Siempre hace buen tiempo

Monthly Archives: marzo 2004

Terminator versus democracia

Dos años ya de las Gemelas y el mundo con estos pelos, por no decir patas arriba. Contemplo lo ocurrido estos meses con temor y temblor desde mi agujero de ciudadano global y ¿qué veo? Mientras nadie encuentra a Bin Laden,  ni a Sadam ni las armas de destrucción masiva, el imperio de la seguridad más arbitrario está socavando aquel espíritu de la democracia que dio origen a los Estados Unidos.

Hasta los propios estadounidenses están experimentando, como denuncia el profesor de Georgetown Norman Birnbaum[*], cómo un imperialismo antiterrorista y sus enormes gastos, les conduce al desempleo. El mismo autor dice que los gobernantes pro americanos de Europa se han vuelto cada vez más autoritarios y cita a Aznar, Blair y Berlusconi.

El suicido inducido de David Nelly, ante la presión mediática, ha puesto frente a las cuerdas a una de las democracias más añejas del continente europeo, mientras en Irak ya han muerto más soldados aliados que en toda la guerra. Bush no sabe ya qué hacer con esa patata caliente y pretende colarle un gol ahora a las Naciones Unidas que despreció. Las severas palabras del secretario Koffi Annan  revelan una situación sin precedentes, hasta el punto que Washington esta  a punto de retirar su resolución sobre Irak de la ONU.

La expresión clave de los iraquíes al hacer balance de estos últimos meses es muy significativa: “Lo peor no fue la guerra, sino el caos que le siguió”. Es cierto que Irak comienza a funcionar seis meses después: la gente ya no hace cola en las gasolineras sino en los bancos, pero la vida no vale un céntimo en las calles de Bagdad. Solo en la capital fallecen al día 30 personas por heridas de bala. La última víctima, el encargado de información de la delegación diplomática de España. Un lúcido reportaje de Tele-5 sobre la muerte del cámara Couso llega a la conclusión de que en la muerte de periodistas  a manos americanas en Irak había intención deliberada. ¿Cómo no sabían que  en sí mismo, con y sin Sadam, ese país era un cóctel molotov?

Tampoco el sheriff de la aldea global es capaz de poner paz en Oriente Medio, porque está claramente del lado de uno de los dos pistoleros: Sharom y  su ley del talión contra los suicidas de Hamás,  a los que no puede controlar un Arafat enfermo, amenazado de muerte y acorralado por nuevo muro de la vergüenza. Se diría que el éxito del actor republicano Scharzenegger como nuevo gobernador de  California se convierte en  símbolo de este anhelo de seguridad que domina al mundo: Termiantor.

 


[*] “Imperio y democracia” (El País, 31-08-2003).

 

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Hombres bomba

De cómo andamos

Hemos cumplido un año del funesto 11-S, y no hay otra palabra que defina mejor la situación presente que ésta: confusión. Cada día se aleja más de nosotros aquella división tópica y típica de indios y cow-boys, policías y ladrones, buenos y malos.

Es cierto que, desde apenas un año, fuerzas ciegas y fanáticas parecen ir apoderándose de la tranquilidad del mundo y nos siguen aterrorizando con las autoinmulaciones explosivas de Oriente Medio y la más reciente de Moscú. Ha surgido una nueva forma de terrorismo que es tan imprevisible como irracional, porque no solo mata a otros, desprecia la propia vida. Pero junto a estos nuevos kamikazes, dispuestos a convertirse en hombres-bomba, ¿está toda la verdad del otro lado? Las ambigüedades de Bush han rayado en la paranoia al llevar su pretendido oficio de gendarme del mundo a la pretensión de guerra unilateral. Y, aun aceptando que Irak sea un peligro potencial para la humanidad, ¿acaso no lo son los Estados Unidos manteniendo la deuda externa o pisoteando los derechos humanos de los presos de Guantánamo en situaciones que evocan las hitlerianas?

Es una locura conducir a explotar, como Sansón con todos los filisteos, a un hombre-bomba en un mercado de Telaviv. Pero la exterminación palestina a manos de los judíos con el apoyo de Bush tampoco deja de ser otro terrorismo, aunque en nombre del Estado. El grave episodio del teatro de Moscú se ha convertido en otra señal de alarma que se enciende en medio de un mundo que llamamos civilizado.

El magno atentado nos ha encogido el corazón. Pero, en la medida que comenzamos a recabar nuevos datos sobre el asalto y el gas utilizado, no cesan nuestros escalofríos. Si fuéramos consecuentes, cabría preguntarnos si Putin no es por lo menos tan peligroso como Sadam, pues oculta terribles armas químicas cuya composición desconocemos, pero que hemos comprobado que matan igualmente a santos y pecadores. ¿Cómo es posible que los familiares no puedan tener acceso a los cadáveres de las víctimas inocentes y ni siquiera a la lista de los enfermos? ¿Qué sabemos de los métodos utilizados por Putin en la represión chechena? Si Rusia fuera una democracia, el parlamento freiría a preguntas a un presidente que se cree un «zar» fuerte, pero ha dado pruebas de ser capaz de actuar al borde del exterminio. Si no, que hubiera al menos alertado a los hospitales del antídoto necesario.

Muchas preguntas sin respuesta. Quizás la peor de todas sea esa otra bomba, de la que casi nadie habla, la enterrada hace muchos años en los países débiles; la bomba del hambre, de la marginación y la carencia casi absoluta de recursos y, sobre todo, de la falta de educación, que a la larga es el más terrible explosivo. La cadena de atentados que venimos sufriendo a escala global es como la tapadera de una cacerola que oculta debajo un hervidero de injusticias. Por eso, el único futuro es de quienes trabajan en silencio por crear desarrollo y dialogar la paz.

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Mi sociedad protectora de ilusiones

Hace unos días recibí uno de los más bellos regalos de toda mi vida. Un compañero colombiano me envió una especie de tarjeta de crédito plastificada. En su frontispicio figura un curioso logotipo, una especie de sol presidido por una gran letra «i». La tarjeta, extendida a mi nombre, me convierte en miembro vitalicio de la «Sociedad Protectora de Ilusiones».

Cuando recibí este extraño carnet, me quedé boquiabierto. Allende los mares y sin conocerme, este jesuita y lector de mis libros me premiaba de la forma más sorpresiva y agradable que pudiera hacerlo nadie, con un pedazo de cartón, pero lleno de contenido para mí.

Siempre he defendido la necesidad de fomentar en la gente la capacidad de ensueño. Cuando empecé a escribir mis primeros versos recuerdo que algo se hablaba de poesía, incluso se leía poesía, aunque este género literario siempre fue de minorías. Ahora parece como si a los poetas se los hubiera tragado la tierra. En este supermercado de Occidente no cuenta lo gratuito, aquella hermosa inutilidad que atribuye Kant a toda creación estética. Un cuadro vale el regalo de mirarlo, simplemente, aunque no te lo lleves a casa.

Los hombres de hoy no saben mirar a la castañera de la esquina. Para ellos ¡oh error!- es una mujer que vende castañas. No es la anciana rugosa cuyo rostro es un mapa de humanidad y cuyo calor íntimo perfuma las calles de invierno.

En un mundo sin poetas, o donde los poetas no cuentan, no son posible las ilusiones. En un mundo sin poetas también desaparecen los profetas. ¿Recuerda el lector los años sesenta? Los jóvenes de entonces fijaban en sus paredes posters del Che, Marx o Jesucristo. En la Iglesia florecían las voces de Dom Helder Cámara, Pedro Arrupe, Monseñor Romero, Luther King, Teilhard de Chardin. Hoy los profetas han enmudecido. Las gentes se abrigan al amparo de las altas paredes fortificadas de las instituciones, las marcas, sus propiedades privadas, holdings y sectas.

Por eso me hace feliz ser el miembro 229 de la «Sociedad Protectora de Ilusiones». Encima de mi firma leo: «Valid Worldwide»: Válida para el ancho mundo. Sin fronteras, lenguas, religiones, partidos políticos, color de piel o nivel económico.

Por eso, aunque siempre he sido un tanto débil para compromisos que se encierran en la norma preestablecida, anuncio aquí solemnemente mi compromiso definitivo para contribuir a hacer recuperar en este mundo la añorada capacidad de ensueño. Quisiera llamar a muchos a esta tarea de preservar las ilusiones, tantas cosas pequeñas que pueden hacer felices a los hombres, tanta estrella empañada, tanto corazón en carne viva.

Entre todos intentaremos recuperar el regalo «inútil» de la sonrisa, el prodigio de una caña entre amigos en el bar, el resplandor de cualquier mirada y la nostalgia de la más leve melodía. Buscaremos voces perdidas en la noche, cartas que nunca llegarán a su destino, amigos que jamás soñaron con el prodigio de la amistad. Les diremos que vuelvan a mirar sin miedo al firmamento y las puestas de sol, prueban a repartir su pan y jugar a pídola con las dificultades de cada día, crean de una vez en lo que hay detrás de las apariencias del vecino. En una palabra, que se convenzan que salieron bien de fábrica, conectándose, para experimentarlo, con lo más profundo de su ser. Y, después de haber cultivado lo inútil y soñado un poco con lo imposible, cuando muera, tachado quizás de iluso o eterno adolescente, seré feliz si escriben en mi tumba: «Protegió las ilusiones. Aquí yace un pobre soñador»

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La sombra de las gemelas

Entre manifestaciones antiglobales, cuando escribo estas líneas, los líderes europeos juegan a gobernar el mundo desde su cumbre de Barcelona. Mientras, el mundo estalla en las manos de palestinos e israelíes; la guerra no ha terminado en Afganistán, y Bush promete otros suculentos conflictos bélicos en Georgia e Irak. Se acaban de cumplir seis meses del fatídico 11 de septiembre en que estos ojos que se van a comer la tierra contemplaban atónitos caer en directo las orgullosas Torres Gemelas. Recuerdo que tracé una línea roja aquel día en mi agenda. Me creía entonces, iluso de mí, ciudadano global, internauta feliz, hombre cibernético e hiperconectado. Pero nadie, ni los informadores de radio y televisión, ni los cientos de miles de páginas webs, ni los portavoces del gobierno más poderoso del mundo me daban una respuesta a tanta confusión.

Las imágenes eran frías. Carecían de sonido y montaje.¿Eran ficción o realidad? Veía estrellarse uno tras otros los aviones de pasajeros de American Air Lines contra los rascacielos, la tierra de Pittsburg y el Pentágono y nadie, absolutamente nadie tenía ni idea de lo que estaba pasando. ¿O ningún avión cayó realmente en el Pentágono? Ahora se sospecha incluso que allí estalló otra cosa. Luego vino la locura de Nueva York, la venganza bélica sobre una tierra pobre y desértica, los bombardeos contra Afganistán.

Cuando me desperté del sueño, me pareció que aún continuaba dormido. Veía afganos que parecían arrancados de tiempos medievales correr al refugio de hostiles fronteras; llorar en los infectos hospitales; rebuscar en los charcos putrefactos algo de agua para beber y, entre los cascotes y escombros, un poco de comida. ¿Quizás alguno de esos paquetes con instrucciones en lenguas ininteligibles, llenos de chocolate y mermelada USA, entre las bombas?

Hoy es un día cualquiera a finales de marzo del 2002. Dicen que vivimos en una aldea global. En cualquier capital importante de nuestro mundo podemos visitar un McDonalds, comprar un jersey Benetton, leer gracias a Internet el recién salido New York Times o ver la CNN. Pero las cadenas americanas censuran la información, me escatimaron los muertos, me mostraron un Bush que baja del helicóptero de la mano de su esposa y sus perritos, con la sonrisa de un acaudalado ranchero de Tejas. Aun hoy los reportajes inéditos que acaba de mostrar la televisión siguen censurados. Esos sí, vi miles de banderas americanas, gringos envueltos en barras y estrellas, y políticos, muchos políticos como Tony Blair, que se paseaban por Oriente Medio a ver, si a toda prisa, montaban un Estado Palestino. Acabo de leer en el periódico que la cumbre europea pide después de seis meses exactamente lo mismo.

El antrax dejó de ser noticia. Pero tampoco lo es la pobreza de un Afganistán que descubrimos de chiripa y que han desaparecido de nuestras pantallas como el misterioso Bin Laden.

Una cosa he sacado en claro: De nuevo el «moro», el judío y el cristiano hablan de Dios, de un Dios de venganza y justicia, pero ninguno habla de aquel Padre de Jesucristo, que perdonaba desde la cruz a sus agresores. «Perdónalos, porque no saben lo que hacen». Dicen los expertos que esto es la explosión de culturas que se habían dado la espalda durante lustros. Pero a mi se me antoja el estallido de otro mundo, el de los pobres, el del pensamiento único, el de los olvidados, el del patio de atrás. Me dolieron como ser humano las muertes de los bomberos y los ejecutivos de Manhattan. Me duelen y mucho las víctimas de todas estas guerras y de las que nos esperan, pues al parecer el sheriff del mundo tiene licencia para matar donde le plazca en busca de terroristas y de meter en una jaula de Guantánamo cualquier sospechoso de turbante.

Pero también me duelen las víctimas remotas de esta situación, las del neoliberalismo impuesto por las multinacionales a esa tercera parte de la humanidad que se ha estado muriendo de hambre ante la mirada impasible de los que dominan nuestro mundo global antes y después de la caída del muro.

Pedro Arrupe, muerto ahora hace once años, había intuido tal hecatombe. Percibía cómo estábamos instalándonos ya durante los años setenta en un cambio radical y demasiado rápido, que «no se realiza en forma rectilínea y homogénea, sino en medio de fuertes tensiones y conflictos. Un mundo que él veía sufriendo por las consecuencias de un colosal «desorden»: «La riqueza -decía-, en vez de servir para cubrir las necesidades primarias de la mayor parte de la población, frecuentemente se utiliza mal y se despilfarra»; y, tras un diagnóstico de lo que se gasta en armas y elementos de destrucción, este privilegiado testigo de la bomba atómica, argüía que la única solución no podía alcanzarse «cambiando simplemente las estructuras y las instituciones, si no se cambia también el pueblo que vive en ellas». Un cambio personal que ya comenzamos a advertir como un imperativo en el estallido de la solidaridad, y una revolución global, a través de unas organizaciones internacionales que Arrupe apreciaba como de capital importancia para la transformación mundial.

Estaba convencido de que la sociedad del futuro tenía que ser «una sociedad frugal», absolutamente necesaria «para la supervivencia material y social del género humano». Y añadía: «Al consumista egocéntrico, egoísta, obsesionado más por la idea de poseer que de ser, esclavo de las necesidades que él mismo se crea, insatisfecho y envidioso, y cuya única regla de conducta es la acumulación de beneficios, se opone el hombre servidor, que no aspira a poseer más, sino a ser mejor, a desarrollar su capacidad de servir a los demás en solidaridad y sabe contentarse con lo necesario».

Cuando escribo estas líneas, aún resiste un grupo talibán escondido en las inaccesibles cuevas afganas; la espiral de violencia y locura colectiva entre palestinos e israelíes sigue sangrando tras catorce intentos fallidos de paz. La UE se siente incapaz de parar tanto conflicto. Y todos los ojos continúan pendientes de Mr.Bush y de los dos potentes reflectores que hoy en sustitución de «las gemelas» ya no sabemos si piden paz o venganza.

La verdadera paz se gana palmo a palmo con los convoyes de ayuda humanitaria de las ONG que se juegan el tipo en los campos de refugiados. Se entabla en los pupitres de las escuelas del Tercer Mundo, en el diálogo entre culturas y religiones, en el despegar del desarrollo y la solidaridad.

En fin recuerdo que Pepe, mi amigo el del bar, después de servirme un tinto, me decía entonces entre chistes sobre las Torres Gemelas: «¿Sabes? De todo esto lo único que he sacado en claro es que existen un montón de países ahí al lado que acaban en «-tan» de los que no tenía ni idea. Y es que esos nunca salían por la tele».»No te preocupes, enseguida dejarán de salir», le respondí aquel día. El tiempo parece que me está dando la razón. Las gemelas o lo que las sustituyan se reconstruirán con mucha «chispa de la vida». USA se ha preocupado ya de recordarnos que el dólar vuelve a estar fuerte. Y aquí cerca, muy ocupados con «Operación Triunfo», en Almería, ya no hay trabajo para magrebíes y sí para polacos y otros países del Este, que van a ser pronto del «club europeo». Los estadounidenses no se han recuperado del susto y, aunque en Manhattan cada noche enciendan en su lugar esos dos potentes haces de luz, las torres todavía parecen arrojar mucha sombra sobre la llamada «sociedad del bienestar». Y es que la luz tiene que salir de dentro.

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