acceso en el futuro a nuestro genoma personal. ¿Se imaginan? Además de estar fichados por el DNI, los bancos, las tarjetas de crédito y nuestras compañía aseguradoras el Gobierno sabrá a qué somos propenso y cuales son nuestras capacidades genéticas.

Una vez más la cara tiene su cruz y este indudable progreso del ser humano puede ser usado contra nosotros. Ya no sólo podremos ser discriminados por raza, sexo, nivel económico o religión, sino por el genoma.

Sin embargo la ciencia ha demostrado a través de los siglos que sus empirismos han sido superadas por la simple experiencia vital humana. De pronto un pintor loco, un poeta sifilítico, un científico impedido o un novelista canceroso asombraba al mundo con obras geniales. Quizás el genoma llegue a ser una foto casi perfecta, con chatarra incluida, de nuestro pasado y futuro. Quizás sirva a los poderosos para clasificarnos en directivos y siervos de la gleba. Pero lo que no van a conseguir quienes lo controlen es encerrar en un mapa el salto cualitativo e impredecible del espíritu humano.

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Un chalet en el cosmos

La humanidad acaba de estrenar un nuevo hogar en el espacio. Aunque ha sido noticia de primera página en algunos periódicos, aquí en la Tierra estamos demasiado preocupados con lo que tenemos delante de las narices para dar la importancia que tiene a este primer asentamiento internacional más cerca de las estrellas.

Hace unos años nos hubiéramos llevado las manos a la cabeza de ver juntos no sólo a rusos y americanos, sino a los habitantes de una ciudad internacional financiada por dieciséis países, entre ellos España, bajo el liderazgo de Estados Unidos y Rusia. La llegada de la primera tripulación permanente de la estación espacial internacional (ISS) constituye un hito para la exploración y futura colonización del espacio. Doce billones de pesetas va a costar este complicado mecano construido a cuatrocientos kilómetros de la Tierra, laboratorio y base a la vez de nuevas exploraciones.

No es extraño que el director de la NASA, Daniel Goldin, asegurara haber asistido a «un momento maravilloso, no para América, ni para Rusia: lo ha sido para todos los que vivimos en este planeta»; ni que en tal ocasión no pudiera ocultar su euforia: «En lugar de apuntar misiles uno contra el otro o de competir entre nosotros, aprenderemos de cada uno».

Todo aseguran que la humanidad esta viviendo una jornada histórica: se pretende que a partir de ahora siempre haya algún humano en el espacio y que desde allí se investigue si la especie humana, así como otros animales, pueden adaptarse a lugares con condiciones físicas diferentes a las de la Tierra. Quieren en una palabra crear una ciudad espacial del tamaño de un campo de fútbol, con trece plantas, en la que haya de todo y no se eche de menos a la Tierra, aunque los rusos no saben si van a poder llegar hasta el final, previsto para el 2006, dada su precaria situación económica.

Contrastes de la vida. Mientras en el espacio comenzamos a fundar una ciudad internacional, la histórica ciudad santa de Jerusalén sigue siendo un infierno donde siguen sin poder convivir, judíos, palestinos y cristianos. Mientras invertimos billones de pesetas en esta sofisticado hogar espacial, dos terceras partes de la humanidad continúa sin poder alimentarse para vivir. Y mientras nuestro planeta se hace pequeño para nuestra avidez de horizontes y tiene que unirse en un única entidad para romper sus fronteras espaciales, un señor llamado Arzálluz y otros vascos del Neardental piden el separatismo porque tienen un Rh distinto de los demás y en el fondo albergan simpatías por los que matan a cualquier inocente en la calle con tal propósito.

Si simplemente subirse a un avión es ya una magnífica lección de relativismo por las dimensiones que cobran nuestras realidades cotidianas, ¿cómo se verán los problemas con la suegra o la bronca del jefe los habitantes de esta nueva ciudad espacial? Primero fue la revolución copernicana. El descubrimiento de que la Tierra no era el centro de nuestra galaxia devolvió al hombre un gran sentido de humildad. Ya los grandes místicos recuperaban su conciencia de polvo cósmico con sólo mirar las estrellas una noche de verano. «¡Qué pequeña me parece la Tierra cuando miro al cielo!», exclamaba en Roma el anciano Ignacio de Loyola.

Aunque parezca traída por los pelos, esta es una experiencia que tiene mucho que ver con la reciente polémica entre Juan Cruz y Salvador Pániker en las columnas de «El País». Éste pensador cristiano-oriental replicaba ayer la crítica que hacía Cruz de su libro Cuaderno amarillo por su tesis sobre la superación del «ego». Pániker está de acuerdo con que no se puede vivir sin «ego», pero piensa que es necesario trascenderlo, re-situarlo, vivir la vida como un testigo, desindentificarnos, en una palabra, con ese personaje esa careta que no somos para ocupar nuestro verdadero sitio en el cosmos.

Otros han hablado de conciencia cósmica, y Séneca decía que «cuando el sol se oculta para desparecer, se ve mejor su grandeza». El momento que vivimos de cambio de siglo necesita una nueva revolución, donde el ego ocupe su auténtico lugar, donde este pequeño hombre estúpido y engreído deje de mirarse el ombligo para recuperar su sitio en el universo. Si la ecología, la conservación del planeta, la solidaridad, las mareas migratorias, el arte, la poesía, las condiciones del futuro que forjamos y la superación de los nacionalismos nos importan un pito es porque una inmediatez egoísta y vulgar con sabor a prêt a porter de consumo instantáneo domina nuestra cultura.

Los astronautas que nos otean ahora desde la nueva estación espacial internacional no pueden mirar de esa manera. Como los esclavos que construían las pirámides o los obreros que levantaban las catedrales saben que ellos no verán muchos de los logros de esas bases que conectarán la Tierra de forma habitual con la Luna, Marte y otros planetas. Son eslabones de una inmensa cadena, como tú y como yo, como todo hombre. Ello ha de darles conciencia de su verdad, de su lugar en el mundo y en la historia. Cuando Teresa de Jesús decía que «la humildad es la verdad», no pretendía arrastrarse por el suelo sino ganar en objetividad. El potenciar la libertad y el derecho de las personas no tiene nada que ver con el protagonismo huero del famoso que hoy consagra la frivolidad como absoluta. Quizás nos ayude para todo echar una ojeada desde la ventana de nuestro nuevo chalet espacial a la inmensidad del cosmos.

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La plaga del estrés

Pepe, mi amigo, lo tenía todo: una hermosa mujer, hijos brillantes, una casa espléndida, uno automóvil de lujo, éxito, dinero, posibilidades de ascenso en su empresa. Pero estaba todo el día de aquí para allá. Casi nunca comía en casa; cuando se despertaba en el hotel desconocía en que ciudad se hallaba, y ya no podía parar. Vivía literalmente colgado del móvil. Hasta sus vacaciones eran compulsivas. Se tomaba el disfrutar los fines de semana como un reto, como una obligación. Y la pantalla de su televisor no estaba nunca quieta. Era incapaz de ver una película o un programa completo. Dormía con tranquilizantes. Hasta que cierto día algo dentro de él hizo crac. Su esposa me telefoneó: «Pepe está en el hospital. Parece grave».

Dicen que vivimos la civilización del ocio, que las nuevas tecnología facilitan el trabajo y a esto lo llaman pomposamente la «sociedad del bienestar». Pues bien resulta que recientes estudios revelan que ocho de cada diez españoles padece de estrés o ha sentido alguna vez sus efectos y que en este país sólo en tranquilizantes nos gastamos cuarenta y cinco mil millones de pesetas. ¿Cómo explicar tan enorme contradicción?

No hay que ser un alto ejecutivo para padecer dicho mal que se infiltra en todos los ámbitos de nuestra sociedad como una pandemia. Los especialistas afirman que un cierto grado de estrés es necesario para vivir. Es lógico que sin un mínimo de tensión no podríamos hacer nada. El estrés no es una enfermedad en sí, pero su tensión llevada a extremos acaba con la salud.

No voy entrar en los síntomas y sus terapias, sobre los que hay cientos libros escritos. Las obras de autoayuda recomiendan: «Exprese sus sentimientos; aprenda a decir no; posponga sus asuntos; sepa descansar; no prolongue las horas de trabajo; evite la adición a las bebidas y drogas, separe el trabajo de su vida privada; no sea tan puntilloso y un largo etcétera». Prefiero señalar una raíz de la que casi nadie habla.

Me encontraba en la sagrada ciudad de Nara, visitando un monasterio Zen. El monje budista de cabeza rapada me sirvió un té mientras contemplaba el jardín impecablemente recortado que se divisaba entre biombos a la altura del tatimi. De pronto aquel hombre me miró fíjamente a los ojos y me dijo en japonés una frase que me tradujo el jesuita Juan Masiá, profesor de la Universidad Sophia, que hacía de intérprete: «Sé tú plenamente el ser que ya eres».

Aquella frase me impactó profundamente. Dándole vueltas he llegado a la conclusión que en ella está el camino de la realización personal y en su incumplimiento la raíz de los males que hoy nos aquejan psicológica y socialmente.

Sea cual fuere su ideologías, religión o código social o moral, el ciudadano del 2000 huye como nunca de sí mismo. El verdadero problema del ser humano siempre ha sido -ya lo decía el Segismundo de Calderón- que vivimos dormidos y a veces no despertamos de sueño hasta la hora de la muerte. Pero hoy la alienación es mayor. Nos creemos el personaje que creemos ser: periodista, médico, ejecutivo, famoso, albañil, cantautor, modelo, ama de casa. Nos quedamos con nuestra careta, hoy diseñada más que por nosotros mismos por los medios de comunicación y los estímulos publicitarios. Buscamos un perfil, una imagen externa a nuestro verdadero yo e intentamos adecuarnos a ella como fuere. Damos valor absoluto a los aspectos materiales de ese arquetipo y hoy día ello supone como mínimo dinero, sexo, poder y éxito. Y quemamos todo en honor de ese ídolo.

El precio de tal adquisición es no estar casi nunca con nosotros mismos, evitar el silencio, vivir en continua disociación con nuestro yo profundo y tapar nuestros agujeros a base de tragos continuos de ruido, sensaciones, movimiento, estrés. El resultado no es un ser humano, es un títere, un polichinela manejado a través de los hilos de los que tienen el poder, que son los de siempre: los grandes trusts de la comunicación, las multinacionales, los políticos, los dueños de la aldea global.

Hay otros inventos más sutiles de los que se aprovechan de esta situación. Aparecen entonces los terapeutas de pacotilla que, con una clase de yoga, cualquier brebaje, una baraja de cartas o una cinta grabada con técnicas relajatorias nos prometen la salvación. Pero todas los métodos son inútiles, si yo por dentro no me paro y me pregunto. ¿Quién soy realmente? ¿Ese monigote? ¿O algo más? Decía Malrraux que «la verdad del hombre está sobre todo en lo que éste oculta». El problema del ciudadano actual es su déficit de silencio y meditación. La superabundancia de intercomunicación electrónica nos está dejandonos dramáticamente solos. Como me decía el monje zen, la verdad está dentro y paradójicamente huimos de ella. Para curarnos del estrés, estar en paz y sentirnos mejor bastaría con algo bien sencillo: desconectar todos los aparatos, sentarnos en el gran silencio y cerrar los ojos.

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Morir de estupidez

«La saciedad engendra la desmesura», decía el sabio legislador griego Salón. Y creo que esta frase puede condensar bien el origen de plagas tan actuales como la anorexia y la bulimia. No proceden del Sahel o Calcuta; no se dan en el África subsahariana, ni aqueja a los inmigrantes hambrientos que llegan cada día a nuestras costas en pateras. Es un fruto de la saciedad, de la hartura, del consumismo desmesurado, de la aldea global y los modelos creados por un mundo aburrido y ahíto de sus propios productos. Tan hartos estamos que nos morimos de hambre.

La muerte de la actriz italiana Chiara Gentili, de venticinco años fue una nueva gota de agua que rebosó el vaso de una enfermedad que está devorando la vida de cientos de adolescentes y jóvenes. Y la peste del milenio se extiende. Los recientes datos, que ha aireado estos días nuestro periódico, son escalofriantes. En los países occidentales se estima que entre un 2% y un 4% de mujeres de edades comprendidas entre los 14 y los 23 años pueden desarrollar estas enfermedades. Un artículo publicado en el último British Medical Journal cifra entre un 5% y un 18%, dependiendo de los casos seleccionados y de los años de seguimiento de las pacientes, el porcentaje de fallecimientos entre las anoréxicas.

Diversos profesionales reunidos en un congreso internacional en Deusto aseguraron que la anorexia nerviosa es la más mortal de las dolencias mentales, con una tasa de suicidios «200 veces superior al índice general». En España hay medio millón de enfermas y la edad de riesgo se ha rebajado a los nueve años. Ayer denunciaba Diario 16 que hasta ahora no se han aplicado ninguna de las iniciativas que el Senado aprobó el año pasado para atajarla. Ni se regulan las tallas de vestir, ni se vigila médicamente a las modelos, ni se les impone una regulación de imagen, ni se ampara a las familias que se encuentran con este terrible problema que afecta a toda la persona, no solo física sino psíquicamente.

No hay que ser un experto para quedarse atónitos ante ese prototipo de femenino que siguen ofreciéndonos las pasarelas. El mundo de la moda niega tal responsabilidad y asegura que ahora potencian más las curvas y no apoyan ese estreotipo a lo Kate Moss, ojeroso, lánguido o demacrado. No es ciertamente lo que ven estos ojos que se van a comer la tierra. De hecho las adolescentes no tienen otro sitio para copiar que el cine, la televisión y la publicidad.

Sabemos que hoy hay terapia contra la anorexia y que evidentemente la Administración debe preocuparse de acelerar las medidas para atajar esta plaga, aunque, por desgracia, se ha comprobado que muchas de las personas tratadas siguen hasta diez años con el mismo problema.

Pero es como querer curar una gripe en medio del Polo. Como otros muchos síntomas de nuestra era los de la anorexia son reveladores de una infección más profunda. Tengamos por seguro que las muchachas que chupan las raíces en Costa de Marfil o en cualquier bohío de América Latina no mueren de anorexia. A partir de nuestro hartazgo -me decía una misionera recién llegada de África que tuvo que salir a vomitar después de visitar aquí en un hipermercado- , hay que estudiar cual es nuestra autentica escala de valores.

Y no es necesario remontarse a códigos de vida muy sublimes. Nos bastaría reflexionar sobre conceptos elementales de estética. Sin llegar a las abundantes carnes de Rubens, el canon griego de la Venus de Milo, por ejemplo, recreaba una belleza natural bien alimentada, en la que desde luego no afloraba el esqueleto como en las modelos de hoy. Es cierto que los criterios estéticos evolucionan. Pero los actuales parecen mitificar la enfermedad que evoca más la imagen de deportadas de un campo de concentración que personas normales.

Esta enfermedad e incluso su muerte autoprovocada que puede es un símbolo además de una galopante frivolidad. Mientras cientos de miles de personas mueren de hambre, aquí se muere de idiotez, dicho sea con todo respeto de esas pobres chicas enfermas. Porque ellas en realidad no son culpables de este contagio que comienza con una foto pegada al frigorífico de la modelo preferida y termina en locura de inanición. Tenemos la culpa los que hemos hecho de la comida, símbolo del compartir con alegría y amistad. Olvidamos que «convite» viene de con-vida y «por eso te convido, para regalarte con el alimento algo de vida». Hoy nos acercamos peligrosamente al «lunch» autista «made in America», tan solitario como el teléfono móvil o chatear por Internet.

La adoración a la marca nos impide comprar otro modelito, mientras nuestro subsconsciente, esclavo de la publicidad y la telebasura, se está haciendo tan superficial y harto que no ve más allá de nuestras narices. Dicen que a estas pobres muchachas el corazón se les queda pequeño, que a chicas de diecisiete años se les reduce como a niñas de siete y que se les retira la menstruación. Porque se les va la vida, quizás porque nadie ensanchó nunca los horizontes de ese corazón y se les ha quedado simbólicamente raquítico para los que le quede de vida. Por eso, la anorexia es un catalizador sociológico del momento, donde, por duro que parezca, hemos llegado a morir de estupidez. O en otras palabras, tan hartos estamos que nos morimos de hambre.

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Culos informáticos

Un antiguo técnico de mantenimiento de Diario16, me dijo un día en que le hablé en su jerga sobre ordenadores.» ¡Ah! ¿O sea, que tú también eres un «culo informático»?» Con esta terminología se refería él a los que por oficio pasamos muchas horas ante la pantalla y controlamos mínimamente algo de este nuevo universo de los megas y los microchips. Claro que el que escribe lo hace por obligación y por las facilidades que al escritor y periodista le reporta esta máquina diabólica que de pronto te pone al pie de la noticia como dentro de la más arcaica base de datos sobre papiros egipcios. Pero hay mucha variedad de culos informáticos. Están los que se enganchan por ludopatía, los que ligan por el chat, los escriben programas y los que simplemente navegan toda la noche como obsesos sin apenas conciliar el sueño.

Por ejemplo, la internetmanía está llegando a extremos peligrosos. Leo ayer que «un joven lleva seis meses enganchado a la Red sin salir de su casa». Tras el sorprendente titular descubro, con cierto alivio, que no se trata al parecer de un enfermo mental, sino de un joven estadounidense de veintiséis años que intenta realizar un experimento: Mostrar al mundo cómo se puede vivir colgado de Internet un año entero sin otro contacto con el mundo exterior.

Este eremita de la informática se metió en su cueva virtual el pasado uno de enero y piensa seguir así, sin salir de casa hasta el uno de enero del 2001con los comienzos del siglo. Mitch Maddox, que así se llama el angelito, hace de todo por ordenador, menos ir al retrete. Oye la radio, ve la tele, hace la compra, conecta con su banco, juega, estudia, liga -virtualmente, se entiende-, habla con mamá, y lee, si es que se puede llamar leer lo que se hace por la pantalla del ordenata.

Parece que la idea es centrarse en las posibilidades del comercio electrónico y cómo puede ayudar a las familias, según la página de Internet (www.dotcomguy.com) del autor de este experimento, que tiene acceso a tres ordenadores y, como era de esperar, utiliza Internet para pedir las reparaciones de su equipo. Para que quede claro que no se escapa a ratos al bar de la esquina ni a hacer un poco de footing, un sistema de doce cámaras de televisión, instalado en su apartamento de Dallas, permite verle las 24 horas del día, con excepción de los momentos en que va al baño. Vamos, una especie de Gran Hermano, pero en solitario y para potenciar aún más la gran obsesión del neoliberalismo económico: sacar «pasta» como sea.

El nuevo internauta anacoreta, que era gerente de sistemas informáticos en Dallas (Texas), da que pensar. Como dan que pensar los datos que se difundieron ayer sobre los niños españoles, que se pasan más horas delante de la televisión que en la escuela. O las recientes noticias del «samurai de Murcia» o las adolescentes asesinas de San Fernando, que mataron por notoriedad. No hay más que ver a los habitantes de Gran Hermano apenas salen de la casa y son entrevistados: Rezuman felicidad por todos los poros, al haberse convertido de pronto, y si el más mínimo mérito por su parte, en noticia y «famosos» de los medios.

Tengo que confesar que soy un gran usuario de estos inventos: desde el móvil a la agenda electrónica, pasando por el portátil e Internet. Y he encontrado excelentes ayudas en mi trabajo, en mis investigaciones, archivos y acceso al conocimiento de todo orden. Asistimos a una auténtica revolución cultural que solo tienen parangón con las que produjeron Guttemberg y la revolución industrial. Pero toda cara tiene su cruz y todo progreso su contrapartida.

El ordenador e Internet está creando paradójicamente grandes solitarios, que no toman el aire, no se relacionan normalmente y no tienen tiempo para leer libros, jugar al dominó con los amigos o ir al teatro. El otro día me bajé de la red, casi sin darme cuenta, un extraño programa que instala en la esquina de tu pantalla un pequeño orangután virtual de color lila, que se comporta en todo como un ser vivo: Te cuenta chistes, bosteza, se duerme, te ayuda a revisar el correo electrónico y a navegar por la red. Este ser, que se queja, se ríe, te piropea, no es, claro esta, algo gratis. De vez en cuando te pide que te conectes a su página y desde allí te ofrece de todo, desde comprar libros o discos a prepararte un viaje y, por supuesto, a ser actualizado de modo que pueda escucharte y tú hablar con él .Todo a base de dólares y tirar de la tarjeta de crédito. Y no acaba ahí la cosa. Mientras está conectado aprende sus papás americanos y quién sabe qué datos les reporta de tu disco duro.

En resumen, que no es oro todo lo que reluce en el entorno del ordenador y la red de redes. Que se están encendiendo semáforos sobre la deshumanización y las desviaciones patológicas de la sobre-información y el enganche a las diversas pantallas. Y que lo más grave de esta inflación de datos y máquinas, la tecnología wap y los mil timbres que suenan a todas horas y en todos sitios, es que nos aparten de la vida, del paseo sosegado, del momento de meditación mirando simplemente el paisaje o de saborear sin más las páginas de un buen libro. Que al final puede convertirnos en autistas del chip, solitarios robinsones incomunicados que tampoco dispongamos de tiempo para estar con nosotros mismos: Puros culos informáticos.

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