Siempre hace buen tiempo

Ciudad de Dios

Denuncia tan real como efectista

Fernando Meirelles, nacido en Sao Paulo, Brasil, en 1955, y con una sólida y exitosa trayectoria como documentalista y en el mundo de la televisión y la publicidad de su país, leyó un día una novela que le conmovió hasta la entrañas: Cidade de Deus (Ciudad de Dios) escrita por Paulo Lins, setecientas páginas que describen con brillantes registros literarios la existencia cotidiana de una colectividad muchas veces desconocida para los propios brasileños, el mundo cerrado de quienes viven asediados por la violencia, la injusticia social, la corrupción policíaca, el tráfico de drogas y la pobreza extrema en las favelas brasileñas. Aunque durante varios años había tenido la intención de comenzar a dirigir una película de ficción, el propósito tardó algún tiempo en cristalizar.
Su método fue hacer anotaciones de los personajes, situaciones y lugares que iba descubriendo en la novela. Y de aquí procede la fascinante estructura narrativa del film que es como un análisis desde arriba y desde fuera de esa colmena increíble que se llama Ciudad de Dios y que fue creada en las cercanías de Río de Janeiro para dar cobijo a una multitud abigarrada y empobrecida.
“No quise, en ningún momento, hacer una película testimonial o un documento político. Lo que hice fue describir sencillamente «la otra cara» que tiene mi país. La cual no tiene nada que ver con la imagen de «tarjeta postal» que nuestros gobiernos han vendido al mundo desde hace más de 50 años”; asegura Meirelles. Aunque al final su film es un terrible y estremecedor testimonio a medio camino entre el neorrealismo y el nuovo cinema, pasando por el trepidante gusto del video clip, el rap y las últimas tendencia musicales que privan entre la gente joven.
Dividido en capítulos, que se corresponden con los diferentes personajes y pandillas, el film tiene un hilo conductor, el ojo de un chico nacido y crecido en la favela Ciudad de Dios, demasiado sensible para ser criminal, a pesar del ambiente de violencia que lo rodea, que descubre que puede ver ese terrible mundo desde un punto de vista diferente a través de su pasión dominante: la fotografía.
Y son los sincopados disparos de la cámara de Buscapé los que nos sitúan fuera de esta sangrienta comunidad compuesta de pequeños gansters callejeros, tribus de niños y adolescentes armados que se apoderan del tráfico de drogas interno y siembran el terror en el recinto cerrado de la favela. Sus motivaciones, sus sueños, sus amores son analizados con interés y frialdad de entomólogo. Esta aticidad de la cámara viene dada por el artificio cinematográfico. Si la actitud de Meirelles en contar una historia real está emparentada con el neorrealismo, sin embargo su estructura narrativa, el montaje y en general la posproducción no puede estar más elaborada y entronca más con la escuela soviética y el dirigismo de la vieja estética marxista.
Meirelles mira con objetividad, pero nos conduce, nos fuerza la mirarda y hasta la retuerce muchas veces con enorme habilidad. Por ejemplo nos lleva a contemplar la misma escena desde diversos personajes o ángulos. O utiliza la cámara rápida, acelerando planos, con un interés sintético de elipsis temporal, como si tuviera prisa de contar lo inútil de una situación. Su ángulo preferido es desde arriba, como si fuera ese Dios que parece no existir en la ciudad de su nombre.
Aparte del fotógrafo Buscapé, que cumple su función de testigo, el film analiza los dos jefes de banda, Sandro Ceonura y Ze Pequenho. Particularmente rico, por su compleja personalidad, un niño que desde muy pequeño disfruta matando, es este segundo personaje, que lleva su crueldad a casos extremos, como el momento en que ajusta cuentas con los pequeños raterillos que le hacen la competencia. Entre ellos está la figura de la conciliación y el compromiso, Bené, que da lugar a una de las escenas más eficaces de todo el film, cuando se transforma en “pijo”. Todos componen una sinfonía de la tragedia, donde los verdaderos culpables, por supuesto, no son los niños, ni los padres, ni nadie de aquella pobre gente encerrada en su fétida ciudad-cuchitril, sino el gran problema del Brasil de casi todo el Tercer Mundo, la corrupción de los que mandan y más en concreto en este caso de la policía.
El film, no por ser un alegato y moverse en un ambiente desolador, deja de entretener. Por el contrario prende el interés desde el primer momento, aunque como es lógico no divierte, por lo terrible de su constatación. Tampoco llega a emocionar, carencia que yo atribuiría a que brilla por su ausencia la dimensión contemplativa propia de los planos largos y sosegados donde los personajes y las cosas hablan por sí mismos. Es de nuevo la vieja polémica entre el plano-secuencia y el montaje, entre Roma, cità aperta y El acorazado Potenkim. Diríamos que Meirelles aborda su favela con alma de Rosellini y métodos, actualizados en la escuela televisiva, de Einsenstein. Pero al final, ambos son desbancados por el video-clip, que puede más.
Ciudad de Dios es un alegato encomiable, como el estudio de una madrigera de insectos atrapados tiranizados y desnaturalizados por el dios del neoliberalismo económico: el tiránico consumismo, auténtico creador de ese infierno que el film relata. Su denuncia –este film puede ser biblia para los movimientos antiglobalización- responde a la realidad, que parece está haciendo reaccionar al Brasil en sus últimas opciones políticas. Pero el arte es más, el arte ha de ser sugerencia, es intuición, es dejar que, entre las formas, hable con emoción lo inefable. Esta dimensión, que aparece a retazos en la excelente fotografía, la impecable interpretación de actores en su mayoría no profesionales e incluso en su original estructura, queda como sajada por un lenguaje sincopado y efectista que no deja tiempo a sentir con esos niños, a participar de sus o sueños o al menos a llorar por ellos.

Tïtulo original: Cidade de Dios, Brasil. 2002. Dirección: Fernando Meirelles. Guión: Bráulio Mantovani; basado en la novela de Paolo Lins. Duración: 135 min. Producción: Andrea Barata Ribeiro y Maurício Andrade Ramos. Intérpretes: Matheus Nachtergaele (Sandro Cenoura), Seu Jorge (Mané Galinha), Alexandre Rodríguez (Buscapé), Leandro Firmino da Hora (Zé pequeno), Phellipe Haagensen (Bené), Jonathan Haagensen (Cabeleira), Douglas Silva (Dadinho), Roberta Rodríguez Silvia (Berenice), Gero Camilo (Paraíba), Graziela Moretto (Marina), Renato de Souza (Marreco). Música: Antonio Pinto y Ed Côrtes. Fotografía: César Charlone. Montaje: Daniel Rezende.Sonido: Guillherme Ayrosa, Paulo Ricardo Nunes. Dirección artística: Tulé Peake. Vestuario: Bia Salgado e Inés Salgado. Estreno en España: 31 Enero 2003.

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