Siempre hace buen tiempo

Daily Archives: 20 febrero, 2004

La plaga del estrés

Pepe, mi amigo, lo tenía todo: una hermosa mujer, hijos brillantes, una casa espléndida, uno automóvil de lujo, éxito, dinero, posibilidades de ascenso en su empresa. Pero estaba todo el día de aquí para allá. Casi nunca comía en casa; cuando se despertaba en el hotel desconocía en que ciudad se hallaba, y ya no podía parar. Vivía literalmente colgado del móvil. Hasta sus vacaciones eran compulsivas. Se tomaba el disfrutar los fines de semana como un reto, como una obligación. Y la pantalla de su televisor no estaba nunca quieta. Era incapaz de ver una película o un programa completo. Dormía con tranquilizantes. Hasta que cierto día algo dentro de él hizo crac. Su esposa me telefoneó: «Pepe está en el hospital. Parece grave».

Dicen que vivimos la civilización del ocio, que las nuevas tecnología facilitan el trabajo y a esto lo llaman pomposamente la «sociedad del bienestar». Pues bien resulta que recientes estudios revelan que ocho de cada diez españoles padece de estrés o ha sentido alguna vez sus efectos y que en este país sólo en tranquilizantes nos gastamos cuarenta y cinco mil millones de pesetas. ¿Cómo explicar tan enorme contradicción?

No hay que ser un alto ejecutivo para padecer dicho mal que se infiltra en todos los ámbitos de nuestra sociedad como una pandemia. Los especialistas afirman que un cierto grado de estrés es necesario para vivir. Es lógico que sin un mínimo de tensión no podríamos hacer nada. El estrés no es una enfermedad en sí, pero su tensión llevada a extremos acaba con la salud.

No voy entrar en los síntomas y sus terapias, sobre los que hay cientos libros escritos. Las obras de autoayuda recomiendan: «Exprese sus sentimientos; aprenda a decir no; posponga sus asuntos; sepa descansar; no prolongue las horas de trabajo; evite la adición a las bebidas y drogas, separe el trabajo de su vida privada; no sea tan puntilloso y un largo etcétera». Prefiero señalar una raíz de la que casi nadie habla.

Me encontraba en la sagrada ciudad de Nara, visitando un monasterio Zen. El monje budista de cabeza rapada me sirvió un té mientras contemplaba el jardín impecablemente recortado que se divisaba entre biombos a la altura del tatimi. De pronto aquel hombre me miró fíjamente a los ojos y me dijo en japonés una frase que me tradujo el jesuita Juan Masiá, profesor de la Universidad Sophia, que hacía de intérprete: «Sé tú plenamente el ser que ya eres».

Aquella frase me impactó profundamente. Dándole vueltas he llegado a la conclusión que en ella está el camino de la realización personal y en su incumplimiento la raíz de los males que hoy nos aquejan psicológica y socialmente.

Sea cual fuere su ideologías, religión o código social o moral, el ciudadano del 2000 huye como nunca de sí mismo. El verdadero problema del ser humano siempre ha sido -ya lo decía el Segismundo de Calderón- que vivimos dormidos y a veces no despertamos de sueño hasta la hora de la muerte. Pero hoy la alienación es mayor. Nos creemos el personaje que creemos ser: periodista, médico, ejecutivo, famoso, albañil, cantautor, modelo, ama de casa. Nos quedamos con nuestra careta, hoy diseñada más que por nosotros mismos por los medios de comunicación y los estímulos publicitarios. Buscamos un perfil, una imagen externa a nuestro verdadero yo e intentamos adecuarnos a ella como fuere. Damos valor absoluto a los aspectos materiales de ese arquetipo y hoy día ello supone como mínimo dinero, sexo, poder y éxito. Y quemamos todo en honor de ese ídolo.

El precio de tal adquisición es no estar casi nunca con nosotros mismos, evitar el silencio, vivir en continua disociación con nuestro yo profundo y tapar nuestros agujeros a base de tragos continuos de ruido, sensaciones, movimiento, estrés. El resultado no es un ser humano, es un títere, un polichinela manejado a través de los hilos de los que tienen el poder, que son los de siempre: los grandes trusts de la comunicación, las multinacionales, los políticos, los dueños de la aldea global.

Hay otros inventos más sutiles de los que se aprovechan de esta situación. Aparecen entonces los terapeutas de pacotilla que, con una clase de yoga, cualquier brebaje, una baraja de cartas o una cinta grabada con técnicas relajatorias nos prometen la salvación. Pero todas los métodos son inútiles, si yo por dentro no me paro y me pregunto. ¿Quién soy realmente? ¿Ese monigote? ¿O algo más? Decía Malrraux que «la verdad del hombre está sobre todo en lo que éste oculta». El problema del ciudadano actual es su déficit de silencio y meditación. La superabundancia de intercomunicación electrónica nos está dejandonos dramáticamente solos. Como me decía el monje zen, la verdad está dentro y paradójicamente huimos de ella. Para curarnos del estrés, estar en paz y sentirnos mejor bastaría con algo bien sencillo: desconectar todos los aparatos, sentarnos en el gran silencio y cerrar los ojos.

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Morir de estupidez

«La saciedad engendra la desmesura», decía el sabio legislador griego Salón. Y creo que esta frase puede condensar bien el origen de plagas tan actuales como la anorexia y la bulimia. No proceden del Sahel o Calcuta; no se dan en el África subsahariana, ni aqueja a los inmigrantes hambrientos que llegan cada día a nuestras costas en pateras. Es un fruto de la saciedad, de la hartura, del consumismo desmesurado, de la aldea global y los modelos creados por un mundo aburrido y ahíto de sus propios productos. Tan hartos estamos que nos morimos de hambre.

La muerte de la actriz italiana Chiara Gentili, de venticinco años fue una nueva gota de agua que rebosó el vaso de una enfermedad que está devorando la vida de cientos de adolescentes y jóvenes. Y la peste del milenio se extiende. Los recientes datos, que ha aireado estos días nuestro periódico, son escalofriantes. En los países occidentales se estima que entre un 2% y un 4% de mujeres de edades comprendidas entre los 14 y los 23 años pueden desarrollar estas enfermedades. Un artículo publicado en el último British Medical Journal cifra entre un 5% y un 18%, dependiendo de los casos seleccionados y de los años de seguimiento de las pacientes, el porcentaje de fallecimientos entre las anoréxicas.

Diversos profesionales reunidos en un congreso internacional en Deusto aseguraron que la anorexia nerviosa es la más mortal de las dolencias mentales, con una tasa de suicidios «200 veces superior al índice general». En España hay medio millón de enfermas y la edad de riesgo se ha rebajado a los nueve años. Ayer denunciaba Diario 16 que hasta ahora no se han aplicado ninguna de las iniciativas que el Senado aprobó el año pasado para atajarla. Ni se regulan las tallas de vestir, ni se vigila médicamente a las modelos, ni se les impone una regulación de imagen, ni se ampara a las familias que se encuentran con este terrible problema que afecta a toda la persona, no solo física sino psíquicamente.

No hay que ser un experto para quedarse atónitos ante ese prototipo de femenino que siguen ofreciéndonos las pasarelas. El mundo de la moda niega tal responsabilidad y asegura que ahora potencian más las curvas y no apoyan ese estreotipo a lo Kate Moss, ojeroso, lánguido o demacrado. No es ciertamente lo que ven estos ojos que se van a comer la tierra. De hecho las adolescentes no tienen otro sitio para copiar que el cine, la televisión y la publicidad.

Sabemos que hoy hay terapia contra la anorexia y que evidentemente la Administración debe preocuparse de acelerar las medidas para atajar esta plaga, aunque, por desgracia, se ha comprobado que muchas de las personas tratadas siguen hasta diez años con el mismo problema.

Pero es como querer curar una gripe en medio del Polo. Como otros muchos síntomas de nuestra era los de la anorexia son reveladores de una infección más profunda. Tengamos por seguro que las muchachas que chupan las raíces en Costa de Marfil o en cualquier bohío de América Latina no mueren de anorexia. A partir de nuestro hartazgo -me decía una misionera recién llegada de África que tuvo que salir a vomitar después de visitar aquí en un hipermercado- , hay que estudiar cual es nuestra autentica escala de valores.

Y no es necesario remontarse a códigos de vida muy sublimes. Nos bastaría reflexionar sobre conceptos elementales de estética. Sin llegar a las abundantes carnes de Rubens, el canon griego de la Venus de Milo, por ejemplo, recreaba una belleza natural bien alimentada, en la que desde luego no afloraba el esqueleto como en las modelos de hoy. Es cierto que los criterios estéticos evolucionan. Pero los actuales parecen mitificar la enfermedad que evoca más la imagen de deportadas de un campo de concentración que personas normales.

Esta enfermedad e incluso su muerte autoprovocada que puede es un símbolo además de una galopante frivolidad. Mientras cientos de miles de personas mueren de hambre, aquí se muere de idiotez, dicho sea con todo respeto de esas pobres chicas enfermas. Porque ellas en realidad no son culpables de este contagio que comienza con una foto pegada al frigorífico de la modelo preferida y termina en locura de inanición. Tenemos la culpa los que hemos hecho de la comida, símbolo del compartir con alegría y amistad. Olvidamos que «convite» viene de con-vida y «por eso te convido, para regalarte con el alimento algo de vida». Hoy nos acercamos peligrosamente al «lunch» autista «made in America», tan solitario como el teléfono móvil o chatear por Internet.

La adoración a la marca nos impide comprar otro modelito, mientras nuestro subsconsciente, esclavo de la publicidad y la telebasura, se está haciendo tan superficial y harto que no ve más allá de nuestras narices. Dicen que a estas pobres muchachas el corazón se les queda pequeño, que a chicas de diecisiete años se les reduce como a niñas de siete y que se les retira la menstruación. Porque se les va la vida, quizás porque nadie ensanchó nunca los horizontes de ese corazón y se les ha quedado simbólicamente raquítico para los que le quede de vida. Por eso, la anorexia es un catalizador sociológico del momento, donde, por duro que parezca, hemos llegado a morir de estupidez. O en otras palabras, tan hartos estamos que nos morimos de hambre.

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