Siempre hace buen tiempo

La sombra de las gemelas

Entre manifestaciones antiglobales, cuando escribo estas líneas, los líderes europeos juegan a gobernar el mundo desde su cumbre de Barcelona. Mientras, el mundo estalla en las manos de palestinos e israelíes; la guerra no ha terminado en Afganistán, y Bush promete otros suculentos conflictos bélicos en Georgia e Irak. Se acaban de cumplir seis meses del fatídico 11 de septiembre en que estos ojos que se van a comer la tierra contemplaban atónitos caer en directo las orgullosas Torres Gemelas. Recuerdo que tracé una línea roja aquel día en mi agenda. Me creía entonces, iluso de mí, ciudadano global, internauta feliz, hombre cibernético e hiperconectado. Pero nadie, ni los informadores de radio y televisión, ni los cientos de miles de páginas webs, ni los portavoces del gobierno más poderoso del mundo me daban una respuesta a tanta confusión.

Las imágenes eran frías. Carecían de sonido y montaje.¿Eran ficción o realidad? Veía estrellarse uno tras otros los aviones de pasajeros de American Air Lines contra los rascacielos, la tierra de Pittsburg y el Pentágono y nadie, absolutamente nadie tenía ni idea de lo que estaba pasando. ¿O ningún avión cayó realmente en el Pentágono? Ahora se sospecha incluso que allí estalló otra cosa. Luego vino la locura de Nueva York, la venganza bélica sobre una tierra pobre y desértica, los bombardeos contra Afganistán.

Cuando me desperté del sueño, me pareció que aún continuaba dormido. Veía afganos que parecían arrancados de tiempos medievales correr al refugio de hostiles fronteras; llorar en los infectos hospitales; rebuscar en los charcos putrefactos algo de agua para beber y, entre los cascotes y escombros, un poco de comida. ¿Quizás alguno de esos paquetes con instrucciones en lenguas ininteligibles, llenos de chocolate y mermelada USA, entre las bombas?

Hoy es un día cualquiera a finales de marzo del 2002. Dicen que vivimos en una aldea global. En cualquier capital importante de nuestro mundo podemos visitar un McDonalds, comprar un jersey Benetton, leer gracias a Internet el recién salido New York Times o ver la CNN. Pero las cadenas americanas censuran la información, me escatimaron los muertos, me mostraron un Bush que baja del helicóptero de la mano de su esposa y sus perritos, con la sonrisa de un acaudalado ranchero de Tejas. Aun hoy los reportajes inéditos que acaba de mostrar la televisión siguen censurados. Esos sí, vi miles de banderas americanas, gringos envueltos en barras y estrellas, y políticos, muchos políticos como Tony Blair, que se paseaban por Oriente Medio a ver, si a toda prisa, montaban un Estado Palestino. Acabo de leer en el periódico que la cumbre europea pide después de seis meses exactamente lo mismo.

El antrax dejó de ser noticia. Pero tampoco lo es la pobreza de un Afganistán que descubrimos de chiripa y que han desaparecido de nuestras pantallas como el misterioso Bin Laden.

Una cosa he sacado en claro: De nuevo el «moro», el judío y el cristiano hablan de Dios, de un Dios de venganza y justicia, pero ninguno habla de aquel Padre de Jesucristo, que perdonaba desde la cruz a sus agresores. «Perdónalos, porque no saben lo que hacen». Dicen los expertos que esto es la explosión de culturas que se habían dado la espalda durante lustros. Pero a mi se me antoja el estallido de otro mundo, el de los pobres, el del pensamiento único, el de los olvidados, el del patio de atrás. Me dolieron como ser humano las muertes de los bomberos y los ejecutivos de Manhattan. Me duelen y mucho las víctimas de todas estas guerras y de las que nos esperan, pues al parecer el sheriff del mundo tiene licencia para matar donde le plazca en busca de terroristas y de meter en una jaula de Guantánamo cualquier sospechoso de turbante.

Pero también me duelen las víctimas remotas de esta situación, las del neoliberalismo impuesto por las multinacionales a esa tercera parte de la humanidad que se ha estado muriendo de hambre ante la mirada impasible de los que dominan nuestro mundo global antes y después de la caída del muro.

Pedro Arrupe, muerto ahora hace once años, había intuido tal hecatombe. Percibía cómo estábamos instalándonos ya durante los años setenta en un cambio radical y demasiado rápido, que «no se realiza en forma rectilínea y homogénea, sino en medio de fuertes tensiones y conflictos. Un mundo que él veía sufriendo por las consecuencias de un colosal «desorden»: «La riqueza -decía-, en vez de servir para cubrir las necesidades primarias de la mayor parte de la población, frecuentemente se utiliza mal y se despilfarra»; y, tras un diagnóstico de lo que se gasta en armas y elementos de destrucción, este privilegiado testigo de la bomba atómica, argüía que la única solución no podía alcanzarse «cambiando simplemente las estructuras y las instituciones, si no se cambia también el pueblo que vive en ellas». Un cambio personal que ya comenzamos a advertir como un imperativo en el estallido de la solidaridad, y una revolución global, a través de unas organizaciones internacionales que Arrupe apreciaba como de capital importancia para la transformación mundial.

Estaba convencido de que la sociedad del futuro tenía que ser «una sociedad frugal», absolutamente necesaria «para la supervivencia material y social del género humano». Y añadía: «Al consumista egocéntrico, egoísta, obsesionado más por la idea de poseer que de ser, esclavo de las necesidades que él mismo se crea, insatisfecho y envidioso, y cuya única regla de conducta es la acumulación de beneficios, se opone el hombre servidor, que no aspira a poseer más, sino a ser mejor, a desarrollar su capacidad de servir a los demás en solidaridad y sabe contentarse con lo necesario».

Cuando escribo estas líneas, aún resiste un grupo talibán escondido en las inaccesibles cuevas afganas; la espiral de violencia y locura colectiva entre palestinos e israelíes sigue sangrando tras catorce intentos fallidos de paz. La UE se siente incapaz de parar tanto conflicto. Y todos los ojos continúan pendientes de Mr.Bush y de los dos potentes reflectores que hoy en sustitución de «las gemelas» ya no sabemos si piden paz o venganza.

La verdadera paz se gana palmo a palmo con los convoyes de ayuda humanitaria de las ONG que se juegan el tipo en los campos de refugiados. Se entabla en los pupitres de las escuelas del Tercer Mundo, en el diálogo entre culturas y religiones, en el despegar del desarrollo y la solidaridad.

En fin recuerdo que Pepe, mi amigo el del bar, después de servirme un tinto, me decía entonces entre chistes sobre las Torres Gemelas: «¿Sabes? De todo esto lo único que he sacado en claro es que existen un montón de países ahí al lado que acaban en «-tan» de los que no tenía ni idea. Y es que esos nunca salían por la tele».»No te preocupes, enseguida dejarán de salir», le respondí aquel día. El tiempo parece que me está dando la razón. Las gemelas o lo que las sustituyan se reconstruirán con mucha «chispa de la vida». USA se ha preocupado ya de recordarnos que el dólar vuelve a estar fuerte. Y aquí cerca, muy ocupados con «Operación Triunfo», en Almería, ya no hay trabajo para magrebíes y sí para polacos y otros países del Este, que van a ser pronto del «club europeo». Los estadounidenses no se han recuperado del susto y, aunque en Manhattan cada noche enciendan en su lugar esos dos potentes haces de luz, las torres todavía parecen arrojar mucha sombra sobre la llamada «sociedad del bienestar». Y es que la luz tiene que salir de dentro.

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