Siempre hace buen tiempo

La plaga del estrés

Pepe, mi amigo, lo tenía todo: una hermosa mujer, hijos brillantes, una casa espléndida, uno automóvil de lujo, éxito, dinero, posibilidades de ascenso en su empresa. Pero estaba todo el día de aquí para allá. Casi nunca comía en casa; cuando se despertaba en el hotel desconocía en que ciudad se hallaba, y ya no podía parar. Vivía literalmente colgado del móvil. Hasta sus vacaciones eran compulsivas. Se tomaba el disfrutar los fines de semana como un reto, como una obligación. Y la pantalla de su televisor no estaba nunca quieta. Era incapaz de ver una película o un programa completo. Dormía con tranquilizantes. Hasta que cierto día algo dentro de él hizo crac. Su esposa me telefoneó: «Pepe está en el hospital. Parece grave».

Dicen que vivimos la civilización del ocio, que las nuevas tecnología facilitan el trabajo y a esto lo llaman pomposamente la «sociedad del bienestar». Pues bien resulta que recientes estudios revelan que ocho de cada diez españoles padece de estrés o ha sentido alguna vez sus efectos y que en este país sólo en tranquilizantes nos gastamos cuarenta y cinco mil millones de pesetas. ¿Cómo explicar tan enorme contradicción?

No hay que ser un alto ejecutivo para padecer dicho mal que se infiltra en todos los ámbitos de nuestra sociedad como una pandemia. Los especialistas afirman que un cierto grado de estrés es necesario para vivir. Es lógico que sin un mínimo de tensión no podríamos hacer nada. El estrés no es una enfermedad en sí, pero su tensión llevada a extremos acaba con la salud.

No voy entrar en los síntomas y sus terapias, sobre los que hay cientos libros escritos. Las obras de autoayuda recomiendan: «Exprese sus sentimientos; aprenda a decir no; posponga sus asuntos; sepa descansar; no prolongue las horas de trabajo; evite la adición a las bebidas y drogas, separe el trabajo de su vida privada; no sea tan puntilloso y un largo etcétera». Prefiero señalar una raíz de la que casi nadie habla.

Me encontraba en la sagrada ciudad de Nara, visitando un monasterio Zen. El monje budista de cabeza rapada me sirvió un té mientras contemplaba el jardín impecablemente recortado que se divisaba entre biombos a la altura del tatimi. De pronto aquel hombre me miró fíjamente a los ojos y me dijo en japonés una frase que me tradujo el jesuita Juan Masiá, profesor de la Universidad Sophia, que hacía de intérprete: «Sé tú plenamente el ser que ya eres».

Aquella frase me impactó profundamente. Dándole vueltas he llegado a la conclusión que en ella está el camino de la realización personal y en su incumplimiento la raíz de los males que hoy nos aquejan psicológica y socialmente.

Sea cual fuere su ideologías, religión o código social o moral, el ciudadano del 2000 huye como nunca de sí mismo. El verdadero problema del ser humano siempre ha sido -ya lo decía el Segismundo de Calderón- que vivimos dormidos y a veces no despertamos de sueño hasta la hora de la muerte. Pero hoy la alienación es mayor. Nos creemos el personaje que creemos ser: periodista, médico, ejecutivo, famoso, albañil, cantautor, modelo, ama de casa. Nos quedamos con nuestra careta, hoy diseñada más que por nosotros mismos por los medios de comunicación y los estímulos publicitarios. Buscamos un perfil, una imagen externa a nuestro verdadero yo e intentamos adecuarnos a ella como fuere. Damos valor absoluto a los aspectos materiales de ese arquetipo y hoy día ello supone como mínimo dinero, sexo, poder y éxito. Y quemamos todo en honor de ese ídolo.

El precio de tal adquisición es no estar casi nunca con nosotros mismos, evitar el silencio, vivir en continua disociación con nuestro yo profundo y tapar nuestros agujeros a base de tragos continuos de ruido, sensaciones, movimiento, estrés. El resultado no es un ser humano, es un títere, un polichinela manejado a través de los hilos de los que tienen el poder, que son los de siempre: los grandes trusts de la comunicación, las multinacionales, los políticos, los dueños de la aldea global.

Hay otros inventos más sutiles de los que se aprovechan de esta situación. Aparecen entonces los terapeutas de pacotilla que, con una clase de yoga, cualquier brebaje, una baraja de cartas o una cinta grabada con técnicas relajatorias nos prometen la salvación. Pero todas los métodos son inútiles, si yo por dentro no me paro y me pregunto. ¿Quién soy realmente? ¿Ese monigote? ¿O algo más? Decía Malrraux que «la verdad del hombre está sobre todo en lo que éste oculta». El problema del ciudadano actual es su déficit de silencio y meditación. La superabundancia de intercomunicación electrónica nos está dejandonos dramáticamente solos. Como me decía el monje zen, la verdad está dentro y paradójicamente huimos de ella. Para curarnos del estrés, estar en paz y sentirnos mejor bastaría con algo bien sencillo: desconectar todos los aparatos, sentarnos en el gran silencio y cerrar los ojos.

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